La religión tiene como propósito fundamental potenciar los atributos espirituales del ser humano. El mundo sería mucho mejor si el hombre se apegara más a ella, porque el problema de la miseria y de la injusticia social en nuestro tiempo no es fundamentalmente económico sino ético. El desarrollo científico-tecnológico y la acumulación de riqueza en los países avanzados es de tal magnitud, que podrían reducir en mucho las condiciones de vida de los países más pobres. Eso sucedería si el mensaje religioso ocupara mayor espacio en el corazón humano. No se trata de “redistribuir la riqueza”, como pregonan los demagogos socialistas que no saben nada de economía, sino de promover la producción de riqueza en los países pobres.
Históricamente los países más ricos han estado ubicados en la órbita cultural de Occidente. Se enriquecieron con el sistema económico que Marx denominó “capitalismo” en el siglo XIX, refiriéndose a lo que en ese momento era la etapa de industrialización del modo de producción social desarrollado en Occidente mucho antes, que está basado en la libertad de empresa, la propiedad privada, el mercado libre, el comercio, el préstamo, el interés, el ahorro, la ganancia y las demás prácticas del sistema liberal burgués surgido de la Revolución Industrial.
De la cultura occidental, universalizada ya en gran parte, son también la filosofía, la ciencia, la tecnología, el derecho, la democracia y el cristianismo. ¿Por qué este último luce tan rezagado en relación con los otros? Han transcurrido más de 2.000 años de prédica cristiana con sus críticas a la riqueza vana e infecunda, sus llamados a la caridad, la solidaridad, la buena voluntad y el amor al prójimo y muchos mártires y santos han dado sus vidas por esos ideales, pero es muy poco lo que se ha avanzado en el camino señalado y recorrido por Jesús de Nazaret. Todos los años, por estas fechas, se despliega un inmenso escenario festivo para conmemorar su natalicio, pero en esa gran festividad el espíritu navideño, la modesta condición de la Sagrada Familia y el amor al prójimo no es lo que prevalece.
Si el hombre es capaz de engañarse a sí mismo proclamando una fe que no tiene o que, teniéndola, no es lo suficientemente fuerte como para vencer sus mezquinas y egoístas inclinaciones, ¿qué sentido tiene entonces la religión? ¿Es solo un paliativo para aligerar el peso de la conciencia? Si así fuera, ello significaría no solo el fracaso de la religión, sino algo peor, porque contrariamente a lo que de ella se espera, la religión no mejoraría en nada la imperfecta condición humana, sino que la reforzaría al reducir el peso de la culpa y descargar la conciencia ante la miseria y la injusticia creadas o toleradas por el hombre.
No tengo una sólida formación religiosa y quizás por ello no perciba el verdadero espíritu de la fe. Es posible que los teólogos y los religiosos de todos los tiempos se hayan planteado estas mismas cuestiones y hayan comprendido que la religión no ha sido concebida para hacer del mundo una mejor morada ni de la humanidad una congregación angelical. Esa idea puede estar implícita en las enigmáticas sentencias cristianas, tantas veces oídas y quizás poco comprendidas, como “mi reino no es de este mundo”, “muchos son los llamados y pocos los escogidos”, “no hay peor ciego que el que no quiera ver”, etc.
El empeño de quienes pretenden mejorar el mundo al través de la religión puede ser vano. El fracaso histórico de los que han luchado y muerto por ese ideal pareciera apoyar esa posibilidad. Tal vez pidamos a la religión lo que ella no nos puede dar. Su mensaje puede estar dirigido, no el mundo ni a la humanidad, sino el individuo en particular. Según esto último, la gloria, la paz y en síntesis la salvación, no serían para todos sino para aquellos pocos que puedan captar su verdadero significado. Del naufragio y de la locura del mundo se salvarían quienes sean conscientes de esto y actúen de conformidad (los elegidos), los otros, la gran mayoría, se perderían (los que fueron llamados y no entendieron o no comprendieron el mensaje).
Pensar así tiene sus consecuencias. Sería la justificación de quienes, siendo sensibles a la religión porque son buenos, caritativos y no hacen mal a nadie, son incapaces, sin embargo, de sacrificarse por los demás. Sería cómodo pensar: amo a mi prójimo, trato de ayudarlo en lo posible, rezo a su favor, pero no me sacrifico por él. Mi conciencia está en paz. Siendo como soy contribuyo a un mundo mejor. Lo contradictorio del tema es que Jesús sí se sacrificó por los demás y la cruz de su martirio es justamente el símbolo del cristianismo. Pero también eso tiene su justificación. Jesús se sacrificó por todos nosotros y con su muerte nos redimió. Su sangre lavó nuestros pecados. Él es el Salvador del Mundo, el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Agnus dei qui tollis peccata mundi). Invitamos al lector a sacar sus propias conclusiones.
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