Hace solo cinco años, con ocasión del penúltimo Congreso del Partido Comunista, Xi Jinping quiso remarcar ante sus miembros y ante el país la pureza ideológica de la organización suprema en China. En su discurso declaraba que “China es un Estado Socialista de dictadura democrática popular, dirigido por la clase obrera y fundamentada en una alianza entre obreros y campesinos. La frase fue tomada, letra por letra, de los postulados de la Constitución Nacional aprobada en 1978.
Toca interrogarse si el PCC –hoy con 92 millones de miembros– continúa calificándose a sí mismo como una organización comunista, si lo hace por razones ideológicas más que por motivos históricos y si el apelativo de “comunista” es igualmente válido tanto para la economía nacional como para su forma de organización, credo y desarrollo político.
Una panoplia de teorías en torno a esta singular dicotomía ha surgido desde que su cúpula comenzó a incorporar rasgos incontestables de economía de mercado con un vigoroso sector privado impulsando una buena cantidad de actividades cruciales en el área de los negocios. A escala de la nación, lo que no se puede dejar de reconocer es que el sector público representa hoy 30% apenas de la actividad económica y ello, sin duda, se aleja mucho del marxismo inspirador de sus líderes.
En lo atinente al PCC, decía un análisis de Jerome Doydon y Jean Louis Roca en Le Monde Diplomatique de hace más de un año, que aquellos capitalistas que ayer eran injuriados al intentar ser parte de sus filas, hoy son recibidos con los brazos abiertos siempre que respeten determinadas condiciones y sean leales a una organización que tiene más ejecutivos a esta fecha (50%) que obreros y campesinos (35%).
Otro rasgo diciente del estado de cosas es que a nivel del PCC no se le otorga a la ideología comunista una importancia superlativa. La lealtad es tan imperativa como el apego al “espíritu de partido” y, de esta manera, lo que el comunismo aporta es un factor comunicacional y disciplinario aglutinador para propios y ajenos. La disciplina interna sigue siendo férrea e incontrovertible y, de Xi a esta parte además, la moralidad y la batalla contra la corrupción son parte de una campaña sin cuartel entre los dirigentes y los afiliados. Hay allí una suerte de novedoso credo.
Formar parte de este colectivo les proporciona a sus miembros ventajas de gran calado: protección social, vivienda, empleo vitalicio, formas de consumo colectivo. Pero para nada una ideología comunista forma parte de las condiciones de entrada a ese grupo humano rector del país que tiene más integrantes que la población entera de Alemania. La teoría de clases y su relación con los medios de producción hace años que fue desterrada como caballo de batalla ideológico para dar paso a una lucha por otros “valores” relacionados con la actitud sumisa ante el poder. Un nuevo contrato social más basado en la promesa de prosperidad –la planteada por el capitalismo– les aporta un mayor dividendo.
Apenas hace pocas semanas que el XX Congreso del Partido volvió a señalar el rumbo. Una prédica firme de parte de Xi Jinping volvió a hacerse presente. El líder explicitó como un deber sagrado de todos los chinos ser “firmes creyentes y fieles practicantes del sublime ideal del comunismo con peculiaridades chinas”.
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