Dominique Lapierre ha muerto. Tenía 91 años. Cuando lo conocí me interesaba escribir sobre el tema de la formación del Estado de Israel y él le había dedicado todo un libro. Era un formidable cronista, formado en el trabajo de Paris Match, revista en la que había colaborado por unos años. En esa época traía adosado a Larry Collins, un periodista estadounidense que le aportaría los lectores de habla inglesa. Pero el trabajo esencial era él quien lo gestionaba o, por lo menos, a mí me lo parecía.
En ¡Oh, Jerusalén! estaban todas las claves de la redacción de Lapierre. No había factor sorpresa en el relato. Lapierre iba entrevistando a todos los protagonistas de su historia. El placer de la lectura se encontraba en descubrir los hechos que habían dado lugar a ciertas acciones. Si el imperio otomano no hubiera desaparecido con la Primera Guerra Mundial (1914-1918) no existiría Israel.
Sus lectores conocían al dedillo la secuencia de los hechos: primero, un periodista del ámbito alemán, un barbinegro llamado Theodor Herzl, convocó en Basilea en 1897 el primer congreso sionista de la historia. Ahí se descartaron las demás opciones: Uganda, Madagascar, Argentina, incluso Siberia y otras más delirantes aún. Pero Israel se asomó al mundo, primero como un hogar para las víctimas del antisemitismo. En ese sentido fue muy importante la campaña contra el capitán Alfred Deyfrus, en la cual fue notable la defensa de Èmile Zola.
Como cubano me llamaba la atención cómo el voto de mi país había sido contra la creación de Israel, contra las posiciones de América Latina y contra Estados Unidos. Todas las naciones habían surgido de una manera natural. Israel necesitó el beneplácito mayoritario de la ONU para aprobar la “Resolución 181” que autorizaba la creación de dos Estados en Palestina: uno judío y otro árabe. En esa etapa (noviembre de 1947) Washington se suponía que era la cabeza del “mundo libre” y los cubanos habían sido la excepción en el mundo hispano. Los únicos que habían votado de esa manera.
En Cuba mandaba el Dr. Ramón Grau San Martín, un catedrático de Fisiología de la Facultad de Medicina, de quien se decía que en primera fila no se le entendía lo que decía, pero a partir de la segunda no se le escuchaba, por lo bajo que impartía sus lecciones, en lugar de gritar, como muchos de sus compatriotas.
Grau había tenido ciertos tropiezos con Estados Unidos por sus posiciones nacionalistas, pero había accedido al poder por mandato constitucional tras unas elecciones absolutamente libres y transparentes celebradas en 1944, en las que había recibido el poder de manos de Fulgencio Batista, un militar astuto que se consideraba a sí mismo como un hombre de izquierda. Percepción que refrendaba Moscú por medio de uno sus voceros, como era el caso de Pablo Neruda. Neruda -que en realidad se llamaba Neftalí Reyes- se había guiado por las alianzas de Batista con el Partido Socialista Popular (el PSP) y nombró dos ministros en su gobierno que pertenecían al Comité Central del PSP.
Mientras tanto, la URSS, saliéndose del libreto de la Guerra Fría, por una vez votaba junto a Estados Unidos, su archienemigo declarado. Era lógico que indagara qué había ocurrido. Le planteé a Lapierre mis dudas al respecto: ¿por qué se había opuesto Cuba a la “Resolución 181”? Pero, rápidamente, me devolvió la pregunta con una sonrisa: “¿Por qué cree usted que eso ha sucedido?”.
De acuerdo con lo que me han contado algunos diplomáticos cubanos muy viejos, por una combinación de tres elementos -le respondí-, en que el último ha sido el más significativo, pero el primero le servía de coartada: la convicción de que eso daría pie a un foco de inestabilidad permanente; una forma de demostrar la soberanía frente a Estados Unidos; y la flagrante corrupción que sufría la isla. Aceptar una coima del extranjero por algo que no afectaba directamente a Cuba, pensaban ciertos cubanos de entonces, no era exactamente robar del presupuesto.
“Y usted, ¿qué piensa de ello?” -me preguntó Lapierre.
Yo creo que había una deuda moral con los judíos tras el asesinato de 6 millones de personas vinculadas a esa etnia, le respondí. Lo único que no se pudo reconstruir después de la “Segunda Guerra Mundial” fue la judería occidental, fundamentalmente la austro-alemana. Hubo que esperar a que los judíos construyeran una especie de think-tank en el Medio Oriente, durante la posguerra, para utilizar a ese país como benchmarking y beneficiarnos de la inmensa creatividad de esta etnia.
Lapierre se quedó pensando y volvió a la carga. “Me refería a la de aceptar coimas porque no forman parte del presupuesto”, me dijo.
Yo creo -le respondí- que sí hay una diferencia, pero es cuestión de grado. Por supuesto, es peor robar del presupuesto, lo que no quiere decir que esté bien o sea consentido admitir coimas por hacer algo indebido. Para eso existen los Códigos Penales. Estaba mal votar en contra de la “Resolución 181”, independientemente de si se iba a iniciar o iba a continuar una controversia entre árabes y judíos. Sospecho que era esa la coartada para recibir coimas. Un culpable de entregar las coimas fue Arabia Saudita. Pero quién recibió las 30 monedas de plata. Eso no se sabe todavía. Pero algún día se sabrá.
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