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El color del futuro

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Seguramente, al escritor, viajero y gastrónomo español Néstor Lujan (1922-1995) le deleitaba, tanto como comerlos y beberlos, leer y escribir sobre el sabor, el aroma, el color y la textura de manjares y licores degustados en su singladura por mesas y fogones de los 5 continentes. Por su Carnet de ruta supimos de su admiración por la curiosidad de Dickens –Recetas de Pickwick, subtitula tan golosa bitácora– y la epicúrea glotonería de Alejandro Dumas, comparable solo con la desmesura y variedad de su creación literaria –4.056 personajes principales, 8.872 secundarios y 24.339 figurantes pueblan las más de 100.000 páginas debidas a su pluma, de acuerdo con la revista XL Semana–, desmesura y variedad plasmadas en el Grand Dictionnaire de Cuisine, publicado tres años después de fallecido. De ese formulario gourmet, conjeturo, ha de provenir la frase inspiradora de estas líneas, y atribuida por el sibarita hispano al prolífico novelista galo, aunque hay quienes la endilgan a Napoleón: “No hay nada mejor para ver el futuro color de rosa que mirarlo a través de una copa de Chambertin”. Nos gustaría ver rosado el porvenir; mas, con las bodegas locales exhaustas, y a la vista de cómo evolucionan los precios en nuestro país, se nos hace difícil costear una botella del noble tinto borgoñés, nos quedaremos con las ganas de averiguar cuánta verdad hay en la afirmación del gordo, fabulador y báquico autor de Los tres mosqueteros. Y, si lográsemos vislumbrar una pizca del destino mediante prácticas vinománticas, probablemente la borremos de la memoria, cual tachamos de la lista de recuerdos lo acontecido durante una borrachera. Bebemos a objeto de olvidar y así se canta en tangos, rancheras y boleros.

Una ominosa falta a uno o varios mandamientos del decálogo divino subyace en nuestro pasado y ahora, sostiene un ocasional contertulio de barras, católico confeso y militante, estamos expiando el imperdonable pecado –una costosa penitencia, diría yo de compartir su credo–. Lo que está a la vista, aprendimos del refranero, no necesita anteojos. El presente es color de hormigas, no importa lo veamos a través de una botella de agua mineral o de un vaso de ron con Coca-Cola. Y el mañana, ¡ay, papaíto, el mañana!, no pinta mejor, no mientras continúen las rencillas, el desbarajuste y el desencuentro entre las desdibujadas y claudicantes facciones opositoras –“sumergidas en un enigmático silencio”, afirma Alonso Moleiro en El País–, y la institución armada –la gran esperanza de quienes creen en milagros– ceda al chantaje implícito en los juramentos de lealtad incondicional al Sr. Maduro, exigencia basada en los temores de la pandilla dictatorial respecto a su estabilidad; una estabilidad subordinada al monopolio de la violencia y al poder de fuego de la fuerza armada nacional bolivariana. El miedo es libre y tan peligroso como el odio: “Las peores cosas hechas por la gente son producto del miedo y no el odio”, asevera un personaje de la miniserie checa Pustina (2016). Y es contagioso. Lo vemos en una población empavorecida, desamparada y desmotivada por la carencia de un liderazgo creativo capaz de atacar las causas y no las consecuencias del atentado a la razón y a la cordura que significó sentar a la diestra del Señor y a la siniestra de Simón a Hugo Chávez y transformarlo en objeto de herético culto de tinte mágico-religioso, una apostasía que debió ser el pecado nacional referido por mi creyente compinche de tragos. Pero volvamos al futuro y a lo aún no ocurrido, pero presentido.

El porvenir, leí en alguna parte, “es un lugar cómodo para colocar los sueños”. O postergarlos, a juzgar por la acumulación de ofertas incumplidas que el régimen narco-castrista, chavista y bolivariano promete resolver “profundizando la revolución”, es decir, con otra vuelta de tuerca a más de lo mismo y, a modo de ejemplo, la nueva reconversión monetaria a entrar en vigencia, si el tiempo y las circunstancias lo permiten, el venidero 4 de agosto. A tal efecto, el bcv (las minúsculas responden a su falta de seriedad) encargó a sus publicistas un mensaje televisual a ser difundido durante las transmisiones del Mundial de Fútbol Rusia 2018.

El spot es creativamente insustancial y deleznable. Comienza con un plano medio de un jugador, con el logo del ente emisor y el número 9 en la camiseta, presto a cobrar un penalti. El contraplano nos muestra a un grupo de rivales uniformados, ¡cómo no!, de negro, integrantes de un equipo denominado –aquí se les fundió el cerebro a los genios de la persuasión– Bloqueo Económico, quienes no podrán impedir el previsible gol aplaudido por un fanático ostentando en sus cachetes el tricolor patrio. Tan bolsa como el fanático de la cuña es la música incidental que sirve de fondo a la monserga chauvinista de espanto, mojón y brinco, transcrita a continuación en su totalidad: “Levanta la mirada. Eres descendiente de Bolívar; recuerda que, aunque perteneces a la generación de oro, del dorado y del negro, la esperanza de un pueblo es tu mayor reserva. Confía en tus sólidos cimientos; libera toda tu potencia para superar barreras y consolidar la victoria”. Con las últimas gotas de este jarabe de lengua, aparecen en pantalla los logotipos del banco y del flamante y ya obsoleto bolívar soberano (no me salen las mayúsculas) porque, con el vertiginoso crecimiento de la inflación –alcanzará los 6 dígitos este año, calcula Tamara Herrera, economista y directora de Síntesis Financiera–, su valor tenderá aceleradamente a cero y se planteará nuevamente la necesidad de otra operación cosmética, aunque el salario mínimo real permanezca anclado en unos 80 centavos de dólar al mes. Eso sí, con patria de sobra para suplir las deficiencias proteínicas.

¡Ah, la patria! La amada nación exaltada marcialmente el pasado 5 de julio en la conmemoración de una iniciativa esencialmente civil –de ese carácter dan fe los redactores, Roscio e Isnardi, de la Declaración de Independencia, la procedencia de la mayoría de los signatarios y del texto mismo–. La patria, sagrado altar invocado por oficiales santificados en carteles y no sacrificados en cuarteles; presumidos y sobrevaluados soldados que, en ocasiones solemnes, sacan a relucir una churrigueresca quincallería sobre sus pechos de pavo real, ganada en el frente de la importación, distribución y suministro de alimentos a los comités locales de abastecimiento y producción. Guerreros sin gloria que, con ojos entrecerrados y mediación de un escocés bien servido, esperan un retiro en tecnicolor para reflexionar con orgullo sobre su negro pasado; el orgullo, sentenciaría Dumas, de quienes, por no poder edificar, destruyen.

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