Parecía que las esperanzas nacidas en 1989 (caída del muro de Berlín, manifestaciones de Tiananmén, retorno democrático en Chile) se habían esfumado. Se las quería olvidar. Porque el pasado autocrático se asomaba con fuerza en China y Rusia, así como en algunos de los grandes países del llamado Tercer Mundo, especialmente en Asia. Incluso en América Latina, donde se había puesto fin a terribles dictaduras, se habían consolidado sistemas totalitarios mal calificados de revolucionarios. Ahora, sin señales previas, comienzan a escucharse en lugares muy diversos nuevas voces que cuestionan las prácticas vigentes y reclaman el establecimiento de auténticas democracias.
Los sucesos que han conmocionado al mundo en estos días son expresiones de la voluntad de las gentes a vivir en libertad. Porque todavía existen sistemas y regímenes que se niegan a aceptar que esa es una inclinación natural de la persona; y argumentan que tiene necesidades y aspiraciones distintas en cada sociedad. Niegan, así, no sólo una facultad inmanente de los seres humanos, sino la unidad esencial de la especie y la consecuente igualdad de origen de sus miembros (independientemente de cualquier circunstancia particular). Eso obliga a considerar tanto el concepto de libertad como la misma naturaleza del hombre, lo que permite clarificar conceptos. Se trata, por tanto, de cuestiones trascendentes, que no dependen de la sensibilidad del gobernantes o del cumplimento de “nobles propuestas” de revolucionarios políticos. Explican el sacrificio y el coraje de los ucranianos, de las mujeres iraníes y de los jóvenes chinos, entre otros.
El 4 de febrero de este año los presidentes Xi Jinping y Vladimir Putin firmaron en Pekín una declaración “Sobre las relaciones internacionales y el desarrollo global sostenible”. Calificado como “documento doctrinal, orientado a la formulación de tesis ideológicas alternativas … para la formación del orden mundial”, muestra la preocupación de aquellos mandatarios por los “desafíos” que enfrenta la comunidad internacional. Pero, el texto contiene, además, algunos conceptos que vacían de contenido absoluto a instituciones fundamentales. Así, la democracia “es un medio de participación ciudadana en el gobierno con miras a mejorar el bienestar de la población”. Cada nación elige las formas y métodos de su implementación que mejor se adaptan a su situación, en función de su sistema social y político y su historia, cultura y tradiciones. Por su parte, los derechos humanos se definen y protegen de acuerdo con “la situación específica y las necesidades de la población” del país.
Aunque en los relatos y leyendas de las civilizaciones antiguas (como el mito heliopolitano, la Teogonía de Hesíodo o el Popol Vuh) la creación del hombre es un acontecimiento fundamental, la acción histórica tuvo entonces por centro y objeto el poder. Fue así, incluso, en Israel (donde el verdadero protagonista era Yahvé) y en Grecia (que reconoció el carácter social del hombre). No obstante, en el “Génesis” es señor de la creación. Y con Sófocles la creatura más admirable: “Numerosas son las maravillas del mundo; pero, de todas, la más sorprendente es el hombre” (“Antígona”). Pero, es al final de la época clásica cuando Boecio (en 512) precisa su definición como persona: “sustancia individual de naturaleza racional”, individuo dotado de entendimiento, de racionalidad (como explicó Tomas de Aquino). Más tarde, durante el Renacimiento se difunde su reconocimiento como centro del universo, con capacidad para convertirse en lo que se propone.
Responsable de esa consideración, que implicaba un cambio fundamental, fue Pico della Mirandolla. En su “Oratio de Hominis dignitate” (1486-1488), señaló que el ser humano es la cúspide y centro de la creación, dotado de capacidad de elegir libremente el sentido de sus actos y de esa forma determinar su destino. “Los otros seres – escribió– están contraídos” por leyes establecidas por su Creador, en tanto el hombre no está limitado: como modelador y escultor de sí mismo, se define por su propia decisión. El hombre es, pues, un ser libre. Esa condición le confiere una dignidad especial, como en la sentencia de Hermes Trimegisto: “Grande … es ese milagro llamado hombre”. Concibió la libertad más allá de cualquiera de sus manifestaciones particulares: la capacidad de determinarse totalmente. Conviene decir que la Constitución Apostólica “Gaudium et Spes” (1965) toma palabras del pensador renacentista: “Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión”.
La libertad como decisión sobre la existencia es facultad inmanente a la naturaleza humana, independientemente de la condición particular. En consecuencia, no depende de voluntad ajena, aún superior (como el poder legítimo). Natural, tiene igualmente carácter universal (aunque el concepto se haya desarrollado en Occidente). No se reconoce, pues, solamente a los ciudadanos (como en Grecia o Roma), sino a todas las personas. Esta idea había penetrado en los medios académicos a comienzos del Renacimiento. Y fue expuesta en la Junta de Valladolid (1550) por los maestros de Salamanca, según las enseñanzas de Francisco de Vitoria. Puede parecer extraño; pero, la niegan hoy otros. Alegan que no es necesariamente válida en todas las sociedades. Esta argumentación, frecuente en algunas sociedades asiáticas, de estructuras jerarquizadas y poderes fuertes, encuentra sostén en corrientes de pensamiento dominantes desde antiguo en la región.
Ese debate, constante, tiene enormes efectos prácticos. Le asigna posición a la persona en la sociedad (y las facultades que se le reconocen u otorgan) y fija los cometidos que se confían al estado (para lograr sus fines o el bien común). No es sólo de interés académico. Trasciende ese ámbito para condicionar todos los aspectos de la vida individual o colectiva. Reconoce a cada uno existencia propia, irremplazable, con destino elegido o lo hace pieza de un engranaje, sustituible, sin proyección. En resumen, la persona dispone de su ser, que le pertenece o es objeto en manos del ente público, señor de cuerpos y espíritus. Esto último, en caracteres chinos y cirílicos, es lo que se desprende de la mencionada declaración de Pekín. Así, pues, afirmar el carácter inmanente y universal de la libertad y los derechos no es “arrogancia” de Occidente “inclinado a fijar normas de comportamiento”.
Los movimientos que se observan en distintas partes del mundo contra diversas formas de opresión son expresiones de la voluntad liberadora del hombre. Dan continuación a luchas milenarias, con frecuencia ignoradas. Las fuentes, sin embargo, registran actos impulsados con ese propósito, aún en las sociedades más antiguas. Al lado de los conflictos por el control del poder se han librado múltiples combates – muchas veces sólo con la palabra – contra los sistemas de dominación de distinto tipo impuestos a los seres humanos. Como resultado, cada día el hombre es más libre, es decir, más dueño de su destino. Sin embargo, la historia enseña que esos movimientos no siguen, un proceso lineal, progresivo (siempre en avance en un mismo pueblo o región). Se producen pausas y regresiones. Parecen olvidados hasta que toman nueva fuerza en otros escenarios, como si el testigo pasara de una a otras manos en forma indefinida. Bien se sabe que no es posible programar la aventura humana.
Los jóvenes chinos exigen libertad de pensamiento, las mujeres iraníes reclaman la posibilidad de manejar su vida diaria, el pueblo ucraniano combate por mantener identidad propia. Podrían citarse muchas otras causas de luchas. Son especialmente numerosas en África, continente de naciones nuevas: la defensa de una cultura o una lengua, la profesión de una fe religiosa, el rechazo a prácticas de sumisión de la mujer, la conservación de un hábitat natural. Esas como otras en múltiples lugares son expresiones distintas de una misma aspiración: el derecho de cada ser humano a desarrollar su propia personalidad, a definir su propia identidad, lo que supone “ser” lo que se decide, aquello para lo que cada uno se siente llamado. No son números de una serie de objetos idénticos a los que se distingue por su posición entre los otros. Más bien, son «identidades» con sustancia propia, capaces de una proyección particular.
En los dos últimos siglos la práctica de la libertad ha ganado terreno. En verdad, en el pasado en pocos momentos y lugares se propagó su ejercicio. Incluso, se conocieron no pocas regresiones (con el apoyo de la población) Pero, este es un momento de expansión. La globalización –aldea universal– ha permitido enseñar sus posibilidades a todos los pueblos. Ahora se lucha por vivirla en todas partes; y se reconoce su contenido: no es una garantía de determinadas actividades, sino el derecho a la realización total de la persona, a “ser”, del que fue dotado por el Creador.
Twitter: @JesusRondonN
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