Noviembre fue un mes extraordinario. Los líderes globales se reunieron en cuatro encuentros importantes: la reunión de la ASEAN en Camboya, la cumbre del G20 en Indonesia, el foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) en Tailandia y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) en Egipto. Lo sorprendente no fue el timing de las reuniones, sino más bien la evidencia que arrojaron de que el curso puede estar pasando de la confrontación a una cooperación renovada en el terreno internacional.
En los últimos años, la economía global pareció alejarse del compromiso y la colaboración multilateral, y encaminarse hacia una competencia alimentada por el nacionalismo. Algunos -particularmente, las economías emergentes- intentaron resistir esta tendencia negándose, por ejemplo, a respaldar las sanciones occidentales a Rusia. Pero esos esfuerzos, al parecer, han tenido escaso impacto.
Como han manifestado numerosos observadores, una reversión completa de la globalización sería prácticamente imposible. Según una investigación del Instituto Global McKinsey, ninguna región, mucho menos un país, está cerca de ser autosuficiente. Pero eso no ha impedido que algunos países y líderes -en particular, Estados Unidos- intenten serlo. Y hasta la desglobalización parcial que han propiciado tendría consecuencias de amplio alcance que, en algunos casos, ya se están tornando evidentes -como por ejemplo la inflación más alta y el mayor riesgo de deuda.
El creciente daño causado por el giro hacia la desglobalización últimamente ha profundizado la resistencia a la fragmentación y a la polarización económica. Europa es un ejemplo. La invasión de Ucrania por parte de Rusia apuntaló la alianza transatlántica, en particular debido al alineamiento norteamericano y europeo en torno de las sanciones contra Rusia. Pero los líderes europeos están empezando a expresar malestar ante la estrategia de Estados Unidos frente a China que, como ha señalado el presidente francés, Emmanuel Macron, amenaza con dividir al mundo en bloques enfrentados entre sí.
Los temores surgen principalmente frente a los esfuerzos agresivos para impedir el desarrollo tecnológico chino. Si bien son pocos los que objetan la creciente inversión norteamericana en tecnologías clave o cierta repatriación de la producción, muchos temen que nuevas restricciones de gran alcance a las exportaciones de tecnología avanzada, software y equipos a China puedan señalar un giro de una competencia estratégica ampliamente constructiva a una estrategia de suma cero.
Motivado por estas preocupaciones, Macron ha articulado la necesidad de una postura europea clara, diferenciada de la de Estados Unidos. El primer ministro holandés, Mark Rutte -en cuyo país está radicada la empresa ASML, el único fabricante de máquinas de litografía ultravioleta extrema necesarias para fabricar los chips semiconductores más avanzados-, también está intentando reivindicar una independencia de Estados Unidos es esta área. El canciller alemán, Olaf Scholz, hizo una visita a China este mes en busca de una vía intermedia.
Las economías emergentes, por su parte, defendieron férreamente la interdependencia global en las principales reuniones internacionales de este mes. Reconocen que una economía global dividida signada esencialmente por una competencia entre grandes potencias va en total detrimento de sus intereses, sobre todo porque colocará la tan necesitada transición energética global aún más lejos del alcance. Como explicó recientemente Raghuram G. Rajan de la Universidad de Chicago, la fragmentación económica y la sospecha mutua impedirán seriamente una cooperación climática efectiva.
Las economías emergentes no son las únicas. La Organización Mundial de Comercio y las instituciones financieras internacionales señalan que mantener la apertura en el comercio, las financias y los flujos de tecnología es esencial para sustentar la recuperación económica global. Esa recuperación ya enfrenta fuertes vientos de frente como consecuencia de la inflación, los shocks relacionados con la guerra, el cambio climático, la pandemia del COVID-19, el envejecimiento de la población, los problemas de la oferta laboral, la caída de la productividad, los ratios de deuda elevados y los focos de inestabilidad financiera.
La creciente fragmentación agravará los desafíos por delante al obstruir, por ejemplo, las operaciones de actores clave como las corporaciones multinacionales (MNC por su sigla en inglés), que tendrán que lidiar con reglas y estándares inconsistentes o contradictorios, e inclusive con obligaciones legales, en las diferentes economías. La complejidad cada vez mayor y los crecientes costos de las operaciones debilitarán los incentivos de las empresas para invertir. Dado que las MNC tienen un papel fundamental en la propagación de la tecnología, probablemente se produzcan todo tipo de efectos adversos en la productividad y crecimiento global.
El creciente reconocimiento de estos riesgos es importante. Pero serán los dos principales protagonistas de la economía global -Estados Unidos y China- los que determinarán si se alterará o no el curso actual. Afortunadamente, aquí también hay motivos de esperanza.
El presidente chino, Xi Jinping -bien consciente de que el “milagro económico” de su país habría sido imposible sin globalización- ha reclamado en repetidas ocasiones apertura e inclusión. Pero debe admitir que estos reclamos carecen de credibilidad cuando vienen de la mano de manifestaciones de solidaridad con países como Rusia, cuyas acciones y retórica incitan a la división.
En cuanto a Estados Unidos, la administración del presidente Joe Biden parece entender cada vez más que cooperar con prácticamente todos excepto con China no es una opción. Si bien una reversión total de las restricciones comerciales es improbable, especialmente en lo referido a productos tecnológicos con implicancias económicas estratégicas o para la seguridad nacional, la última reunión de Biden con Xi sugirió que ambas partes están dispuestas a iniciar un diálogo más constructivo en torno a cuestiones críticas. Biden también reiteró su apoyo a la política “Una China”, dando a entender una aceptación continua y tácita de la “línea roja” diplomática de China con respecto a Taiwán.
Es posible que un día, cuando miremos hacia atrás, veamos a noviembre de 2022 como un punto de inflexión en la saga de la desglobalización. Pero los obstáculos para un compromiso internacional constructivo siguen siendo desalentadores. Por empezar, manifestar apoyo por un mejor equilibrio entre cooperación y competencia no compensa la falta de confianza. A menos que Estados Unidos y China puedan encontrar maneras de generar confianza y buena voluntad, los acuerdos cooperativos seguirán apoyados en cimientos tambaleantes.
Segundo, los líderes siguen comprometidos con generar resiliencia económica a través de una diversificación de las cadenas de suministro que favorezca a los socios comerciales confiables o afines, y con permitir que consideraciones de seguridad nacional forjen la política económica. Esta nueva realidad económica exigirá el desarrollo de una iteración nueva y más complicada de multilateralismo.
Finalmente, para que este nuevo multilateralismo funcione, habrá que fortalecer a las organizaciones internacionales, a través de reformas de gobernanza y una mayor capitalización. Quizá más importante, los países tendrán que comprometerse a respetar la autoridad de estas organizaciones -y no sólo cuando les conviene.
Las perspectivas sombrías y deterioradas de la economía global, junto con la dimensión del desafío climático, les han abierto los ojos a los líderes sobre los riesgos que plantea la desglobalización. Todavía está por verse si esta toma de conciencia vendrá acompañada de las acciones necesarias para cambiar el curso.
Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor emérito en la Universidad de Stanford, miembro sénior de la Hoover Institution y asesor sénior de General Atlantic.
Copyright: Project Syndicate, 2022.
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