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Wokeanda más nunca

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No sabremos si habrá Wakanda por siempre, después del desigual acabado de la secuela de Black Panther, aún más moralista, grave y políticamente correcta que la original, al punto de parecer un cruzado entre Marvel y DC Comics, por su cantidad de dislates creativos.

¿Es mejor que la primera? Por supuesto que no. ¿Supera la ausencia de su estrella fallecida, lamentablemente? Tampoco.

La película envejece rápido en la cabeza del crítico, y a tres días de verla, se antoja una de las experiencias fallidas de 2022, habida cuenta de su balance desfavorable, si tomamos en consideración problemas de dirección, de guion, de diseño de personajes, de CGI, de fotografía y de montaje de secuencias de acción.

Los mejores minutos del filme se reservan para su intro funerario, cuyo defecto es ser una versión extendida de lo visto en el tráiler, amén de una ceremonia de despedida que le rinde tributo a Chadwick Boseman.
 Ryan Coogler, el director, se emplea a fondo y saca las garras, concibiendo una escena coreográfica de danza y semblantes afligidos, a golpe de cámaras lentas y visiones étnicas del retrofuturo.
 Será la tumba del autor, paradójicamente, porque en adelante la computadora KEVIN de She Hulk impondrá sus códigos manidos, por encima de la creatividad del realizador, quien cumplirá un trámite más como mercenario de la compañía que como cineasta con identidad propia.

De pronto, la fuerza natural del creador volverá en ocasiones, cuando rescate a su talismán Michael B. Jordan en una secuencia onírica o cuando presente a la sucesora de Pantera Negra en un set piece emocionante, magistral, a pesar de su traje que es copia del de Gatúbela en Batman Returns. 
Pero por cada intervención negociada del talento del demiurgo, la maquinaria de Marvel desplegará su torrente de medios aclichetados y estereotipados de su imagen lavada de “los buenos salvajes”, en una muy discutible prolongación de los tropos y los conceptos del largometraje precedente, donde se cerraba el famoso dilema político de la nación africana en tiempos ahora de “Black Lives Matter”. 
Reciclando al Shakespeare de Macbeth y Hamlet, la primera confrontaba a dos escuelas del movimiento afroamericano por los derechos civiles: la del pacifismo de Martin Luther King y la de la violencia de Malcom X como método de lucha subversiva, para llegar al poder.

El filme era una representación espectacular de aquella dicotomía, de aquel choque dialéctico del marxismo cultural, decantándose por el progresismo de la salida diplomática, de la búsqueda de negociación y representación en las altas esferas de la ONU, concluyendo con un simbólico y debatible discurso que bajaba línea y que aplanaba cualquier ambigüedad en el subtexto.

Por igual, los segmentos más flojos de Wakanda Forever se cifran en una necesidad de arengar y orientar al personal, con una serie de frases hechas y de sentencias lapidarias, que parecen justificaciones demagógicas de nuestros grises líderes populistas del continente.
 Así que Namor se expresa en el idioma binario y resentido de un AMLO, de un Evo, de un Aquaman con bigotes de Maduro, que no logra superar su pasado colonial de conquista, como si Marvel reescribiera la narrativa maniquea y anticuada de Las venas abiertas de América Latina, sin las correcciones y las críticas que le formuló el mismo Galeano.

De modo que la cinta instrumenta e infantiliza la real carga de disrupción de la cultura maya y azteca, convirtiéndola en un cromo bajo el agua de Avatar, filmado por un imitador del peor Zack Snyder con un diseño “cringe” de personajes en un parque temático de cartón piedra. Hay una escena de entrada al océano, con musiquita de moda, que es un pastiche que no te crees. 
Un simulacro degradado del Museo de Antropología de México, portando audífonos con acceso a Spotify.

Me costó tomarme en serio el barroquismo chicano de “Namor”, desde su drama de amor y odio de telenovela, hasta su look de luchador libre que saquea la mitología griega de Mercurio y Hermes, volando con sus sandalias o talones con alas, pareciendo un hada madrina de la era woke de Disney, otro guiño condescendiente y kitsch a la cultura hispana.
Como si hiciese falta, la película se inventa una Atlántida de seres primitivos y de “salvajes” chic, que bien podrían desfilar con sus tocados y collares en una pasarela de Ruth Carther en Met Gala, siendo señalada instantáneamente por apropiacionismo y explotación por los inquisidores de Twitter.

De paso, las peleas con ellos se ruedan en una nocturnidad o en montajes paralelos, que distraen la atención y carecen de personalidad, emulando los disparates y desconciertos de Batman versus Superman. 
En el mismo sentido, la película tiene el hándicap de llover sobre mojado en su relato de origen, de la réplica femenina y girl power de “Pantera Negra”. Ahí la cinta se entierra en un prólogo predecible que nos enseña, otra vez, las destrezas técnicas y científicas que maneja la protagonista. Típica secuencia en un laboratorio virtual, que hemos visto miles.
 Luego, introducir a un nueva ficha del equipo, que también es una niña prodigio como del Ivy legue, que construye su propia armadura como “Iron Woman”. 
Por segunda instancia, se nos dirá que la venganza no es la solución, que frente al resentimiento de Namor, pues mejor reconciliarse con el amor y las raíces que comparten “los buenos salvajes”, para enfrentar juntos a los verdaderos malos que, desde el esquema Marvel, son todos blancos y corruptos del imperio.

Así que un filme de la mea culpa de Hollywood, de su doble pensamiento, que siente vergüenza por su privilegio y que nos educa con triviales lecciones de integración.
 Marvel sigue desenfocada después de Thanos. O muy aferrada a una fase y a unos productos caros, con filosofía mediana, de los que ya no se puede desprender.
 ¿Wakanda por siempre?

Ahogada en su círculo vicioso.

 

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