Si se lo mira por televisión, e incluso en vivo en el estadio, el boxeo es un show luminoso, coreográfico, espectacular. Si se lo mira, en cambio, desde un rincón del ring, agazapado junto a un balde con una esponja, botellas y metales helados para disolver los hematomas, se reduce a su más simple expresión: dos tipos dándose unas trompadas bárbaras.
Es un deporte plagado de ritos, el boxeo. El rito del entrenamiento, el rito de la concentración, el rito del pesaje. Este último recupera un elemento tribal, bíblico y de contacto con la naturaleza: se hace prácticamente en pelotas. Lo cual permite ver con claridad las chances de victoria de los pugilistas, a través de cuestiones de suma importancia tales como el estado físico, el estado anímico y el estado del slip.
Rodrigo “La Hiena” Barrios estrena calzoncillos Calvin Klein cada vez que asiste a un pesaje. Héctor Velázquez, que ostenta un récord de tenacidad implacable —de nueve peleas, lo noquearon en ocho—, usa en cambio los mismos slips a cuadros con elásticos viejos de todos los días. En los pesajes, cuando quiere posar para las fotos con los brazos en alto, cosa que rara vez le ocurre arriba de un ring, sube únicamente un brazo y el otro queda abajo, junto a la cintura, sujetándose los calzones.
Si se lo mira, en cambio, desde un rincón del ring, agazapado junto a un balde con una esponja, botellas y metales helados para disolver los hematomas, se reduce a su más simple expresión: dos tipos dándose unas trompadas bárbaras.
En el boxeo, para ingresar en cada categoría, se requiere meses de entrenamiento y a veces un poco de saliva. Si después de permanecer horas encerrado en un sauna perdiendo líquido, todavía falta bajar 100 o 200 gramos, lo más recomendable es conseguir chiclets y vasos, y mascar y escupir, mascar y escupir. Se cree que cada 60 mins, uno pierde 150 gramos, tonifica los músculos de las mandíbulas y, sobre todo, puede pasarse un día entero oliendo a mentol.
Todo sirve: años atrás, Juan Martín “Látigo” Coggi, ex campeón mundial, estaba excedido para su categoría. Su médico le pidió que se acercara y le dio un gancho a la vejiga. Luego le dijo: “Ahora andá al baño, pillá y subite a la balanza”. Y el campeón volvió con el peso justo.
Con las reformas al reglamento, el pesaje dejó de medirse el mismo día del combate y se fijó una antelación de 24 horas para que cada uno tuviera tiempo de recuperación. Una vez, un panameño llamado Pedro Alcazar volvió de un combate, se fue de shopping y al poco tiempo cayó muerto en la ducha del hotel. Para dar con el peso, el hombre había atravesado por padecimientos similares a los de un prisionero en Guantánamo. Y eso, concluyeron los médicos, habría precipitado su muerte. “Mirale los ojos al rival de la Hiena: los tiene hundidos por la deshidratación”, señala Walter Quintero, médico de Barrios, una de las tres personas que estarán en el rincón del ex campeón en el estadio de Unión de Santa Fe. También estará Claudio Moreno, su entrenador personal, líder —dicen— de la barrabrava de Tigre. El hombre que lo cuida de las tentaciones y de imprevistos de todo tipo. En un bar de Junín, para defender a la Hiena de una pandilla, Moreno quiso partir una botella en la mesa como en las películas, con tan mala suerte que se cayó al suelo, la botella no se rompió, y durante los siguientes minutos, estuvo a merced de la pandilla, especialmente de los tobillos para abajo.
Para dar con el peso, el hombre había atravesado por padecimientos similares a los de un prisionero en Guantánamo. Y eso, concluyeron los médicos, habría precipitado su muerte.
En el rincón también estaré yo, a cargo de transportar el balde y colocar el banquito para que Barrios se siente entre round y round. Una pavada, visto así, pero ni usted ni yo hemos tratado jamás de meter un banco entre las cuerdas a contrarreloj, evitando mover al camarógrafo que registra en vivo la pelea con un humor de los demonios. Y, para no sumar presiones innecesarias, intenta no mirar lo destrozado que llega el peleador. Aunque el destrozo en un boxeador es puramente visual. En el ring hay miedo, hay peligro, hay sangre y hay trampas, pero no hay dolor tal como uno se lo imagina. En una pelea, Sergio Víctor Palma, excampeón mundial, intercambiaba golpes cuando sintió que el ring giraba de tal modo que las luces le dieron en la cara. Después vio un puño cerrado que se iba abriendo dedo a dedo como una margarita. Recién entonces descubrió que lo habían tendido en la lona.
O ese combate de Coggi frente a Edder González. “Látigo” ganó en el séptimo por nocaut, pero necesitó ver la repetición por la tele para recordar qué había estado haciendo a lo largo de los tres rounds anteriores pues los había atravesado completamente dormido. El gran Floyd Patterson, batido en dos oportunidades por Sonny Liston, solía contar la sensación de paz que sobreviene con el K.O.: serenidad espiritual, completa distensión, un instante de luz donde el mundo se recompone y recupera su sentido.
A Juan Larena, que relata desde hace 14 años las veladas para la televisión, lo tentaron una vez para estar en el rincón de un colombiano y llevarle el banquito. Desde entonces recomienda vestir ropa descartable: “Nada que no puedas tirar, porque te vas a llenar de sangre y siempre te va a caer alguna escupida”. A Marcelo González, comentarista, también le ofrecieron transportar el banquito para un boxeador mexicano. “Pero al pobre me lo clavaron en el primer round. Quedó K.O. completo. Y yo con el banquito en la mano.”
En el rincón también estaré yo, a cargo de transportar el balde y colocar el banquito para que Barrios se siente entre round y round.
En mi caso, Barrios tiene buenas chances de ganarle a Diego “el Aguijón” Alzugaray, un boxeador correcto, peleando de local, pero con escaso impacto. Será el último combate de la Hiena antes de disputar el título mundial, que alguna vez obtuvo. Pero también tiene buenas chances de sangrar. Frente a Acelino “Popó” Freitas, donde por poco obtiene el título, se cortó la frente en el tercer round y en el cuarto empezó a tener hemorragias en la nariz. Para no quedar cegado, se limpiaba la sangre en la camisa del árbitro. En el rincón, llegó un momento en que no sabían si cubrirle las heridas con cicatrizantes o rezarle a la Virgen Desatanudos.
Hay algo en la química de un rincón en el boxeo que siempre es tema de polémica. Por lo pronto, tener a papá en la esquina no funciona. Floyd Mayweather tenía al suyo como técnico hasta que éste fue a prisión. Cuando regresó, Floyd le sacó el auto, la casa, y el puesto, claro. Shane Mosley acaba de despedir a su papá, y el campeón Erlk Morales anunció que pasaría a Morales padre a un segundo plano. Larena, el relator, tiene su teoría: “Es muy difícil hacer de padre y decir las cosas adecuadas arriba del ring y además lidiar con el entorno del boxeador”. Y González, el comentarista, tiene esta otra: “El vínculo potencia el aspecto morboso. Hay excepciones como Wilfredo Benítez o Uby Sacco. Sus padres estaban en el rincón y llegaron lejos. Pero fijate el caso de Jimmy García: tenía a su papá como técnico y murió en el ring por los golpes”.
La noche de la pelea, la Hiena recibe en el vestuario una visita tras otra, y se saca foto tras foto mientras intercala cumbias de su pack de 12 CDs —tiene otro pack con CDs de música electrónica para cuando se siente particularmente movedizo—. Pone un tema compuesto por él, “El conejo”, y otro de Damas Gratis en su honor. Llegan su esposa y su hija pequeña Yanina. Él le dice: “Piña” y Yanina choca los puños. Viene “Rocky” Giménez, la promesa del boxeo. Meses atrás, Rocky sufrió un accidente de moto. Se dañó la médula y un tendón. Desde entonces, tiene inmovilizado su brazo izquierdo y, si no se recupera, dentro de poco se quedará en la calle. “No siento nada —dice—. Un cosquilleo quizás”. Barrios no le dice “piña” a Rocky porque sería un chiste de mal gusto.
Yo voy quitándole los cordones de las botas, mientras veo desfilar las visitas y le espío la libreta profesional: Barrios tiene 44 peleas registradas, de las cuales ganó 40 y fue derrotado en dos. Respecto del combate contra Freitas, donde perdió por nocaut técnico en el l2° round, la Hiena anotó al margen: “Pero le di una paliza…”.
Quintero me cuenta las mañas del boxeo. Esas cosas que todo el mundo sabe, pero que nadie admite: pelo rapado en punta para raspar al otro, piñas que siguen de largo para emplear el codo y romperle la mandíbula, quitar el relleno del guante para que el golpe se convierta en bala de cañón. Barrios ensaya golpes en el espejo y eructa. “Puedo eructar todo lo que quieras. Escuchá”, eructa. Yo voy pasándole los cordones a los guantes. “¿Y éste otro?”, eructa.
Poco antes de salir, apaga la música, despide a todos y se pone serio. Boxear no es joda. Moreno le cuelga en la cabeza una bandera de Tigre, su barrio, y su hermano unas gafas de sol. Se pone el protector bucal. Su hija lo mira y se lleva a la boca un chupetín.
Yo voy quitándole los cordones de las botas, mientras veo desfilar las visitas y le espío la libreta profesional: Barrios tiene 44 peleas registradas, de las cuales ganó 40 y fue derrotado en dos. Respecto del combate contra Freitas, donde perdió por nocaut técnico en el l2° round, la Hiena anotó al margen: “Pero le di una paliza…”.
En el estadio ya terminaron las peleas preliminares, y pasan un video de los entrenamientos de Carlos Monzón. En Santa Fe, su provincia natal, tiene dos monumentos y un hijo no reconocido, Monzón Moyano, también peleador. Fue tantas veces preso que le quitaron la licencia de boxeador. Nadie cree que Monzón Moyano sea, de verdad, hijo de Monzón. “Como le decían todo el tiempo que era parecido —explican— empezó a llamarse Monzón”.
La Hiena avanza hasta el túnel como un superhéroe con la bandera flameando a sus espaldas. A Alzugaray, el peleador local, lo ovacionan. A Barrios no. El combate está pautado a diez rounds. Parece un trámite, pero uno nunca sabe.
De entrada, Alzugaray se planta y conecta buenas manos. Yo sondeo reacciones en el rincón. “No pasa nada”, dice Moreno. Como muevo al camarógrafo, coloco mal el banquito y retraso el descanso de Barrios, me explican en muy buenos términos que me concentre mejor en trasladar el balde del suelo al ring.
El segundo round es equilibrado. Las piñas estallan como si arrojaran colchones húmedos desde un quinto piso. Quintero le pasa una esponja helada por los hombros y veo cómo del cuerpo de la Hiena se desprende humo.
En los rounds siguientes, se impone Barrios. A veces, lo tantea con el puño izquierdo y recoge la derecha como si sostuviera un puñal. Cuando se las ve negras, nos sonríe. En el séptimo, Moreno dice: “Mirá cómo resopla el otro. Está cansado”. Alzugaray recibe más golpes y decide jugársela en el penúltimo round.
La Hiena sale a castigarlo, y una mano del santafecino le dobla las piernas y lo obliga a retroceder. “No pasa nada”, dice Moreno. No es gran cosa el golpe, pero la tribuna lo festeja tanto que parece lo mejor de la pelea. “Un corte”, anuncia Quintero y revuelve el botiquín. Moreno se pone un par de hisopos en la boca. Barrios está herido en el mismo lugar donde lo abrió Freitas pero se lo toma con tranquilidad.
Como muevo al camarógrafo, coloco mal el banquito y retraso el descanso de Barrios, me explican en muy buenos términos que me concentre mejor en trasladar el balde del suelo al ring.
En el último round, reparte golpes desde distintos ángulos a pesar de la sangre, y Alzugaray se retuerce como una lombriz.
Las tarjetas del jurado dan como ganador a la Hiena, por cuatro puntos. Se hace un silencio. Desde las tribunas llueven silbidos. Después, sillas. Después, encendedores.
Moreno me dice: “Agarrá el bolso y el balde, y andá para el vestuario”. Como ve que me quedo en el mismo lugar, agrega: “¡Salí rajando, boludo!” Corro por el pasillo porque soy cobarde. Pero me detengo a mitad de camino porque soy periodista: cobarde, es cierto, pero profesional.
Revolean sillas al jurado, a un réferi, que en realidad había arbitrado otra pelea, a la hija de la Hiena y a la suegra de la Hiena, algo que quizás no le importe en absoluto.
Moreno conecta un golpe a un espectador furioso y se quiebra los nudillos. A Larena, el relator, se le paran los pelos. Una mujer policía entra y vuelve con la frente cortada. Las sillas caen y se amontonan en pilas. El promotor escapa de una ráfaga de encendedores como si fuera la película Apocalypse Now.
Detrás de un cordón de seguridad y bajo techo, mientras veo cómo la gente se desparrama como en una estampida, llego a esta conclusión: “El problema con el boxeo no son los golpes. Ni la sangre. Ni el riesgo de muerte de los boxeadores. El problema es otro: es un deporte condenadamente contagioso”.
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