Por BÉLGICA RODRÍGUEZ
“En arte todo contenido debe determinar automáticamente su propia forma”, Arnold Schönberg; no creo que parezca extraño que comience este texto referido a la escultora Marisol Escobar (venezolana, francesa, norteamericana, quien se conoce y pasa a la historia del arte solo como Marisol), citando al reconocido y respetado compositor austriaco quien a principios del siglo XX modificó la tradicional manera de crear música, igual que Marisol a mediados de ese siglo traspone los cánones aceptados de trabajar la obra tridimensional con sus retratos-estructuras extrañamente tridimensionales, modificando e innovando las características que definieron el movimiento norteamericano conocido como Pop Art en los años sesenta. Sus enigmas y revelaciones corresponden a profundos laberintos sellados de una creación artística realizada sobre manifestaciones muy personales, protagonistas y sustento de su propia historia y obra. Una historia que determinó “automática y biográficamente” el contenido de su trabajo como artista escultora. Sabemos que en el fenómeno de la creación (música, literatura, teatro, artes plásticas), se percibe una buena parte autobiográfica sin evitar la presencia determinada de aquel “ego” que tiene al romanticismo como último refugio. Un “ego” ya trastornado por Pablo Picasso y su invención del Cubismo en las primeras décadas del siglo XX, y que reaparece a mediados de este siglo celebrando el retorno a la propia individualidad como tema y sujeto. Planteamiento que se asume bajo la premisa de que todo producto artístico comporta convenciones estructurales que requieren ser analizadas con conocimiento y sensibilidad, y en este sentido autobiográfico Marisol se aleja del núcleo conceptual de los artistas “pop”. Encuentra su dirección creadora en la ciudad de Nueva York, donde se radica desde los años cincuenta y por sus estrechas relaciones con los artistas que practicaban la tendencia y la obra que produce, es definida como artista del Pop Art, la moda de la época, no como tendencia subversiva sino como un reclamo a la estética bélica que le permite a Marisol proponer una estética ligada al glamour y el artificio del ser humano que integra y forma parte existencial de la sociedad en la que se vive, se sueña y se anhela impregnarse del famoso sueño americano (“The American Dream”).
Para la mayoría de estos artistas era necesario alejarse de una cultura occidental caracterizada por el terrorismo, las guerras y la represión como únicos elementos de la vida humanista, puesto que, parafraseando a Roman Rolland, “el mundo… se obstina en su propia ruina”. Aquí entran los aires renovadores de las originales formas escultóricas de Marisol, plenas de afectos y humor como posibilidad de rescate de valores humanistas y así recuperar el sentido universal de la vida. Hoy parece que la cultura de las guerras, de las crisis mundiales y regionales, de las pandemias, es la única estética del trabajo creador (tema importante para artistas, críticos de arte y curadores), mientras que la cultura humanista es la antiestética del ser humano. Debemos reconstruir la naturaleza como la buscó y encontró Paul Cézanne, y también liberarse de una estética sedentaria como lo solicitó Arnold Schoenberg, cada uno en su época.
Marisol nació en Venezuela en 1930 y fallece en Nueva York en 2016. Famosa a ratos, olvidada en otros, y mucho más olvidada desde su decisión de apartarse del Jet Set Newyorkino para refugiarse en su taller-hogar en la Gran Manzana y continuar investigando nuevas formas en la obra tridimensional hasta completar el voluminoso y gran trabajo que recientemente ha sido redescubierto por museos, críticos de arte y galerías. Aunque se le considera como uno de los personajes “más importante de la mítica escena artística de Nueva York de los años sesenta”, amiga y musa de Andy Warhol, quien en la historia del arte contemporáneo, y más específicamente en la tendencia del Pop Art, es más conocido y reconocido internacionalmente, aun siendo un artista de calibre inferior a la calidad plástica y creadora de Marisol, escultora que indiscutiblemente aporta nuevos apuntes formales a la historia del arte con una obra sencilla en apariencia: retratos pintados o también vaciados en bronce, sostenidos por estructuras tridimensionales de bloques de madera cortados en segmentos geométricos que provocan sensación de cuerpos humanos robotizados pero animados por la “decoración” apropiada para la ocasión a representar; retratos embriagados de rigidez propia para “torcerle el cuello a la elocuencia”, propuesto por Paul Verlaine en su poesía, frase que estaría perfectamente identificada con la mayoría de la obra de la escultora, por ejemplo The Party (La fiesta), un conjunto de figuras femeninas y masculinas de tamaño natural y en diferentes poses e impecablemente ataviados para la ocasión que parecen moverse una alrededor de la otra. Una época de oro fue la década de los sesenta, brillando en los escenarios del arte y de la vida mundana de New York. Al final de esa década desaparece, se hace legendaria su belleza física y su carácter introvertido, de rostro inexpresivo y pocas palabras, comunicándose prácticamente con monosílabos. Estuve varias veces en su taller de Nueva York: inmenso loft lleno de tallas de maderas, otras moldeadas en yeso, algunas esculturas en proceso, de objetos encontrados, así como de los materiales que necesitaba y de muchas otras herramientas necesarias para trabajar los inmensos bloques de madera o el yeso y el metal. Pienso que, curiosamente y a pesar de su timidez, le placía mostrar ese taller, sentí en varios momentos que con sensibilidad y sencillez de creadora, gustaba recorrer con complacencia y orgullo aquella vastedad del lugar donde estaba su “obra”. En una de esas visitas, a principio de este siglo XXI, con un pequeño grupo de amigas admiradoras, le oí comentar cierto malestar por no haber sido tomada en cuenta para una gran exposición retrospectiva de su obra realizada posterior a los años sesenta, aun cuando en 1960 expone allí pero en una colectiva acompañada por los grandes Marcel Duchamp y Pablo Picasso, no fue suficiente, Marisol tenía razón. En espera de la muestra retrospectiva en el MoMA, y en muy pocas palabras, casi en susurro, no entendía por qué no se realizaba; en esta espera, y en sus últimos años, fue reacia a exponer en otros museos o en galerías privadas, sin embargo su trabajo pudo apreciarse en las exposiciones de museos depositarios de sus propias colecciones de la obra de la escultora. Tal vez la prensa artística no le perdonó la faceta de “socialité” frecuentemente reseñada en revistas de la cultura “frívola” como Vogue, con un look existencialista que embellecía su figura y su esbelto cuerpo, pero de rostro prácticamente inexpresivo y palabras en susurros, en los años sesenta tuvo el privilegio de ser invitada a exponer en importantes galerías de New York como la legendaria “Leo Castelli”.
Los retratos de Marisol
Ver y admirar la obra de Marisol en conjunto es una experiencia estética que nos confronta con un canon de belleza particular, partiendo de la premisa de que todo ente activo y viviente tiene algo de “bello” como parte de su estructura conceptual y estética. Pero definitivamente el concepto de lo “bello” no puede ser aceptado como un atributo lógico de lo que arbitrariamente así lo consideremos de acuerdo al gusto, sensibilidad, insensibilidad o mediocridad de la época en la cual nos situemos, en consecuencia inmediatamente surge la pregunta: ¿bello en relación con qué? En el caso de los retratos escultóricos de Marisol son bellos en relación con ellos mismos y a la artista que los ha creado. La suya es una obra que invita a la caricia siguiendo un especial ordenamiento humano del mundo visible. Estos retratos dibujados y coloreados forman parte de un cuerpo que a veces parece no pertenecerles. Como en los retratos de El Fayum, los rostros de Marisol se adosan a los cuerpos para reconocerlos, para deificarlos: un “Picasso” angustiado y fragmentado nos abre desmesuradamente los ojos, en “Mi mamá y yo” estamos plácidamente disfrutando una tarde en el parque. Hieráticos, realistas, dibujados y pintados sobre un macizo bloque de madera, recostados sobre un viejo objeto cualquiera, sobre un mueble desvencijado, tallados en madera o yeso, son los rostros seleccionados con la intención precisa de atestiguar el valor y la importancia de personajes anclados en su tiempo y espacio, así como al ensamblaje que los contienen y apoya; rostros congelados en su pasado, fijos, que miran o desafían directamente al espectador. En estas obras Marisol no celebra lo banal ni lo efímero, exalta el impulso decorativo inherente a toda gran manifestación de arte, presentándolas igual que narrativas de un pasado paradójico, simultáneamente realista y simbólico.
La suya pareciera ser una obra sin problemas que, al expresar su propia plenitud, se diferencia del modelo real que la origina, aunque los títulos ofrecen pistas para reconocerlos. Con extraordinaria claridad Marisol formula y presenta un alfabeto visual de formas que muestran la naturaleza física de la imagen, así, ella va más allá de los encasillamientos de “ismos” para proyectarse con un repertorio plástico a partir de un sistema de signos que se mueven en una doble realidad en donde no tiene cabida la anécdota, como sucede en los artistas del Pop Art. La aparente sencillez de la obra de Marisol remite a las complejidades de la propuesta de la imagen o imágenes, como escenarios, como territorios abiertos al juego y al misterio. Ella se explica por medio de un lenguaje múltiple, a la vez objetivo (propio del realismo) y subjetivo (propio del simbolismo), conformado por el humor, la ironía, la ternura, el dolor y el miedo, el amor y muchos otros sentimientos reales y abstractos que el ser humano experimenta. Ellas son obras que invitan al encuentro con lo amado, al ser “yo” porque simplemente lo deseo. Su belleza radica en las libertades formales y conceptuales que se permite el talento y la sensibilidad de una artista que no hace concesiones.
La obra, figurativa y constructivista
Artista profundamente figurativa en concepto y forma, una de las propuestas en la obra de Marisol se sitúa en la exploración bidimensional del dibujo y la pintura sobre el soporte tridimensional que le sirve de estructura formal a cada pieza, que al final, solas o en conjunto, forman un todo escultórico geométrico que se sitúa como una instalación en el espacio. Es la concepción espacial de la artista la que se manifiesta. Es la exploración de la realidad a través de las tramas mágicas de las formas. La técnica mixta que utiliza demuestra el poder de convicción artística y la fuerza obsesiva de creación con arquitecturas escultórica de lo posible y lo imposible. La magia y la fantasía se confabulan para dar paso a una gran inventora de formas. La vida trashumante, su experiencia visual y vivencial por diversos paisajes, interesada en la historia del arte, en los personajes de la política y el mundo social y el fértil medio intelectual y artístico en el que se desenvuelve en esos años cincuenta, sesenta y prácticamente los setenta, le proveen los temas que, con ironía y humor, pero con respeto, transforma en esculturas concebidas fuera de la “normalidad” tradicional de la obra volumétrica.
Marisol no trató de subvertir el orden tridimensional de la escultura, pero sí propone, y logra, un cambio radical en la transfiguración del volumen. Es figurativa en la transcripción bidimensional de las características del o de los personajes que le interesa “retratar”, pero es abstracto-geométrica en la arquitectura volumétrica de los cuerpos, relación planteada con tal maestría que hace imposible la disociación de ambas modalidades. Cuerpos tallados con una concepción formal constructivista mientras que para los rostros y accesorios identificadores de la figura femenina o masculina recurre al dibujo y la pintura, otras veces talla algunas de sus partes para completar y definir la obra hacia un relieve. A medida que avanza su desarrollo creador y su historia personal con el pasado y el presente frente a ella, una suerte de narcisismo, subliminal a veces, real otras, le hace más necesario recurrir a su propio rostro (…pero no tengo otro modelo…). Temas figurativos que sin banalizar su origen, como lo haría Warhol con sus personajes “holliwodenses” o el horror arrebatado de los accidentes automovilísticos o Roy Lichtenstein o Claes Oldenburg, bien con las hamburguesas o los objetos de línea blanca para hacer más confortable la vida doméstica, o también los famosos comics de súper héroes, no se interesó por el tremendismo de los temas de los militantes del Pop Art. Con su propio rostro y el de muchos otros personajes apuntaba hacia la materialización documental de una realidad del lenguaje simbólico referencial de lo humano y no de una sociedad inundada por la necesidad del consumismo que se le ofrece: a conocerse como la “cultura de masas”. Necesidades de una sociedad que vivía y disfrutaba su “belle époque”, en el caso de Marisol adornada por la claridad de la luz y el color en arte en el arte y el ser.
En las propuestas de Marisol priva la creación de grupos de personajes instalados como paisajes humanos, tanto en representaciones naturalistas como complejas composiciones cuya disposición interior y espacial, demanda una respuesta emocional del espectador: es el yo el que se manifiesta. Se habla de la “crítica social” en la obra de Marisol, pero hundiendo en el análisis de temas y la manera formal comotrata sus temas y los recrea, disponiendo de sus perfecciones e imperfecciones físicas y emocionales, se convierten en retratos psicológicos que muestran el universo inverso y reverso del personaje. Evidenciando su sólida formación académica, intelectual y mundana, que le antecede, muestra lo que los estudiosos y especialistas definen como el “orden oculto del arte”, apartando cualquier consideración de crítica social. Marisol se aleja de la escultura abierta y el respeto al material. Decide arbitrariamente pintar sobre la madera o el yeso, tal vez por ello, y por el carácter monolítico su obra, despierta interrogantes reminiscentes del arte precolombino, de su cultura ancestral, más que eso, Marisol fue una artista creadora de su tiempo.
Para finalizar recurro a Claude Dubussy: “No escuchéis el consejo de nadie, sino el del viento que pasa y nos cuenta la historia del mundo”, esa historia del mundo la escuchó Marisol en su aislamiento; como decisión personal y espiritual se interrogó a sí misma y a los vientos que subrepticiamente circulaban en el taller junto a sus silencios y pausador espirar, vientos del rumor, de sonidos lejanos, producidos por las herramientas de trabajo y los personajes como temas que alimentan su pensamiento.
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