Ya me había preguntado yo sobre si somos o no somos históricamente responsables y había advertido que los hombres fuertes del poder suelen, benevolentes, esperar el juicio de la historia con confianza, y al extremo de afirmar que, ante las acusaciones, denuncias y juicios condenatorios de sus acciones y conductas, responden presuntuosos: “La historia me absolverá…”.
Así, pues, no nos sorprenderá que los liderazgos telúricos, intensos y cataclísmicos se ubiquen más allá del cuestionamiento u opten por menospreciar los denuestos que de ellos se formulan, argumentando, por consiguiente, que un bien mayor justifica sus gobiernos. Cipriano Castro se permitió una frase (recogida en un discurso a la nación), la cual fue sumamente reveladora: “¡El aniquilamiento del fiero caudillaje es el mejor presente que pueda ofrecerle patriota alguno a su país, sujeto al pasado yugo de su maldecida dominación! Con esta ejecutoria es que quiero presentarme ante el tribunal de la historia y esperar con ánimo tranquilo el fallo de la justicia” (Castro, 1971).
El maestro de maestros, el ciudadano Luis Castro Leiva, en un trabajo intitulado Sobre la absolución de la historia, trae una cita y recordatorio pertinente para comprender y, así, evoca y repite textualmente a Fidel Castro: “Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.
Se sienten inmortales, eminentes, y viene a mi memoria una frase atribuida a varios pero extraordinaria, sin duda. “Ha muerto un inmortal”. Claro que los hombres antorcha de las ideologías reciben ese deferentísimo trato y, así, Ignacio Ramonet ante la muerte de Fidel se permite: “Fidel ha muerto, pero es inmortal; pocos hombres conocieron la gloria de entrar vivos en la leyenda y en la historia…”. Se aventuran a poner en la balanza de sus ejecutorias, bondades y defectos, huellas de su vigencia, resultas de su desempeño, y llegan a creer que es positiva su pasantía. Es más compleja la cosa, me temo.
La posteridad termina siendo, en ocasiones, una aspiración frívola, ligera. Es la pretensión de que no hay final ni muerte verdadera. Piensan que llevar sus nombres a las esquinas, avenidas, colegios compensa sus vanidades insatisfechas porque solo los dioses son inmortales y ellos que se sienten tales, no lo son.
Algunos adquieren de sus conciudadanos, aunque nunca la unanimidad los respalda, un trato merecedor y aprobatorio, pero las revoluciones, en particular, requieren para justificar su cosmos la trascendencia, y no precisamente por la amargura, la decepción y la frustración que dejaron como legado.
La denominada revolución bolivariana, que lo tuvo todo para lograr su cometido de cambiar el mundo, ha venido probando su insignificancia, su fracaso, su talante mediocre. Es una mezcla de caudillismo, militarismo, demagogia y populismo, pero, especialmente, es un compulsivo y recurrente ejercicio de irresponsabilidad. El difunto, Maduro y Diosdado, y los adláteres resentidos y concupiscentes los hermanos Rodríguez, aunado a esbirros y verdugos, prevalecen, sin mediar nunca, el más elemental intento de responder por sus actos. La destrucción del país, sus instituciones, su economía y su gente no los incomoda, para nada.
Pero deben y rendirán cuentas. Aunque crean en su impunidad como inmanencia, serán alcanzados más tarde o pareciera ya, más temprano, por el reclamo de un pueblo y sus instituciones a las que han vejado, violado, humillado, ultimado, torturado, defenestrado a placer. No les alcanzará la presunción de que la soberanía conculcada y mediatizada por ellos y sus socios extranjeros, los cubanos, pero también los rusos, chinos, iraníes, turcos, y quién sabe cuáles más, será el escudo que resista el ariete de la justicia. Algo muy superior se gesta en el alma de esta patria venezolana. Observo en el corazón de la patria un juicio en curso y no dudo de su sentencia final.
Entretanto, pienso, entre otros, en ese capitán de la Armada, Rafael Acosta Arévalo. Imputado, sin acatar ningunas de las garantías constitucionales, malignos, perversos, diabólicos, mórbidos lo desarticularon y abollaron hasta morir, y pienso en sus compañeros de armas, hieráticos e inconmovibles. Solo por eso pasarán a la historia y no serán, claro que no, absueltos.
Vuelvo a mis clases de la Universidad Central de Venezuela, que se cae a pedazos su planta física y en la UDO, la ULA, LUZ, la USB, y mientras empiezo mi conversatorio a menudo a media luz, sin baños, sin ninguna seguridad de que todos vendrán porque no hay transporte y hay hambre por doquier, me pregunto ¿hasta dónde puede esto llegar?, ¿hasta dónde puede durar? Y en la consulta espiritual que me formulo, concluyo que no puede ser mucho.
¡Perdona, Señor, a tu pueblo! ¡Bendícelo, Señor!
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