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Cartas al Javier Valdez: un abrazo intenso del amigo al periodista asesinado por el narcotráfico

El periodista mexicano Javier Valdez, símbolo de incorruptibilidad y uno de los más destacados fustigadores del Poder en general y de las maniobras del narcotráfico, especialmente en el tristemente famoso estado de Sinaloa, fue asesinado en mayo de 2017. Aquí publicamos una serie de sobrecogedoras cartas que le escribió su gran amigo y colega, Alejandro Almazán, a lo largo de dos años después de su muerte
Por Relatto
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Por un segundo, a la altura de la sexta carta que le había escrito al Javier Valdez, se me ocurrió apagar la computadora y, de ahí para adelante, escribirle a mano porque dicen que a mano se escuchan más limpias las palabras, sin capas, más íntimas y cariñosas como suelen escribirse las cartas. Pero como me he vuelto muy inseguro con mi escritura, descarté la idea y regresé al teclado. “Esto no es una carta, sino mis brazos a tu alrededor durante un breve momento”, le anotó la escritora Katherine Mansfield a un amigo suyo. Y eso intentan ser estas cartas que, esporádicamente, escribí a lo largo de dos años: un abrazo intenso con el Javier.

Con permiso de la familia Valdez Triana, a quien les entregué las cartas, publico nueve de ellas.***

Querido Javier:

Perdóname por no haberte escrito desde el día aquel, cuando redacté una breve carta para avisarte que te habían matado. Intenté escribirte horas después de asistir a tu funeral, cuando entré al Guayabo para recordarnos borrachos y jubilosos, pero también para abrazar al pinche Zurdo, ese mesero lépero que tanto te echa de menos. Probé escribirte durante el vuelo de regreso a casa, en el taxi, el jueves cuando desperté, el viernes que pasé frente al televisor y luego el sábado, a mitad de unos mezcales. Me lo propuse a la hora del desayuno, de la comida y a la hora de la hierba. No pude, carnal. Alejo, el aprensivo de mis personalidades, me convenció con sus lloriqueos que evadir tu asesinato era el camino más conveniente para atemperar la pena y reanudar la vida que ya no lo es tanto desde que nos faltas. Digamos que no pude escribirte porque me faltó el valor para apretar contra mi corazón las fotos que te tomaron tendido a media calle y aceptar que te habían matado. Alejo y yo, en cambio, acordamos que tu ausencia se debía a la magia. Diríamos que te habían crecido alas y te habías ido volando como un cometa hasta encontrarte con los detectives salvajes.

Mastiqué la idea de no escribirte hasta el día en que fuese inevitable y ese día, chingada madre, ha llegado: Griselda, esa mitad de ti a la que quiero tanto, me llamó la otra tarde para invitarme al homenaje que te organiza el Comité para la Protección de los Periodistas, homenaje que será dentro de unas semanas en Casa Lamm. Y como a la Gris nunca voy a negarle nada, aquí estoy frente a la página en blanco de la computadora, con el cursor parpadeando y alma bien agüitada, afrontando lo sucedido: te mataron, bato, te mataron.

Justo hace un mes en Culiacán, el medio día del 15 de mayo, tres pendejos te bajaron del auto y te mataron de doce balazos. Desde entonces me duele que no estés aquí para abrazarnos o para decirnos lo que no nos hemos dicho durante todos estos días. Me han hecho falta tus consejos de hermano mayor y me ha hecho falta escuchar tu voz lavada por el güisqui. He echado de menos los chistes desvergonzados que contabas como si tú los hubieras inventado. El otro día que anduve en Culiacán, extrañé no ir contigo a los tacos de carne asada, allá a la vuelta del periódico El Debate; hubieras soltado tus contagiosas carcajadas que reptaban por el cuerpo de las personas y que se iban con ellas. Hasta verte emberrinchado he echado de menos. Acuérdate de aquel día cuando nos invitaron a Puebla y olvidaste tu mochila en la casa de la cultura donde habíamos ofrecido la rueda de prensa. Como era viernes por la tarde, llamamos a todo el personal del ayuntamiento para que alguien se compadeciera y nos abriera el lugar, cosa que sucedió casi a media noche. Estabas tan encabronado por haber perdido tu vuelo que, cuando mandaste todo a la verga, se me figuró que eso, la verga, sí era algo que quedaba bien pinche lejos.

Pero yo te estaba diciendo que me hacen falta esos abrazos grandes que nos dábamos y extraño decirte cuánto te quiero. Recuerdo la primera vez que te dije Te quiero. Te me quedaste viendo como si te hubiera insinuado ir a robar un banco, por no decir que pelaste los ojos como si te hubiera pedido un beso. Pinche Javier. Después entendiste que a la gente con la que se encariña uno hay que recordarle cuánto la queremos para que nunca queden esos adeudos. Te quiero, carnal. Y te extraño.

Viernes 23 de junio de 2017. Ciudad de México

***

Javier Valdez

Javier y Griselda Triana.

Si un día me preguntan quién fue el Javier Valdez, diré que eras una suerte de máquina de relatos, en donde víctimas y verdugos interpretaban el despiadado performance que tiene a México en vilo. Diré que trabajaste tu prosa y tu voz a punta de lecturas, chingazos y de infortunios humanos. Y, si es posible, diré que tus libros y tus crónicas son como esas llamadas a media noche que nos espantan el sueño.

También hablaré de tu pasión por el riesgo, del perro callejero que eras y que vagaba por el pavimento caliente de una ciudad que piropeabas. Eso sí: anotaré que Culiacán ya no era una patria para ti, sino una tierra hostil que te desabrigó cuando más la necesitaste. Diré que eras un bato de oído atento, mal hablado y bien desmadroso, y voy a pedir que destaquen con marcatextos amarillo la parte donde recordaré cuando te conté mi malaventura matrimonial con P y tú me abrazaste con querencia en La Lomita para que no me cayera.

Diré que una de tus mejores cualidades fue la cautela y que, por eso mismo, te nombré mi primer Narco Polo. Contigo como guía, Culiacán era la que se cagaba de miedo de nosotros. La única regla era obedecerte. Lamento la tarde aquella, cuando te pedí que me acompañaras al estacionamiento en donde asesinaron a uno de los hijos del Chapo Guzmán: unos colegas me habían contratado como su fixer y yo busqué impresionarlos llevándote para que nos ayudaras con tu olfato de sabueso. No se bajen, les avisaste, pero fue en lo primero en lo que te contravinieron esos cabrones: se bajaron de la camioneta con aires de Harry «el sucio» y más tardaron en encender la cámara que en lo que se nos aparecieron dos hombres empistolados que, por lo que nos habías contado camino al estacionamiento, eran de los sicarios que cuidan día y noche el cenotafio de Édgar Guzmán. Y cuidar el cenotafio de ese plebe significa cambiar las rosas cada mañana y desfundar las pistolas cuando la gente intenta grabar o tomarle fotos. No recuerdo qué fue lo que nos salvó. Bueno, sí lo sé, pero no debo revelarlo: arriesgaría a la persona que hizo la llamada milagrosa. Me acuerdo, eso sí, que de regreso al hotel de los batos ibas hecho una fiera. Pensé que ibas a mentarme la madre o que nos maldecirías pero no nos dijiste nada. Fue hasta que nos sentamos en el lobby que tomaste aire y, sin sobresaltos, nos dijiste, palabras más palabras menos: Si ustedes quieren morirse, no hay pedo, ni modo que se los impida, pero si quieren que los ayude, entonces no chinguen la madre y háganme caso, cabrones, aquí no es Hollywood.

Dos meses después, te sigues preguntando si fue o no una buena decisión haberte entrevistado con el diablo.

Si un día me preguntan por ti, diré que tenías mala circulación, que padecías sinusitis y gastroenteritis, que algún tiempo tomaste antidepresivos y que, durante dos años, acudiste cada semana a terapia para sobrevivir a tanto dolor que te depositaron las viudas y los huérfanos que ha dejado el narco. A veces pienso que, además de mariscos y de carnitas, estabas relleno de las desazones de la gente. Sé que no tienes bronca de que hablemos de tus padecimientos médicos y emocionales. La mayoría de los colegas que cubren violencia sufren estrés postraumático, colon irritable, insomnio, paranoia, ataques de pánico, beben como vikingos o se embuchan Rivotril como si fueran cacahuates. Hace poco conocí a alguien que cree que los drones lo vigilan y ese alguien me presentó a otro alguien al que un gobernador le mandó a quemar la casa. Además de la Gris y de tus hijos, la Tania y el Frank, conozco a otros familiares de compas asesinados y me constan las depresiones con las que lidian. ¿Yo? De mí contaré, sólo a manera de introducción, que mi terapeuta cree que el haber visto a los ojos de la violencia me arrebató la poca inteligencia emocional que me sobraba, contaré que tomo paroxetina para la depresión, que fumo hierba para la ansiedad y otros males, que he soñado con mi asesinato y que lo único que me falta es escuchar voces.

Pero como esta carta es sobre ti y no sobre mi narcisismo, te estaba diciendo que si alguien me pregunta por ti le contaré que te vi llorar por el prójimo y que nunca lucraste con el dolor ajeno. Diré que escribías fuerte y sin condón, a sabiendas de que tu vida se complicaría. Y diré que en ferias de libros, en conferencias, en entrevistas, en premiaciones, en encuentros de periodistas, en universidades y en todo aquel lugar al que llevaste tu palabra, combatiste con tenacidad al narcoestado nuestro de cada día. Tú le pusiste nombre y apellido al crimen y a la corrupción, y cuestionaste a la sociedad por su deslumbramiento ante los asesinos.

Diré que, como lobo que eras, rondaste por los vecindarios de la delincuencia y caminaste por los caminos que caminaron las madres y las esposas de los muertos y de los desaparecidos, mujeres a las que bautizaste como Las Rastreadoras, con quienes subiste hasta la punta del Cerro Cochi para encontrar fosas clandestinas. Con Las Rastreadoras, estoy seguro, construiste las convicciones que te sostuvieron en el periodismo.

Sé que todos sabíamos que eras un valiente y creo que tú sabías que todos lo sabíamos.

Domingo 25 de junio. Guadalajara

***

Javier Valdez

Javier recibe en casa su libro Con una granada en la boca: 2013.

Carnal,

Como no hay hilo que anude nuestras conversaciones, cavilo sobre la posibilidad de que platiquemos según la regla mnemotécnica. Es decir: supongamos que la imagen que se me viniera ahora a la mente fuera, por ejemplo, cuando escribías en tu escritorio de Ríodoce. Entonces no sólo podríamos hablar de esos libros y esos papeles que amontonabas por todos lados, también hablaríamos de tu manera de escribir. Me acuerdo de cómo te sudaban las sienes mientras apaleabas el teclado. Yo digo que sudabas la nota porque en Culiacán, qué te cuento a ti, toda la vida está en juego en una palabra mal usada. Transpirabas periodismo y te arriesgaste hasta el día en que te quemaste. Yo te oí preguntar lo que nadie osaba a preguntar y te leí lo que al resto nos daba culo escribir. Porque también con el culo se escribe, me dijiste.

Pero yo te estaba diciendo que en tus textos las emociones son importantes, que en tu escritura leo frases duras y contundentes, cortas y arrebatadas (como si fueras corriendo bien encabronado). Leo tu frustración ante una sociedad seducida por los excesos del crimen y por las narcoseries de las que yo he participado. Leo tu macabro humor negro y también leo a un loco que sueña que un día se acabará el horror, un loco que llora junto a las víctimas y que escribe esas historias para que a nadie se nos olvide que la temporada de muertos en México todavía no se acaba. Algunos de tus libros, como el de Levantones, son boletos en primera fila para presenciar la fosa clandestina adonde nos han aventado, una fosa que, desde hace tres, cuatro décadas, ha cavado el Estado mexicano y que, nunca sobra decirlo, es el verdadero cártel.

En un oficio tan machista, tan competitivo, tan exitista y tan frívolo, donde hay quienes queremos cubrirnos de honor, ganar plata, presumir nuestra historia, victimizarnos o tener miles de seguidores en las redes porque el neoliberalismo y el mandato masculino lo obligan; en este mundillo pueril donde hay quienes nos creemos más famosos que la noticia del siglo; en este oficio donde el pago a periodistas y la ignorancia se mueven más rápido que la información, tú y el Ismael Bojórquez y el Alejandro Sicairos y el Cayetano Osuna hicieron lo impensable: fundaron un semanario en la última estación del infierno e hicieron periodismo. Periodismo del honesto, del que denuncia incluso a sus anunciantes, del que no cree en la autoindulgencia, ni en los aplausos, ni en los sobornos, ni siquiera en las bravuconadas. Periodismo del que desafía a los malos a sabiendas de que los malos son dueños de nuestras ciudades. Estamos bien pinches orates, me dijiste cuando te pregunté por qué hacían periodismo en Culiacán, en la mera cueva del lobo.

Digamos que no pude escribirte porque me faltó el valor para apretar contra mi corazón las fotos que te tomaron tendido a media calle y aceptar que te habían matado.

¿Premios?, ¿reconocimientos? Te llegaron solos. No tuviste la necesidad de pavonear tus triunfos en Twitter. No hiciste lobby ni tendiste una red de relaciones públicas para autopromocionar tus libros. A ti te aplaudimos, simple y llanamente, por tu trabajo, porque le pusiste nombre y apellido al crimen y a la corrupción. Porque reporteaste, escribiste y rolaste la Malayerba, ese libro donde los relatos son minuciosos, artesanales e intentas darle orden al caos sinaloense. Recuerdo tu cara y la del Ismael cuando asistieron a la Universidad de Columbia para recibir el María Moors Cabot de 2011: eran las caras de dos buenas personas meándose de alegría.

Martes 4 de julio de 2017. Ciudad de México

***

Javier Valdez

Javier durante una visita a CDMX.

Recapitulemos, carnal:

A mediados de febrero de 2017, a través de un tercero, te busca Dámaso López, el antagonista de Iván y de Alfredo Guzmán, dos de los hijos del Chapo Guzmán y que, al igual que su padre, están bien apalabrados con empresarios, policías, militares y con la clase política mexicana. Dámaso quiere salir de la clandestinidad para ofrecer su versión sobre una emboscada que —según acusan Iván y Alfredo en una carta que le enviaron hace días a un periodista facho— fue orquestada por Dámaso para asesinar al Mayo Zambada y a los Guzmán. Intercambias mensajes de texto con Dámaso. Te dice que son puras mentiras lo que andan platicando los hijos, que son ellos y su tío, un tal Aureliano, los que le están jalando los güevos al tigre; que con sus compadres el Chapo y el Mayo, él, Dámaso, está al cien, pero con Iván y Alfredo está en números rojos.

El señor Zambada es pacifista y ha luchado para que esto se solucione, te dice Dámaso, pero los muchachos y su tío, el Guano, no lo obedecen y se sienten que son más que Zambada, y no respetan la decisión del señor Joaquín Guzmán Loera, de mantener los negocios como estaban, cada quien en sus regiones, y de tener comunicación y coordinación. Redactas la entrevista y dejas el texto en manos del Ismael Bojórquez, el editor. No disparé a los Guzmán y soy amigo del Mayo Zambada. Responde Dámaso a la carta de los Chapitos, se lee en la cabeza de la edición del 19 de febrero de 2017. El Ismael y tú se empujan unos tragos con los que adormecen el miedo.

A la mañana siguiente, el sábado 18, muy temprano, gente de los Guzmán llama para que detengan la edición. No se puede, loco, ya está en la imprenta. Les ofrecen comprar todo el tiraje. Tampoco se puede, loco: tenemos que entregar los periódicos a nuestros distribuidores. Ese mismo sábado, pero por la tarde, estás echándote unos güisquis en el Guayabo cuando llegan unos enviados de los Guzmán, o al menos así se presentan. Te piden que “de favor” salgas, que nomás quieren hablar. Te preguntan cómo le pueden hacer para que no se venda el periódico pero tú les reiteras lo que ya les respondieron por teléfono: que no hay bronca si compran hasta el último ejemplar, pero el periódico debe distribuirse. Regresas al Guayabo con el culo en la mano. Mejor te vas.

Eso sí: anotaré que Culiacán ya no era una patria para ti, sino una tierra hostil que te desabrigó cuando más la necesitaste.

El domingo, antes de las 10 de la mañana, toda la edición ha sido requisada por jóvenes que cubren sus cabezas con gorras bordadas con el 701, el número forbesiano que le correspondió al Chapo en la era del narcoestado y del neoliberalismo. La confiscación del periódico viene acompañada de algunas habladurías. La más fuerte es que los Guzmán creen que has tomado partido. Eso no te asusta, sino el levantón y asesinato del personaje que había servido de puente entre tú y Dámaso. Imagino que debes pensar que todo lo que haces lo estás haciendo por última vez.

Masticas la idea de irte de Culiacán, mas irte significa dejar de ver a gente que no quieres dejar de ver. El CPJ te da opciones, ninguna te tienta porque no puedes llevarte a toda tu familia. La guerra Dámaso-Chapitos, mientras tanto, tiene a Sinaloa en vilo. En La Jornada, donde trabajas como corresponsal, te proponen moverte a Yucatán. Desidia tuya y desidia de los directivos compran un boleto hacia ninguna parte. Dos meses después, te sigues preguntando si fue o no una buena decisión haberte entrevistado con el diablo.

El 2 de mayo, en Ciudad de México, arrestan a Dámaso y los esfínteres se te aflojan. Pero bien dicen los Tigres del Norte que la confianza es la falla del valiente y trece días después, a una calle de Ríodoce, te asesinan de doce balazos y entonces el tiempo se detiene a mediodía.

Sábado 8 de julio de 2017. Ciudad de México

***

Carlos Lauría, entonces coordinador sénior del programa de las Américas del CPJ, y Griselda Triana durante la entrega del premio CPJ, en 2011. Nueva York.

Bato:

Ayer por la tarde te homenajeó el CPJ en Casa Lamm, en el mero ombligo de la colonia Roma. Las cinco horas fueron catárticas: te leímos, te lloramos, nos agüitamos, bebimos, nos acordamos de que nos faltabas y nos volvimos a agüitar.

La Gris habló crudo y describió tu muerte al estilo Sinaloa: A pleno día, en la calle, y con doce balazos, y le reprochó al gobierno mexicano su poco interés por resolver tu asesinato. La Gris te extraña, bato. En sus ojos, no te voy a mentir, veo que el corazón y la vida se le achicaron, mas sigue caminando porque la Gris es más fuerte que todas las penas juntas. El día de mañana, lo sé, la Gris y la Tania y el Frank seguirán su vida porque su lucha eres tú. Pero como no estamos hablando del mañana sino del ayer, te cuento que estaban el Juan Veledíaz, la Anabel Hernández, el John Gibler y la Marcela Turati. Yo creo que a Javier lo mató el olvido en el que los medios tienen a sus corresponsales, dijo la Marcela, implacable, y no faltaron los asistentes a quienes les incomodó la indirecta.

Hubieras escuchado con cuánto sentimiento te recordó la señora Mirna Medina. Qué desolada es su historia: le desaparecieron a su hijo Roberto en El Fuerte, y lleva tres años buscándolo. Si a mí me hubiera pasado, carnal, ya estaría en un manicomio. Pero como no tengo hijos ni novia ni madre, te sigo platicando que Mirna nos contó que tú hiciste visible el caso de Roberto, que fuiste tú el primero en hablar con las mujeres de El Fuerte que buscan a sus desaparecidos y que las acompañaste a la sierra para hallar tesoros, como llama Mirna a los restos humanos que encuentran en fosas clandestinas. Nos platicó que fuiste tú quien le colgó el sobrenombre de «La Rastreadora» y que ella lo porta con orgullo adonde va y adonde lleva tu palabra. Nos contó que te telefoneaba a cualquier hora para llorar y dijo que siempre pensó que a ella la iban a matar primero que ti. “Cuídate, cabrona”, nos dijo Mirna que le advertías. Nos platicó, también, que se ha resignado a que su hijo está muerto pero quiere hallarlo y llorarle y velarlo para despedirse como se despide uno de sus muertos.

A Mirna me le acerqué más tarde y me contó que anteayer, o sea el 14 de julio, antes de volar al DF para tu homenaje, recibió un mensaje anónimo avisándole en qué lugar de El Fuerte enterraron a Roberto. Fui y encontré unos tenis y un cráneo, me dijo Mirna con cara de quien se ha rendido a lo peor. En diez días le darán los resultados de ADN. Quedé de llamarle.

Cuando me despedí de Mirna fui con el Cayetano Osuna. Me lo imaginaba más mazatleco, o sea, un bato bien fiestero con quien uno podría beber hasta el amanecer pero resulta que el Caye, como le decías, es de los últimos de una especie que el hombre echará de menos dentro de algunos años: una especie tímida, de ambiciones austeras, de ego escaso y controlado. No tengo duda de que, si se lo propusiera, el Caye ganaría cualquier premio de periodismo. Por fortuna va en sentido contrario a la parafernalia periodística, infestada ahora por gente arrogante y sin escrúpulos, gente que primero existe y luego informa, gente que no sólo hace ver la pendejez de quien la sigue en esas vecindades neoliberales que son las redes sociales, sino gente que nunca coincide lo que hace con lo que piensa que hace.

Al final, terminamos bien borrachos y nos volvimos a agüitar.

Domingo 16 de julio de 2017. Ciudad de México.

***

La clásica señal de Javier.

Carnal:

Aunque tengo la idea de que los muertos lo saben todo, te traigo noticias de Mirna: los huesos y los tenis que encontró en un baldío sí son los de su hijo Roberto. Se lo confirmó hoy la misma persona de la procuraduría que le tomó las muestras de ADN. ¿Ya lo sabías? ¿Ya viste a Roberto por allá, por donde andas?

Le escribí a Mirna apenas supe la noticia. Me siento morir, me respondió y luego me dijo que estaba tan triste que masticaba la idea de no seguir con las búsquedas. Pero mensajes después me dijo que, pensándolo mejor, continuaría porque nunca se perdonaría abandonar a las compañeras que le habían ayudado a encontrar a Roberto. «La Rastreadora» no se dobla, se despidió y yo quise meterme por el teléfono, llegar hasta donde se encontraba, abrazarla y agradecerle su amor y su fortaleza. Por gente como Mirna, carnal, a este país no se lo ha llevado la chingada. Le prometí que tú y Roberto van a cuidarla desde donde quiera que estén, así que no me hagan quedar mal.

Jueves 24 de agosto de 2017. Tijuana

***

Javier en la FIL de Guadalajara, presentando su último libro: Narcoperiodismo. 2016

Carnal, no sé si te has dado cuenta pero estamos en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, frente a estudiantes de periodismo. Nos invitaron a la cátedra inaugural que lleva tu nombre y he estado leyendo las cartas que no había tenido el tiempo de leerte. Creo que tendré que disculparme ante tanto dramatismo. Ojalá nos hubieran conocido en nuestros mejores tiempos, cuando en conferencias o en presentaciones de libros nos albureábamos, nos vacilábamos y maldecíamos como si estuviéramos en la cantina. Nomás nos hacía falta escupir. Éramos como el Gordo y el Flaco, como Tintán y Marcelo, como la Guayaba y la Tostada. Quienes nos vieron deben acordarse de aquellos stand up comedy que improvisábamos según las preguntas del público y según nuestros grados de resaca, de desvelo o de ingenio. No todo, sin embargo, era desmadre. También tuvimos momentos más o menos sensatos, ¿no? Recuerdo que a los estudiantes les dijimos que el periodismo es un servicio social, que es un oficio donde la honestidad está por encima de los negocios. Que periodista que se precie de serlo debe dejar de creerse indispensable para el funcionamiento de la verdad. Que el periodismo es la luz que intenta que las sombras no se salgan con la suya. Que perro sí come perro: mientras unos colegas buscan demostrar que en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa están implicados militares y políticos, hay otros que propagan que fueron unos narcos quienes quemaron a los jóvenes en un basurero. También les dijimos que una noticia valía la vida pese a las amenazas, pese al maltrato patronal y pese a los asesinatos. Qué pendejos, carnal: ninguna noticia lo vale. Ninguna. Yo lo aprendí ahora que un acontecimiento alteró drásticamente mi vida y ese acontecimiento fue tu asesinato.

Pero yo te estaba diciendo que nos invitaron al Paraninfo para hablar de ti y de tu trabajo. Y mirando los dos murales de José Clemente Orozco —El hombre creador y rebelde, que está acá arriba, en la cúpula, y El pueblo y sus falsos líderes, que queda a mis espaldas— pienso que tú y que Orozco estaban obsesionados con retratar la violencia, las injusticias y la hipocresía del gobierno, como ocurre en la historia que escribiste sobre Karla Flores y que yo voy a contar, rápido y a mi manera, aquí en el Paraninfo:

Karla te cuenta que estaba en su carreta de mariscos, allá por la entrada a Culiacán, cortando la cebolla morada para echársela al ceviche de camarón, cuando del lado derecho sintió un cachetadón que la tumbó al piso. Mientras se levantaba, se tocó la cara. Le ardía. Miró la sangre. Te cuenta que su sobrino Misael se asustó y buscó ayuda por teléfono pero, como allá no hay buena señal, le pidieron aventón a un señor que venía manejando un vochito. Lléveme nomás ahí a la Zapata, con los bomberos, te dijo Karla que le avisó al conductor, uno que todo el camino fue viendo la cara rota de Karla a través del espejo retrovisor.

Karla te cuenta que los bomberos no sabían qué cosa era lo que ella traía atorada en la mandíbula y que los dientes le bailaban en las encías, como si los trajera encajados en gelatina. Te cuenta que le sugirieron ir al Hospital Civil de Culiacán y que, ahí, una enfermera le preguntó: ¿Qué te pasó, chula? y que Karla le contestó que alguien le había dado un piedrazo. “Traigo una piedra atorada pero no me duele”.

Te cuenta que la mandaron a rayos X. La radiografía, sin embargo, no fue suficiente para dar un diagnóstico certero. Le realizaron una tomografía y descubrieron que el objeto metido en la boca de Karla era una granada de fragmentación calibre .40 y que podía estallar.

Si quieren saber qué le pasó a Karla, léanse al Javier en Con una granada en la boca. Se darán cuenta de que todo en México puede ser surrealista, menos el peligro.

Jueves 7 de septiembre de 2017. Guadalajara.

Tú le pusiste nombre y apellido al crimen y a la corrupción, y cuestionaste a la sociedad por su deslumbramiento ante los asesinos.

***

Javier en su escritorio de Ríodoce.

Estoy en Ríodoce, bato, en la pequeña oficina del Ismael, la misma oficina que conociste y que consta de un librero atestado de libros de periodismo y de revistas Proceso, una PC de la era del hielo y, en las paredes, colgados, los premios y los reconocimientos que le han otorgado a Ríodoce o al Ismael. Adentro, el aire acondicionado nos salva de los 38 grados que allá afuera nos avisan que ya se fueron las nieves de enero y llegaron las flores de mayo, como canta el Chalino Sánchez. El Ismael me cuenta que días antes de tu asesinato, él, el Cayetano y tú fueron a un chequeo médico en el Hospital Civil. Fuiste al único que te recomendaron probar un estudio más avanzado: te habían encontrado en la glándula tiroides algo que, aún sin saber qué era, te preocupó un chingo. Te realizaron una biopsia y, para ahorrarse la angustia de varios días, enviaron las muestras a un laboratorio privado. Dice el Ismael que un viernes de cierre entraste a su oficina y le aventaste los estudios sobre el escritorio. No tengo nada, me cuenta que le dijiste. ¿No tienes nada de qué?, dice que no te entendió lo que le dijiste. Que no tengo nada, cabrón, ¡que no tengo cáncer! La versión del Ismael cuenta que te sugirió un tequila para celebrar pero valió madre porque estabas a mitad de un tratamiento para la sinusitis.

Por un momento creí que el Ismael me había contado la historia para mí solito, pero pura madre: en la edición de Ríodoce, la que se distribuye mañana domingo, el Ismael la cuenta bien sabrosa. La cabeceó: Javier y los atajos de la muerte.

Sábado 12 de mayo 2018. Culiacán

***

Javier y Alejandro Almazán en la feria de Minería 2014.

Carnal:

Soñé con ese recuerdo donde estás en el Guayabo, sentado en la mesa de siempre, la primera pegada a la barra, la que está frente al muro donde dibujaron al Zurdo muy acá, con la mano izquierda en lo alto y unas pinches ínfulas de líder social. Tú estás empujándote con un JB en las rocas los cacahuates que nos tragábamos con todo y cáscara. Pides otro vaso con hielos para mí.

El Guayabo, para quienes no lo conozcan, es un galerón con techo de palma, entre la Francisco Villa y la Riva Palacio, en donde un grupo de viejos tocan jazz y blues y en donde las meseras son bien albureras y buleadoras. En el Guayabo se bebe Carta Blanca, se sirve pollo frito con tortillas calientes y preparan un aguachile bien picante que hasta afloja el moco. Para evitar el olor a orina agria, en los mingitorios siempre hay limones y hielo. Cada tanto pasa una doñita que vende dulces, cigarros y semillas de calabaza saladas; hay que pagarle la cantidad exacta porque nunca tiene monedas.

En mi recuerdo, aún no usas el sombrero, que era como tu tercer ojo. Y si no usas el sombrero debe ser porque aún no consultas al dermatólogo que te obliga a cubrirte la cara y a untarte del bloqueador más potente para que contengas la dermatitis. Vistes una camisa roja a rayas, como de leñador pero de la época del grunge, traes bluyín y calzas botas negras de obrero. Tu voz de güisqui en las rocas se oye más fuerte que Black Magic Woman, que es la canción que, en mi recuerdo, tocan los viejos. Estás vacilando con el Zurdo y tu risa contagiosa lo hace renegar.

También les dijimos que una noticia valía la vida pese a las amenazas, pese al maltrato patronal y pese a los asesinatos. Qué pendejos, carnal: ninguna noticia lo vale. Ninguna.

En algún momento de mi recuerdo (estamos en agosto de 2006) salimos a la calle, caminamos hacia donde estacionaste tu carro que pagas en abonos y luego, de la cajuela, extraes un pequeño libro. Se llama De azoteas y olvidos, crónicas del asfalto. Lo imprimió el gobierno del estado, bato, me dices un tanto avergonzado, como si el gobierno te hubiera corrompido por haberte publicado un libro. Entonces te digo que uno de los deberes del Estado es la cultura, que no le has robando dinero a nadie ni te han comprado. Te digo que sinvergüenza sería, por ejemplo, cobrar sin trabajar, recibir plata a cambio de tu silencio, escribirles a políticos libros llenos de invectivas. Te digo que no serías mi amigo si fueras como esa bola de cabrones que, en nombre de la cultura o de la libertad de expresión, despluman al Estado con contratos gordos de publicidad o con libros editados en el Fondo de Cultura Económica. Ya no me acuerdo qué respondiste, pero sí sé que nos abrazamos y que me contaste que De azoteas y olvidos había nacido para hablarnos de esas cosas inadvertidas que ocurren en Culiacán.

El libro no está escrito por el Javier que, dentro de unos meses, será corresponsal de guerra en su propia ciudad, justo cuando Felipe Calderón saque al ejército a las calles para legitimar su .56 por ciento de votos que lo hicieron presidente, y para comprarle armamento a los gringos y hacer negocios. De azoteas y olvidos está escrito por el Javier que cree en los fantasmas, por el que se deja cautivar por las leyendas y por el que se ríe de sí mismo, quizá porque desde entonces habías entendido que uno se ríe de sí mismo porque no tiene nada qué perder. Creo haberte dicho que mi relato favorito De Azoteas y olvidos es el de la Mona Bichi que, en tu voz, es una estatua de piedra, que avienta agua y está bien buena.

No sé si después de abrazarnos regresamos al Guayabo. Justo ahí me desperté y, aunque quise recordar el sueño o a La Mona Bichi, de lo que me acordé fue de algo completamente diferente: de una frase de Rubem Fonseca que dice: «La paranoia es como el caldo de pollo: no le hace daño a nadie». Y quizá la recordé porque tú y yo decíamos que tener miedo era lo que nos mantenía vivos. Pendejos. Nosotros siempre tratando de ser optimistas. Míranos ahora: tú estás muerto y a mí el miedo me trae agarrado del pescuezo.

Ya sé, carnal, ya sé: podrán acusarnos de ingenuos, de locos, de tercos, de narcisistas e incluso de machos (que sí lo somos y eso es vergonzante), pero nunca, nunca podrán acusarnos de habernos quedado callados. Somos unos perros románticos, como dice Bolaño, y ahí nos vamos a quedar.

Jueves 12 de julio de 2018, Ciudad de México.

 

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