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Miradas sobre el mundo: habla Rosbelis Rodríguez

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Por NELSON RIVERA

—La pandemia, la debacle económica, la invasión de Rusia a Ucrania, además de otras noticias de repercusión negativa, han oscurecido la perspectiva planetaria. ¿Se ha sentido afectada, amenazada de algún modo?

—Hay que vivir debajo de una piedra para no sentirse afectado. De todas esas cosas lo que más me preocupa es la desigualdad que generan. En mi caso, se trata también de cómo esos eventos se cuelan en mi angulo cum libro, para decirlo con la expresión de Quignard, de cómo se inmiscuyen en mi lugar de estudio. El otro día le comentaba a un amigo que yo no estaba segura de que la condición indispensable para escribir fuera tener una cierta holgura económica; más bien creo que lo que hay que tener es una cierta disposición mental. Le ponía el ejemplo de Carolina Maria de Jesus, una escritora negra brasileña que trabajaba en los basureros y por las noches escribía su diario, Cuarto de desechos, con el cual empezó su carrera literaria. Lo interesante, le decía yo, es que las obras de ella fueron el resultado de una disposición mental, no de que llevara una vida acomodada. Hay que tener la cabeza bien amoblada. Esa es la “salud”, por así decir, que la desigualdad, la enfermedad, la guerra, el hambre, la pobreza, la incertidumbre ponen a prueba. No digo que el angulo cum libro deba ser impermeable; el ángulo está igualmente repleto de desechos; digo que hay que saber cómo (dis)ponerlos a nuestro favor. Cuando se pierde el ‘cómo’, la salud mental tambalea, y ya sabemos que esa es la verdadera pandemia.

—Una ola de rabia se está expresando en el espacio público, de muchas maneras. Violencias, reacciones políticas, envilecimiento de los discursos. ¿Constituye un peligro la política dictada por el afán de castigo o ella pueda ser una fuerza de cambio no destructivo?

—No hay respuesta fácil. Depende de lo que se quiera castigar, cambiar, reivindicar. En asuntos como el abuso sexual y el derecho al aborto, estoy de acuerdo con la toma de tantos espacios como sea posible, porque no es comparable la reparación del daño en el espacio público a la reparación del trauma en el cuerpo de las mujeres. Ahora vayamos a Venezuela. El afán de castigo y la fe ciega en un redentor fueron los polvos que trajeron estos lodos. La fuerza de cambio fue innegablemente destructiva: ahora se iguala a todos por lo bajo y, al mismo tiempo, crece rampante la desigualdad. Son tan evidentes los daños que Mérida se está llenando de lugares “recuperados” por los mismos que los destruyeron, a fuerza de pintarlos con colores estridentes y murales vergonzantes. Como hoy nos gobiernan unos resentidos, está claro que el afán de castigo fue el mayor desacierto político. Una nueva política debería educar a la gente en el reconocimiento de ese tipo de peligros. En este momento, el nuevo chavismo, mimetizándose, busca la conciliación a toda costa. Si se concretara, habrá que preguntarse si la lección habrá valido la pena, si habrá habido siquiera lección. Ese es el nuevo peligro porque va indefectiblemente ligado al olvido y, además, evidenciaría que en todos estos años no se hizo política sino negocios.

—Importantes autores que demuestran con estadísticas que las cosas en el mundo están hoy mejor que hace unas décadas. Al mismo tiempo, estamos en presencia de un extendido malestar. ¿Podría comentar estos dos hechos? ¿Contradictorios?

—Algunos avances no se pueden negar, como el de la medicina y las comunicaciones. Pero en materia ambiental hay un descalabro que no cesa, de manera que la calidad de vida que se podría conseguir con la tecnología se pone en duda a medida que el mundo se convierte en un peor lugar para vivir. Por otro lado, tenemos que recordar que los grandes estudios estadísticos son pagados por las empresas según sus intereses. Y tener presente la sospecha de Walter Benjamin para con el “progreso”: creer que las cosas siguen siempre un curso mejor es pura ideología progresista, ya sea capitalista o comunista. O pensarlo de esta otra forma: si las cosas están “mejor”, qué tanto damos de nosotros para que eso sea así. Por ejemplo, somos los portadores de prótesis cerebrales y de comunicación muy útiles a las que llamamos smartphones, pero no tenemos siquiera el derecho a rechazar los términos y condiciones que traen con cada nueva actualización de software.

—Se dice: hemos ingresado en un mundo en transición (revolución digital; cultura de las reivindicaciones; cambio climático). ¿Percibe el cambio? ¿Logra verlo o palparlo en el ámbito de su actividad?

—Lo percibo cada vez que hablo de ciertos asuntos con mis padres, con algunos profesores. Hay una brecha que nos separa, que tiene que ver con que las creencias y convicciones de mi generación son distintas. Yo, por ejemplo, veo el ejercicio del derecho sobre el propio cuerpo como algo innegociable, pero las generaciones más viejas, los creyentes, no pueden oponer mayor resistencia. Siempre queda hablar de otras cosas o largarse. Yo a veces he decidido largarme como cuando hace muchos años abandoné una iglesia porque ya no podía pensar como ellos pensaban. En cuanto a la revolución digital, ya quisiera que permeara todos los ámbitos por igual, pero no sucede así. Durante la pandemia tomé clases virtuales públicas y privadas, y me di cuenta no sólo de que las privadas eran superiores sino de que la formación, la relación estudiante-profesor parecían, cómo decirlo, más sanas, más estables; no sé si había en aquellos profesores mejor pagados menos insatisfacción, pero sí eran menos sus reproches hacia los estudiantes por el hecho de seguir ahí, educando. En la vida diaria, aunque lo digital me facilita la vida (las compras, el transporte, las comunicaciones), es también la distancia que me va separando cada vez más de mi padre, que fomentó en mí la pasión por la literatura, y que pretende que le haga llegar fotos y textos míos, pero está negado por completo a los smartphones porque, en su opinión, embrutecen. No le quito que tenga algo de razón, sin embargo, me deja pensando que hay en él un analfabetismo digital, voluntario, que yo no he podido remediar.

—El reclamo de que debemos conocer nuestro pasado para caminar hacia el futuro es cada vez más persistente. ¿Es posible encontrar en la historia pistas o respuestas para un futuro que, en muchos aspectos, es inédito?

—No estoy segura de que estudiar el pasado sirva para conocer el futuro, más bien es de utilidad para saber en qué se sostiene el presente. Lo otro sería profetizar o dar por descontado que la historia es circular, que hay un eterno retorno de lo mismo en ella como lo hay en las estaciones del año. Podemos encontrar, sí, las herramientas para que cuando llegue lo que Benjamin llamó el “momento de peligro” —peligro de convertirse en el ciego y maleable instrumento de la clase dominante—, sepamos identificarlo. En diciembre de 1998 yo estaba a punto de cumplir cuatro años. Acompañé a mi madre a votar por Chávez. En el camino, ella iba dejando bajo las puertas papelitos que había escrito a mano con versículos de la Biblia, en los que animaba a votar por el militar. Hoy estoy segura de que ella, exiliada en México, habría deseado saber en aquel momento, cuando bajábamos del Cerro hacia el centro de votación, saber, digo, que se trataba de un “momento de peligro”, que nos comportábamos como marionetas.

—¿Se plantea preguntas sobre el futuro o sobre su futuro? ¿Por ejemplo?

—Ay, esta pregunta… El otro día escuché a un padre decir, a propósito de la incertidumbre vocacional de su hijo, que la de los jóvenes es una generación perdida. Coincido. Pero entiendo “perdida» no como sinónimo de “irremediable», sino de “extraviada». Yo, que he visto fracasar las ilusiones que tenía sobre el futuro, que ya no llegué jovencita a unas cuantas cosas, que voy a ver pasar pronto el tren de varias becas, trato de encauzar mi extravío hacia el estudio, como escribí en un texto pequeño y muy personal que se publicó aquí, en el número de las “Palabras perdidas”. No hago planes a largo plazo, no tengo agendas, no escribo a final de año metas para el siguiente. El futuro es un abismo sin fondo, como dice Quignard que decía Pierre Nicole, y no me gusta porque no existe. Sin embargo, esa es una postura, se podría decir, bartlebiana: prefiero-no pensar en eso. Y por más inteligente que parezca partir de ahí, en la práctica la pregunta que yo me hago es una pregunta por la libertad: voy a poder yo enseñar en una universidad, y vivir de eso, y aparte escribir a mis anchas sin que me importe la paga o tendré que convertirme en escribiente para los mercaderes de Internet, o dedicarme a algo que no tenga nada que ver conmigo. Lo que yo me pregunto es para qué va a quedar mi formación en cuanto ésta termine. Ojalá no terminara, pero eso no es tan fácil de garantizar.

—Vivimos un tiempo de exhibiciones y exhibicionistas. Todo sirve para mostrarse. ¿Le inquieta esta proliferación narcisista? ¿Constituye un peligro para el orden democrático?

—Como mujer, me choca porque crea una sobreexigencia y unos estándares respecto del propio cuerpo que una no va a alcanzar nunca. Hay que estar recordándose constantemente quién es una, qué es lo que a una realmente le interesa en medio de tanto espectáculo, impostura, filtros y afán de consumo. Lidiar con eso es el pan de cada día. En el terreno político, el narcicismo amenaza la democracia toda vez que refuerza los valores rancios de una sociedad, como se ha visto en EE UU con su último expresidente y las últimas decisiones del Senado. Sobre el narcicismo en el caso venezolano, como no vivimos ni en orden ni en democracia, prefiero no decir nada.

—Hábleme de lo que le gustaría aprender. De lo que todavía no sabe. De sus aspiraciones espirituales o de conocimiento.

—Toda mi vida he sabido dedicarme únicamente a lo que llamo “hacer bien la tarea”, o sea alcanzar un récord académico tan sobresaliente como sea posible. Pero sucede que de un tiempo para acá, por mucho que me guste seguir estudiando, ya no me interesa tanto hacer bien la tarea. En una escena clave de la novela Esta bruma insensata de Vila-Matas, uno de los personajes dice que escribir ficción es otra forma de pensar. Yo quisiera aprender a pensar de otra forma: no sé si en clave de ficción pero sí tal vez más literariamente, menos académicamente.

—Si le digo la palabra Maestro, ¿en quién piensa? ¿Hay un Maestro al que quisiera expresar su reconocimiento? ¿Por qué?

—Pienso en Benjamin y en Agamben y en cómo convirtieron a un grupo de mi universidad en una orquesta inteligente que sonó bien durante un tiempo. También pienso en Quignard, mi maestro innegable, al que llegué gracias a Ednodio Quintero. Y en algunos profesores que tuve y a los que admiro a pesar de todo. Creo que maestros y discípulos son compañeros. Me gustaba estar acompañada de unos maestros que eran amigos entre sí, algunos incluso eran amigos míos, y ahora ya no lo son más. Los perdí o ellos se perdieron cada uno a su manera y no volvieron ni siquiera en los momentos de vida o muerte en los que yo esperé que aparecieran. Cuando uno pierde los asideros de los que se agarró para aprender, siempre es tarde: ya dejaron huella. Inútil empeñarse uno en borrarla. Más bien hay que repetirse lo que dice Beckett en El innombrable: hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir.

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