¿Quiénes están hoy al mando de los países de nuestro hemisferio? La respuesta es trágica: uno que otro líder es senil, hay varios muy deshonestos y hasta criminales, varios son fanáticos sedientos del poder, los hay payasos y hasta uno que otro estadista.
La lista de requerimientos para conducir un país en nuestro hemisferio ha cambiado de manera dramática. Hubo una época, durante el siglo XX, que la condición de líder exigía honestidad, sensatez, valor cívico y, como condición indispensable, una amplia conciencia ciudadana, más allá de egoístas intereses tribales o partidistas
Quizás no todos los líderes poseían todas esas cualidades, pero, en general, era difícil llegar al tope de la pirámide política en cada país sin exhibir un claro perfil ciudadano. Recordemos a Franklin D. Roosevelt, a Harry Truman y a Ronald Reagan en Estados Unidos; a Alberto Lleras Camargo, Alfonso López y Eduardo Santos en Colombia; a Rómulo Gallegos, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt y Rafael Caldera (I) en Venezuela; a Fernando Henrique Cardoso en Brasil; a Raúl Alfonsín y Arturo Ilia en Argentina; a Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile; a Tabaré Vásquez y Luis Lacalle en Uruguay y, a Oscar Arias y Alberto Monge en Costa Rica. Hubo más…
Pero, ¿qué es lo que tenemos hoy?
Por los últimos 6 años la presidencia de los Estados Unidos de América ha estado en manos, primero, de un fanático destructor de las instituciones y ansioso de poder como Donald Trump y, luego, de un líder débil y senil, como Joseph Biden. Como si esto no fuera suficiente, el país probablemente deberá enfrentar una nueva elección entre el uno y el otro.
En Brasil han tenido que elegir entre un ladrón como Lula da Silva y un fanático, destructor de la Amazonia como Jair Bolsonaro. En Colombia el exguerrillero Gustavo Petro fue elegido, en preferencia a un extremista de derecha y de lenguaje cloacal. En Perú, un payaso como Pedro Castillo se mantiene hoy en el poder a pesar de que nadie parece quererlo, mientras sus antecesores están en la cárcel o son prófugos de la justicia por peculado.
En Venezuela y Nicaragua un par de forajidos impresentables, como Nicolás Maduro y Daniel Ortega, imperan junto a sus torvas esposas sobre las ruinas de sus países. En Cuba los hermanos Castro han instalado un régimen de terror que ha castrado espiritualmente a esa nación. En Argentina, Bolivia, Honduras y El Salvador, mandan líderes mediocres, dedicados a proteger sus tribus ideológicas o a exaltar sus egos. En México, un patriotero acomplejado como Andrés López Obrador genera atraso y resentimiento de clases.
Solo en los eternos bastiones de la democracia hemisférica, Costa Rica y Uruguay, existen presidencias de naturaleza democrática, donde las personas son menos poderosas que el sistema y están dedicadas a preservar la armonía social en sus países, aunque –debemos aceptar– el presidente de Costa Rica haya tenido que enfrentar acusaciones de acoso sexual mientras trabajó para el Banco Mundial.
Este espeluznante deterioro de la calidad del liderazgo político hemisférico no ha sido generado en el vacío. Ha sido un producto de la mediocrización de las sociedades durante las últimas décadas, un proceso que, una vez en marcha, retroalimenta la mediocrización. Estudios de la Corporación RAND y extraordinarios análisis como los de Moisés Naím en su libro La revancha de los poderosos, ver: https://www.rand.org/research/projects/truth-decay/about-truth-decay.html y https://lasarmasdecoronel.blogspot.com/2022/03/el-nuevo-libro-de-moises-naim-sobre-las.html, llaman la atención sobre el fenómeno que explica mucho de este deterioro. Se trata de lo que RAND denomina el «deterioro de la verdad» y Naím define como la «posverdad». En esencia se trata de la pérdida del valor de la verdad como brújula moral para la toma de decisiones.
Los seres humanos tienen por naturaleza diferentes perspectivas sobre los asuntos que les conciernen, comenzando por, quizás, el más álgido, la existencia de Dios, el cual es de imposible verificación. La mayoría de los asuntos tienen posibilidad de verificación, por lo cual lo sensato sería compartir estos datos a fin de lograr ponernos de acuerdo. Sin embargo, hoy se acentúan las diferencias apasionadas sobre asuntos que pueden ser verificables. Hay miles de personas quienes creen que los humanos nunca viajaron a la Luna, que la Tierra es plana y que Elvis Presley no murió, sino que vive en Nueva Orleans de incógnito, ayudado por la cirugía plástica.
El desconocimiento de la verdad objetiva ha pasado a ser el frecuente producto de un sesgo cognitivo, el cual parece tener dos vertientes, la de quien realmente es incapaz de ver la verdad por sus limitaciones mentales o por su ignorancia o de quien la ve, pero prefiere negarla debido a que colide con la chaqueta de fuerza ideológica que se lo impide. En los dos casos el efecto nocivo sobre la armonía social es similar, representa la pérdida de la brújula que guía a las sociedades en su mecanismo de toma de decisiones.
El sesgo cognitivo no está limitado a una corriente particular de pensamiento, ocurre entre gentes que simplemente han creado sus propios universos ideológicos de la extrema izquierda o de la extrema derecha, esas versiones telegráficas con las cuales representamos nuestra incapacidad para ponernos de acuerdo. Hoy día ese clivaje es profundo, son dos grupos que se alinean en campos frecuentemente dominados por el resentimiento o hasta por el odio.
Lo sensato es que las sociedades tomen decisiones basadas en un universo de datos objetivos que pueda ser compartido por todos. Yo salgo a la calle con abrigo si las mediciones meteorológicas me dicen que va a ser un día frío, en necesidad de protección. Pero, si alguien comienza a decir que esa predicción no es cierta porque está pagada por un vendedor de abrigos, de guantes o de gorros, se abre de inmediato una brecha de credibilidad que lleva a mucha gente a salir sin protección, con la posibilidad de neumonías y muertes que no deberían haber ocurrido.
La negación o distorsión de la verdad objetiva está llevando a muchas sociedades del planeta, incluyendo las más prósperas, a un dramático deterioro. Entre los ejemplos más dramáticos de este profundo desencuentro puedo mencionar tres: la elección que llevó a la presidencia a Joseph Biden en Estados Unidos; la controversia sobre la vacuna contra el COVID y la pugna sobre la existencia o no del cambio climático. Aunque sobre estos tres asuntos globales hay copiosos datos, el mundo está envuelto en una batalla trágica entre quienes apoyan y quienes niegan.
La elección que llevó a Joseph Biden a la presidencia de los Estados Unidos ha podido ser manejada por el presidente derrotado como siempre lo habían hecho todos sus antecesores, es decir, la grácil aceptación de la derrota, actitud que es parte integral del alma estadounidense. En este caso, ello no se dio porque Trump alegó y aún alega que su victoria le fue escamoteada por un sistema corrupto, aunque todas las instancias judiciales, legislativas y ejecutivas de la nación hayan corroborado la victoria de Biden como legítima. La insistencia de Trump en un fraude ha servido para erosionar la credibilidad de las instituciones del país, para sembrar el odio y el resentimiento entre la población y hasta para su enriquecimiento personal, ya que ha recibido millones de dólares de sus partidarios para “luchar contra el fraude”. Como resultado, los Estados Unidos de hoy son una nación peligrosamente fragmentada.
La vacunación contra el COVID, la cual ha salvado millones de vidas en todo el mundo ha encontrado importantes bolsillos de resistencia animados por las más variadas objeciones de tipo pseudocientífico, político y hasta religioso. No sabemos cuántas muertes se deben a este desconocimiento sin basamento científico.
La pugna sobre el cambio climático es compleja y ha adquirido una fisonomía casi religiosa, pues hay quienes niegan que mucho del deterioro climático se deba a la acción del hombre.
Lo que nos pasa es que está desapareciendo el centro. Vivimos en blanco y negro, en azul o rojo y esta polarización irracional imposibilita encontrar las soluciones que realmente sirvan al bienestar del planeta.
¿Hay solución a esta tragedia? Ninguna parece ser ya de corto plazo. La corporación RAND menciona cuatro posibles vías: (1), la educación cívica y en valores; (2), sembrar confianza en las instituciones mediante una mayor transparencia en sus acciones: (3), Cambiar la manera la información es transmitida, a fin de separar más claramente los hechos de la opinión y, (4), combatir vigorosamente la desinformación que prevalece hoy.
Como se podrá observar, ninguno de estos cuatro pasos surtirá efectos de corto plazo y, para tener éxito, todos deberán ser aplicados con perseverancia. Lo que se nos pide es un cambio actitudinal importante, el cual tomará tanto tiempo como ha tomado el llegar a la deplorable situación de hoy.
La batalla es titánica, pero tiene que darse porque las consecuencias de perderla es la anomía global. Si no es posible lograr verlo de esta manera, este planeta no va pal baile.
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