Las tempestades desatadas en Venezuela en los últimos días han ocupado, con justa razón, la atención de una buena parte de la población. Bien sabemos que los daños y las pérdidas en vidas son producto de la ausencia de políticas de Estado en materia de mantenimiento y medio ambiente, lo cual es, en sí mismo, revelador del carácter no democrático de quienes controlan el poder, tanto como de su desidia o incapacidad.
Pero, mientras el país sigue a la deriva e inmerso en la destrucción y el retraso, el panorama internacional da cada vez más muestras de entrar en un reacomodo en el que también parece imperar el caos, el poder de la fuerza, las posturas desafiantes de las potencias intermedias como Rusia con su invasión a Ucrania, o la consolidación de sistemas totalitarios como el de China, cuyo reelegido premier sigue apretando las tuercas del control a su población, su partido, y sus fuerzas armadas. En este cambio de paradigma, el mundo ya no se divide en comunismo y mundo libre u Occidente frente a Oriente, ni siquiera en mundo desarrollado y mundo en desarrollo, o norte global versus sur global. El mundo parece dividirse en democracias frente a autoritarismos, aunque, si escarbamos un poquito, constatamos que no todas las democracias están apoyándose mutuamente, ni todos los países autoritarios forman una masa monolítica. Existen autoritarismos que, por razones estratégicas prefieren coordinarse con aliados democráticos, tanto como democracias –como la mexicana, la argentina y la brasileña– que coquetean con Rusia y China, por mencionar los representantes más prominentes del mundo autocrático.
La línea divisoria, es pues, mucho más difícil de discernir.
Venimos de un mundo que, posterior a la Segunda Guerra Mundial, buscó un equilibrio entre soberanía y cooperación, entre la imposición del más fuerte versus relaciones internacionales basadas en principios comunes para fomentar las relaciones pacíficas entre los estados. Sobre ese orden normativo se construyeron estructuras de todo tipo que dieron soporte al enorme proceso de globalización experimentado en los últimos años, y que impulsaron un enjambre de relaciones comerciales y financieras, y que ahora, a la luz de los movimientos actuales, dificultan la toma de decisiones tanto como la coordinación entre los Estados, cuyas apuestas geopolíticas y de seguridad (o de renovados postulados de soberanía) varían de acuerdo a intereses puntuales y transaccionales.
En consecuencia, la línea se hace difusa y variable, realista y liberal de manera alternativa o superpuesta.
Las interrogantes se acumulan: ¿Hacia qué tipo de orden mundial nos encaminamos?, ¿imperará de nuevo la fuerza entre los estados?, ¿dónde se posicionará la región latinoamericana?, ¿seguirán profundizando un acercamiento comercial y crediticio con quienes en definitiva buscan la destrucción de su sistema basado en instituciones y división de poderes? ¿Qué hará Estados Unidos? ¿Seguirá apoyando a Ucrania al tiempo que busca garantizar su seguridad energética estrechando lazos con Venezuela? ¿Y Europa? Ante este crecimiento de la hostilidad derivada de las apetencias de poder absoluto, del revivir de antiguos imperios, o la vocación expansionista de Xi Jinping, ¿qué piensan hacer las democracias europeas?
Al ser las naciones afectadas de manera más inmediata por Rusia, parece que Europa ha reforzado la vigilancia y las medidas de coordinación entre miembros de la UE y los no miembros para atender la amenaza a su propia supervivencia. A modo de muestra, revisemos las recientes y reiteradas intervenciones de Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para la Política Exterior, quien hace poco calificaba al mundo como una jungla –donde impera la ley del más fuerte–, mientras que Europa es un jardín donde impera la norma. Lo decía a propósito de la necesidad de reposicionarse como un bloque que defiende un sistema de valores, pero con la certeza de que así no se esté de acuerdo con la manera como algunos países son dirigidos por sus gobernantes, hay que entender que, para defender la democracia y los derechos humanos, así como las ideas liberales sobre las cuales están fundamentados estos valores, se hace imposible levantar muros y convertir a Europa en una suerte de autarquía. Antes, por el contrario, Europa debe reafirmarse como bloque y como jugador imprescindible en el tablero internacional.
Para ello, Europa se orienta hacia la independencia energética –costosa pero necesaria– persiguiendo deslindarse de los dictámenes de Putin en materia de exportación de gas. Aunado a ello, a sabiendas de la alta inflación que está causando, primero la pandemia del COVID y ahora la guerra, el gran bloque europeo intenta garantizar las exportaciones de cereales y oleaginosas provenientes de Ucrania al mundo con el objetivo de estabilizar los precios para evitar una crisis alimentaria aun mayor, cuyas consecuencias serían un aumento de la hambruna en Asia, América Latina, y sobre todo África, en países ya en guerra o tremendamente vulnerables como Etiopía y Somalia, y que podrían crear una nueva ola migratoria hacia el continente. Así mismo, Europa toda es consciente de que la inflación, consecuencia del confinamiento, la ruptura de las cadenas de suministro y ahora la escasez por la guerra, han contribuido fuertemente al aumento de las tasas de interés en el continente, poniendo en grave riesgo a los pequeños emprendedores y a quienes han contraído deudas a través de créditos hipotecarios. La combinación puede causar una tempestad política a nivel nacional en los distintos países, incluyendo crisis de gobiernos como la recientemente ocurrida en el Reino Unido, por lo que deben trabajar para evitar el efecto de contagio.
Sin embargo, quizás lo más importante, es que ante los escenarios borrascosos actuales, Europa busca garantizar su seguridad territorial frente al agresor autócrata ruso, y de allí la necesidad de fortalecer la OTAN. Una OTAN más europea, menos dependiente de Estados Unidos, país que también está inmerso en su propia crisis identitaria donde las posiciones extremas están a la orden del día, y donde un posible nuevo gobierno de Trump puede cambiar la dinámica de apoyo al interior de este tratado de defensa mutua.
En definitiva, lo que vivimos hoy tendrá consecuencias mundiales de largo plazo porque este es un tiempo de grandes cambios que parece conducirnos a un cambio de época –como dicen académicos y analistas. Por lo tanto, es necesario entender cuáles son las preguntas que darán forma a la agenda mundial, cómo se relacionan los distintos escenarios, y a su vez, cómo el todo influirá en el futuro de Venezuela.
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