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El albergue de los sueños rotos: historias de migrantes centroamericanos en la frontera con EE UU

Durante su visita al albergue Hermanos en el Camino, de Ixtepec, México, Paul Antoine Matos descubre las tormentosas historias de vida de dos entre miles de migrantes centroamericanos que cruzan el país en su cíclica búsqueda del oasis norteamericano
Por Relatto
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Carlos se cansó de perseguir el sueño americano. Cinco cruces cargaba sobre su espalda cuando encontró por fin un trabajo que le permitiera sostener a su familia: manejar por las carreteras, no andarlas. Cinco veces cruzó los espinos de México para alcanzar la falsa corona mesiánica que ofrecía Estados Unidos, la tierra prometida para los migrantes. Ahora, intenta regresar por sexta vez.

Huye de El Salvador, de su país.

Paso de Chiapas a Oaxaca. Aprovecho la oportunidad para visitar el albergue para migrantes Hermanos en el Camino que en 2007 fue instalado por el padre Alejandro Solalinde, teólogo de la Liberación. En Juchitán tomo una combi que me lleva hasta Ixtepec; son unos 30 minutos de viaje. El vehículo recorre dos pequeños poblados istmeños con calles craterosas. El clima de esta región me recuerda al de Yucatán, es húmedo y caluroso, en el que uno suda de día y de noche por el bochorno que genera la lluvia.

Cinco veces cruzó los espinos de México para alcanzar la falsa corona mesiánica que ofrecía Estados Unidos, la tierra prometida para los migrantes. Ahora, intenta regresar por sexta vez. Huye de El Salvador, de su país.

El taxi que tomé en el centro de Ixtepec pasa por las vías del tren y a un lado de la estación. La Bestia, el ferrocarril que lleva a migrantes centroamericanos hacia el norte, no está. Ya llegará.

Los voluntarios me reciben con la esperanza de que sea uno de ellos, pero los decepciono al decirles que soy periodista y que estoy de paso, que sólo estaré una noche aquí. Esperaban más ayuda para la gestión del lugar porque apenas hace un mes falleció el hermano Beto Donis, migrante guatemalteco y cofundador del albergue.

Aún se siente un ánimo luctuoso en el ambiente. La inesperada muerte del hermano Beto provocó un vacío espiritual y administrativo. Esto genera conversaciones entre los voluntarios sobre cuál es la mejor manera de manejar el albergue, sin importar que muchos de ellos apenas estarán unas semanas durante el verano para luego regresar a sus hogares; la mayoría debe continuar con sus estudios universitarios en Estados Unidos.

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Un niño hondureño viaja en La Bestia, en busca de un futuro mejor.

Entre las propuestas de los voluntarios para que el albergue sea sustentable económicamente está que ellos y los migrantes cultiven sus propios alimentos para no depender totalmente de los donativos. Es por medio de un proyecto con una ONG, me platican.

En el albergue hay una cancha de fútbol, un espacio escénico, gallineros, los cuartos de las mujeres y niños separados de los hombres, el edificio de los voluntarios y un comedor. Una camioneta de la Policía Estatal vigila que todo se mantenga en orden. Está lleno de mosquitos y calor. A las siete de la tarde es la hora de cenar. Todos comemos un pan dulce acompañado de un estofado y nos sentamos a platicar.

Aquí en el comedor conozco a Carlos, el trailero. Lleva dos meses en el albergue. En su huida. Ahora duda si volver a Estados Unidos.

—Mi única salida era la muerte.

Me dice. Es su sexto intento de llegar hasta los Estados Unidos. En los 5 anteriores llegó a lugares como Carolina del Norte y Los Ángeles, pero, por diversas circunstancias, regresaba una y otra vez a El Salvador.

Carlos se arrepiente de abandonar la universidad, una carrera de Ciencias Políticas. Tiene dos hijos de dos mujeres diferentes. El primero de ellos nació como estadunidense, cuando él tenía 17 años.

Cansado de ir al norte, decidió quedarse en su país. Comenzó con sus estudios universitarios pero los dejó por un nuevo amor y su segundo hijo. De vuelta en El Salvador encontró trabajo como conductor de tráileres de carga, con rutas que recorren toda Centroamérica y el sur de México.

Ganaba bien, dice. En sus viajes tardaba una o dos semanas en retornar a su hogar, pero los disfrutaba.

Cuenta cómo es conducir uno de esos vehículos que transportan mercancía por las carreteras de algunos de los países con mayor inseguridad del mundo.

Carlos se arrepiente de abandonar la universidad, una carrera de Ciencias Políticas. Tiene dos hijos de dos mujeres diferentes. El primero de ellos nació como estadunidense, cuando él tenía 17 años.

—Las carreteras que más disfruto son las rectas. Puedo subir hasta las 14 o 15 velocidades del tráiler; cuando hay una curva en el camino, reduzco a la novena –su mano hace el cambio con una palanca invisible–. A mitad de la curva subo a la décima, la once, la doce. Puedo sentir cómo el cajón se eleva por un costado.

Se apasiona por lo que era su trabajo. Me platica sobre los distintos tráileres que hay, de las noches en las que dormía en ellos –porque las cabinas también eran cuartos– y de las caravanas que las empresas solicitaban para transportar un solo producto en cantidades enormes a un mismo destino.

—A mí me gustaba ser el líder de las caravanas, podía manejar con mucha velocidad. Al llegar a las paradas tenías más chance de descansar, pero el último no, él tenía que continuar con el camino siguiendo a los demás.

Carlos se reía de la Muerte al manejar por las carreteras centroamericanas. El acelerador era presionado a fondo por el migrante; se sentía invencible. Pero la Muerte lo esperaba pacientemente en El Salvador.

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Carlos, el migrante, presionaba el acelerador a fondo; se sentía invencible. Pero la Muerte lo esperaba pacientemente en El Salvador. / Foto: Paul Matos.

El dinero y la oportunidad de conocer tantos países lograron que para Carlos el oficio de conductor de tráileres fuera el ideal. Lo tuvo que dejar porque lo persiguen en su país. Entre líneas, comprendo que se trata de los Maras Salvatrucha. Era huir o ser asesinado.

Su esposa era acosada por una pandilla. La situación le enfureció y se peleó con el grupo. Ahora quieren matarlo.

Carlos no espera a que la luz se torne verde. No se detiene. Se salta el semáforo y reta a la Muerte una vez más.

— ¡Acelera y persígueme! –le grita. Otra vez la adrenalina del peligro en la carretera. Otra vez migrar hacia el norte.

—No quiero regresar a Estados Unidos –dice.

Busca quedarse más tiempo en México como refugiado mientras vende sus dos casas en El Salvador. Con ese dinero quiere llevar a su familia a Costa Rica.

—Debí hacerlo antes, es un país que me encanta.

Carretera, hace tanto que no estoy en mi tierra, que la besaré aunque no me quiera y que sea lo que sea, canta Pepe Elorza en una de sus Canciones del Emigrante. Es una melodía triste, melancólica, desolada, un andar sobre el asfalto sin que se vea el final del camino en el horizonte. Se forma con el lento rasgar de las cuerdas de guitarra y la voz casi rota de Elorza. Carretera, carretera dé la vuelta, una pura línea recta, a donde no me esperan.

«La carretera», de Pepe Elorza

Una niña de unos siete años juega con una muñeca vestida de rosa mientras su madre la observa. Otros migrantes juegan damas chinas o basquetbol, unos más platican en el espacio escénico.

Sara vive en el albergue desde hace tres años porque tiene un problema de salud mental y el padre Solalinde le recomienda que se quede. Al parecer sufre de un trastorno de ansiedad desde la muerte de su madre en El Salvador, pero no lo afirma con certeza, duda al platicarlo.

Los migrantes acuden de paso por tres días mientras recuperan fuerzas, comen y descansan para continuar su camino hacia el norte. Los casos de Carlos y Sara son excepcionales. Ellos buscan visas humanitarias para quedarse en México.

Durante 20 años Sara vivió en Houston. Ahora tiene dos hijos que viven en la ciudad de Texas con la nacionalidad estadounidense. Regresó para estar con su madre durante sus últimos días de vida y hace tres años emprendió el viaje de vuelta a Estados Unidos, ya con la enfermedad mental. Nunca llegó.

El padre Solalinde la detuvo hasta que se recuperara. Se quedó en el albergue, pero encontró trabajo. En Ixtepec enseñó inglés a los hijos de una familia rica, pero la madre de ellos no quiere que regrese.

Sonríe cuando platica. Le digo que soy de Yucatán, cerca de Cancún y sus ojos brillan al escuchar el destino turístico.

—Debe ser hermoso.

Al igual que Carlos, Sara tampoco quiere regresar a Estados Unidos. Su única razón para volver es encontrarse con sus hijos. Estados Unidos es el bulevar de los sueños rotos, la calle Elm donde surgen las pesadillas. La familia, tan cercana e importante para los pueblos latinoamericanos, se rompe cuando uno de sus integrantes emprende el viaje. El que se va lejos se queda solo, y los que se quedan se van alejando de la esperanza de volver a verlo.

Los migrantes acuden de paso por tres días mientras recuperan fuerzas, comen y descansan para continuar su camino hacia el norte. Los casos de Carlos y Sara son excepcionales. Ellos buscan visas humanitarias para quedarse en México.

Los viajes también son una cuestión de privilegios. Un mochilero recorre Centroamérica y México con calma y dinero; se divierte. Pero un migrante lo hace alerta, en ocasiones hambriento; sufre. Un mochilero sólo será perseguido si es descubierto en el país más tiempo del que su pasaporte indica, pero antes de eso, con sólo cruzar la frontera y regresar a los tres días, en una especie de resurrección turística, podrá ampliar otro tanto su estancia. El migrante será cazado desde antes de cruzar el río Suchiate.

Viven con la inquietud de atravesar un país que los desprecia –México–, para llegar a otro que los odia –Estados Unidos– a un destino incierto –Houston, Los Ángeles, Chicago– en el que trabajarán turnos dobles y triples para vivir en un pequeño cuarto con 10 personas y enviar un poco de dinero a su familia en El Salvador, u Honduras, o Nicaragua.

Yo, mientras tanto, me alejo de la tierra que conozco por otro tipo de necesidad, una emocional, para conocer más allá de mi realidad, de mi isla. Tengo el privilegio de hacerlo. Ellos no.

Regresaré a Mérida, volveré a trabajar, retomaré la misma rutina y escribiré un libro sobre este viaje. Los migrantes ni siquiera saben si sobrevivirán a México.

Seguimos la misma ruta, Chiapas-Oaxaca-Ciudad de México, pero no el mismo camino. Si no fuera por la escala que decidí hacer en Ixtepec, nunca nos cruzaríamos.

Viven con la inquietud de atravesar un país que los desprecia –México–, para llegar a otro que los odia –Estados Unidos– a un destino incierto –Houston, Los Ángeles, Chicago– en el que trabajarán turnos dobles y triples para vivir en un pequeño cuarto con 10 personas y enviar un poco de dinero a su familia en El Salvador, u Honduras, o Nicaragua.

Migrantes y voluntarios se acuestan alrededor de las 10 de la noche. Como este día hay unos 60 centroamericanos en el albergue, algunos tienen que dormir afuera de los cuartos, sobre sábanas y cobertores colocados en el piso de cemento. Los voluntarios están más cómodos, algunos en literas y otros en colchones sobre la azotea –un tercer piso– techado por láminas de zinc.

Me toca descansar en un único colchón lleno de ropa de Ernesto, uno de los voluntarios que está en Chauites, un albergue que cerró debido a la presión del alcalde –quien a su vez fue forzado por los habitantes del municipio debido a los enfrentamientos entre migrantes–, pero también por un temor xenofóbico hacia ellos.

A mitad de la noche el cielo se rompe. Las gotas retumban sobre la lámina de zinc bajo la cual duermo, pero también se filtran por los espacios abiertos y la cama comienza a mojarse. La muevo hacia el centro.

Migrantes y voluntarios se acuestan alrededor de las 10 de la noche. Algunos tienen que dormir afuera de los cuartos, sobre sábanas y cobertores colocados en el piso de cemento. / Foto: Paul Matos.

Abajo los migrantes deben estar empapándose a la intemperie. La ironía: Wetbacks –espaldas mojadas–, les dirán despectivamente en Estados Unidos.

La Bestia ruge previo a la aparición del sol. A oscuras, el atronador ruido del tren me despierta por segunda vez en la noche. Está a menos de un kilómetro de distancia, resuena como un animal feroz cuyos colmillos metálicos arrancan las extremidades –o la vida– de quienes fracasan en su intento de domarlo. Quienes logran subir a su lomo deben asirse al toro mecánico durante el recorrido por el sur mexicano.

Desde que en 2014 comenzó el programa Frontera Sur –me cuentan los voluntarios– La Bestia se doma menos. El gobierno federal cercó el tren, por lo que se incrementaron los detenidos que intentaban llegar hasta los Estados Unidos; se afirma que la política vela por su “bienestar”. Los migrantes como Carlos llegan a un arreglo con los choferes del transporte público para que sean bajados antes de los retenes de la migra mexicana. Sin esas mordidas, serían deportados a Centroamérica, pero volverían a intentarlo.

Está a menos de un kilómetro de distancia, resuena como un animal feroz cuyos colmillos metálicos arrancan las extremidades –o la vida– de quienes fracasan en su intento de domarlo.

Los voluntarios me cuentan historias sobre el actuar de las autoridades mexicanas y su mal trato hacia los migrantes. En especial por parte del Instituto Nacional de Migración (INM), debido a que los militares han dejado de intervenir en las deportaciones por temor a ser acusados de violaciones a los Derechos Humanos, ya que no es su trabajo detener a los que cruzan la frontera.

Las formas de detención son agresivas: cuando los migrantes se escondían en la maleza –me dicen– la migra mexicana le prendía fuego a la hierba seca para que salieran y sean capturados. A raíz de ese tipo de acciones, era la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) la que tenía que responder a lo que hacía del Instituto Nacional de Migración, lo que daba mala imagen al Ejército, de por sí manchado por las violaciones a los Derechos Humanos en casos donde participó como Tlatlaya y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero.

Al amanecer, tomo mi mochila y me despido silenciosamente del albergue Hermanos en el Camino. La carretera me espera. Estuve de paso, como todos los que llegan aquí.

 

*Embellecedores de Huesos (Los libros del Perro) es el primer libro de crónica viajera de Paul Antoine Matos (Mérida, 1993), en el que se cuentan las historias del sur de México: la pesca del pepino de mar, zapatistas abriendo sus puertas al mundo a través del arte y la cultura, y la limpieza de cráneos para el Día de Muertos.

 

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