Lo que vino a continuación fue una serie de instrucciones: primero me remitieron con el doctor Enrique Pedraza, hematólogo. Después llegaron muchas frases que poco a poco irían cobrando sentido. “Los necesito unidos” repetía el médico. “Cuando vengas al tratamiento, debes hacerlo siempre con tu esposo”, “habrá días difíciles, pero vas a salir bien”, “serán 6 ciclos de sesiones de quimioterapia, cada uno de tres días”, “se te caerá el pelo”, “vas a tener bajas las defensas y debes cuidarte mucho”.
Isabella, necesitas quimioterapia”. Solo tres palabras habían caído sobre nosotros como una sentencia fría y dura, y una nube de pánico, de dolor, de angustia se esparcía por aquel consultorio adornado de diplomas.
Bailando con la muerte
Tengo 42 años, estoy casada desde hace 12 años y tenemos una hija de 10 años. Tengo un pelo abundante y crespo que me encanta, y que nació así después de haberlo perdido todo durante la quimio. Tengo los brazos firmes por el ejercicio y estoy segura de que cualquiera que me viera encontraría en mí una mujer sana y vital. Y así me siento. Sin embargo, por alguna razón que se me escapa, la muerte ha tocado a mi puerta en más de una ocasión. Tanto médicos como religiosos estarían de acuerdo al decir que mi vida es un milagro.
Cuando tenía ocho años y caminaba por una calle de Cali, la capital del Valle del Cauca (departamento al suroriente de Colombia) donde nací, recibí el golpe seco de un ladrillo sobre mi cabeza. Cayó desde una construcción, dos o tres pisos más arriba. Caí tendida a mitad de calle. Por suerte, no necesité más que una larga sutura.
El 29 de marzo de 1998, con 17 años, cometí el error más grave y caro de mi vida. Le dije a mis papás que iría de fiesta muy cerca de casa, pero en realidad mi novio, otras dos parejas de amigos y yo tomamos camino hacia Guacarí, un pueblo a pocos kilómetros de la ciudad de Ginebra, cerca de Cali, donde vivíamos en ese momento. Casi siempre viajábamos los seis en un solo carro. Esa noche, el destino quiso que dos de ellos tomaran uno distinto.
De regreso a casa, nos encontramos de frente contra un enorme camión de los que transportan caña de azúcar: ni la velocidad ni el tamaño de la calle ni la pericia al volante del amigo que iba conduciendo jugaron a nuestro favor. El camión embistió el auto donde íbamos cuatro de nosotros. Todo se fue a negro. Un negro infinito.
Trece días más tarde salí de un coma inducido. Estuve 19 días en Cuidados Intensivos y un mes hospitalizada. Los médicos habían dado pocas esperanzas, así que mis papás habían puesto todo en manos de Dios y en la de un sacerdote especializado en el acompañamiento a enfermos y con habilidades de sanación, que estuvo rezando junto a mí durante varios días.
Dicen que cuando abrí los ojos estuve despistada, decía cosas incoherentes, no parecía tener idea de lo que había pasado. Así que, después de algunos vaivenes mentales, logré preguntar por mi novio. Fue entonces cuando supieron que era hora de saber la verdad: el impacto mató instantáneamente a Alejandro, mi novio, y a Juan Felipe, mi amigo. María Claudia, la otra chica que iba en el carro con nosotros, había sufrido una fractura de columna y quedaría cuadripléjica para siempre. Yo tenía un trauma craneoencefálico severo.
¿Qué probabilidades tenía de salir con vida y sin secuelas? Prácticamente ninguna. Pero ahí estaba, con 17 años, mi cabeza completamente rapada y una depresión que me consumía el alma. De las cuatro personas que íbamos esa noche en el mismo carro, solo dos estábamos respirando. Y solo yo tenía la oportunidad de aprender de nuevo a hablar, a escribir y a caminar, y seguir adelante mi con mi vida. Eso fue lo que hice.
El camión embistió el auto donde íbamos cuatro de nosotros. Todo se fue a negro. Un negro infinito.
Mi historia con el cáncer
En el año 2010, me hice una cirugía de implantes de seno. Me pusieron las prótesis francesas PIP. En ese momento parecían ser las mejores, porque solo algunos años después salió a la luz el escándalo que llevó a que cientos de pacientes en todo el mundo se las retiraran por afectaciones a la salud.
Ante las dudas, pedí a mi cirujano que las retirara y durante la operación descubrió que la prótesis derecha se había reventado. En ese entonces me cambió las siliconas por las texturizadas de Allergan.
Pasaron algunos años sin ninguna complicación hasta que, en noviembre de 2017, me palpé una bolita en el seno derecho. Acudí con mi médico y, tras una primera biopsia, las noticias fueron alentadoras: solo se trataba de un problema inflamatorio. Nada realmente serio. Pero la dicha duró poco. Aquel mayo de 2018, tuve que realizarme otra biopsia similar y volví a reunirme con el doctor Robledo en su consultorio. Me había pedido que fuera a verlo pues esta vez se trataba de una “lesión diferente”.
***
Después de cada ciclo de quimioterapia tuve que recluirme sola en mi cuarto, porque las defensas se me bajaban demasiado. Sin embargo, la peor parte la llevó Violeta, mi hija, quien intentaba con todas las fuerzas ser valiente cuando un infierno de dudas y temores la consumían por dentro.
El peor de nuestros miedos llegó a mitad del tratamiento: cuando todos pensábamos que estaba funcionando de maravilla, un examen mostró que tenía ganglios inflamados en el tórax y los pulmones. Pasados los seis ciclos, esos puntos malditos seguían apareciendo. La quimioterapia no se los había llevado. No hubo más remedio, aun cuando fuera altamente peligroso, que hacer una biopsia con laparoscopia. Por fortuna, no se trataba de metástasis.
En enero de 2019 fui remitida. ¡El cáncer había desaparecido de nuestras vidas! Ese agosto, Camilo y yo lo celebramos con un viaje soñado que habíamos tenido que aplazar. Y en febrero de 2020, tras darle muchas vueltas, decidí explantarme. La recomendación que me hacían los médicos era cambiar las prótesis por unas lisas, que suelen tener menores probabilidades de generar cáncer o síndrome de ASIA. Ellos creían que si no reemplazaba mis prótesis por las que sugerían, después de tantos padecimientos (yo había perdido mi pelo, entre otras cosas) un cambio tan drástico, como el de no ponerme nada, podría ser fatal para mi salud mental. Pero esta vez estaba decidida a no jugarme la vida. Si existía un riesgo, por pequeño que fuera, prefería evitarlo. Tomé la mejor decisión de mi vida y desde ese día, soy plana pero sana.
Esa frase la convertí en mi lema. Descubrí que, después de tantas pruebas superadas, mi enfermedad debía tener un sentido. Hace un par de meses creé mi empresa, Plana pero sana, con la que fabrico camisetas y hoodies con cremallera como aquellos que tuve que usar tantos días durante la quimioterapia. Con la marca, lo que busco es contar mi historia y crear conciencia de la importancia del autoexamen y la revisión constante: un cáncer detectado a tiempo puede tener un desenlace totalmente diferente. Uno feliz, como en mi caso.
Pero también busco apoyar a quienes hoy pasan por lo mismo que yo viví. Una parte importante de las ganancias de la marca va para Movimiento Luz Rosa, una organización dedicada a apoyar la detección temprana del cáncer de mama. No ha sido fácil llegar hasta acá: solo espero que mi vida y mi testimonio sirvan para salvar la de muchas mujeres.
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