Por primera vez en la historia de Estados Unidos un líder político y notorio hombre de empresas, de alto perfil público y personalidad extremadamente controversial es, en paralelo, candidato a la Presidencia de Estados Unidos y potencial reo por crímenes contra la nación. En un escenario posible, aunque remoto, Donald J. Trump podría ser elegido presidente de Estados Unidos vestido de bragas color naranja, viendo los resultados electorales de su candidatura desde una celda. La Constitución de Estados Unidos solo exige que el candidato sea nacido en Estados Unidos, de 35 años o más. Sobre esta posibilidad existen precedentes. El tenebroso Lyndon LaRouche fue candidato a presidente del país en 1992, mientras estaba preso por fraude.
Por supuesto, nadie pensó que Lyndon Larouche tenía posibilidad alguna de ser elegido. La diferencia es que Donald J. Trump tiene prácticamente asegurada la candidatura presidencial del Partido Republicano y, si vemos las encuestas en las cuales se compara con el actual presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, podría ganarle una segunda confrontación.
¿Cómo es posible que esto sea un escenario posible en la nación que dio a Lincoln, Washington, Roosevelt y Reagan, país bandera de la democracia y el sentido común?
En 2015 la candidatura de Donald J. Trump a la Presidencia de Estados Unidos fue vista inicialmente como un mal chiste. Desde 2001 hasta 2008 Trump había sido miembro del Partido Demócrata, luego se cambió al Partido Republicano y en 2011 se declaró independiente, sin mostrar firmeza ideológica alguna. Debido a sus múltiples quiebras financieras, algunas abiertamente fraudulentas, y a su perfil farandulero de promotor de boxeo y certámenes de belleza, nadie lo tomaba en serio. Sin embargo, su mensaje, concentrado en la pérdida de supremacía estadounidense y en lo que llamó el pantano político de Washington, el cual él iría a “drenar”, fue ganando adeptos, al combinarse con mensajes promotores de la supremacía blanca. Ese mensaje le ganó la nominación presidencial por el Partido Republicano y, luego, la victoria sobre Hillary Clinton, Por solo la quinta vez en la historia de Estados Unidos un candidato que perdía el voto popular ganaba la presidencia, una victoria inmediatamente aceptada por la candidata derrotada, siguiendo la larga costumbre ciudadana que ha sido la norma en la larga historia electoral del país.
La presidencia de Donald J. Trump promovió en la nación una polarización extrema, debido a su postura frente a los grandes asuntos nacionales y geopolíticos. Su relación con el dictador de Corea del Norte, su admiración por Putin, su rechazo de la OTAN, su sesgo pro-blanco en los asuntos raciales domésticos, su abandono del acuerdo climático de París, su solución de la gran pared para “terminar” con la inmigración ilegal, la extrema volatilidad de sus nombramientos y despidos (elogiaba copiosamente al recién llegado pero luego lo despedía insultándolos) fue configurando, durante su período presidencial, una presidencia excluyente, de ganar o perder, orientada a suprimir al adversario. Donald J Trump exacerbó tendencias que ya se insinuaban en el mundo político estadounidense para promover una polarización no diferente a la creada por Hugo Chávez en Venezuela, la cual ha servido para convertir a Estados Unidos en dos naciones separadas por el resentimiento, algo que solo había existido durante la guerra civil.
Esta primera presidencia de Donald J Trump reforzó su narcisismo y su apetito por el poder. De allí que, al llegar a su posible reelección, lo cual sucede en la mayoría de los casos a favor del presidente en ejercicio, Donald Trump estuviese anímicamente preparado para ganarla, al contrario de su primera presidencia, cuando él fue el primer sorprendido por su victoria. Sin embargo, tuvo una segunda sorpresa, perdió sin pensar que podía perder. Y no pudo o no quiso aceptarlo. Ya antes de las elecciones, por lo que pudiera suceder, Trump había dicho que él no aceptaría resultados adversos porque sospechaba que habría fraude electoral. Esta muestra de desconfianza en el sistema electoral estadounidense era algo bastante nuevo en la política estadounidense. Era como si el piloto de un avión saliera a decirle a los pasajeros: “Este aparato tiene ganas de caerse”.
Dos años después de su derrota Trump aún se niega a aceptarla y sigue hablando de un fraude, de un robo. Peor aún, esta negación continúa siendo la base fundamental de su campaña política. Su más reciente carta pública dirigida al comité del Congreso de Estados Unidos que investiga los sucesos del 6 de enero de 2021 está encabezada por una declaración tajante que reza: Dear Chairman Thompson, THE PRESIDENTIAL ELECTION OF 2020 WAS RIGGED AND STOLEN, es decir, La elección de 2020 estuvo arreglada y me fue robada. En esa carta de 14 páginas repite los mismos argumentos que han sido desechados a todas las instancias del Poder Judicial estadounidense, incluyendo la Corte Suprema de Justicia, donde los jueces afines a su partido tienen mayoría. La verdad objetiva muestra que para que Trump tuviese razón tendría que ser víctima de una conspiración de todas las instituciones del país: la Presidencia, el Congreso, la Corte Suprema, las gobernaciones de los estados de la Unión, sus excolaboradores más cercanos, su misma familia. ¿Cómo puede Trump sostener de buena fe la ilusión de haber sido estafado? Lo hace como estrategia política que le ha permitido, entre otras cosas, amasar millones de dólares en donaciones de sus entusiastas seguidores, lo cual –en sí– representa un fraude.
Esta carta de Trump es de tono demencial y, al combinarse con su actitud pública de sistemático desafío a las instituciones que no le complazcan en su deseo de ser presidente y con los múltiples juicios civiles y criminales a los cuales está siendo sometido, por acusaciones de violencia sexual, fraude continuado llevado a cabo por sus empresas y apropiación indebida de documentos de la nación, todo ello representa una situación legal muy precaria para Trump. Sin embargo, y aquí radica la tragedia de su saga, por una extraña alquimia política, este hombre de escasas cualidades éticas es visto por una buena parte de la nación como un patriota y un salvador. Lo que ha hecho Trump, sembrar dudas sobre el sistema electoral estadounidense, desconocer la voluntad popular, atacar agresivamente a los organismos públicos y a las personalidades políticas que no lo apoyan, incluyendo a su propio vicepresidente Pence, seguir predicando activamente la rebelión contra lo decidido a nivel institucional, todo ello configura un acto de agresión contra la nación que, asombrosamente, encuentra la aprobación cuasi religiosa de millones de ciudadanos.
Esto ha llevado a Estados Unidos al borde de una terrible crisis, la peor de todas las crisis que puede enfrentar una nación, que es la pérdida de confianza en sus instituciones, generada por la acción de un líder carismático que desea el poder a toda costa y que, de ganar la presidencia de nuevo, iría a vengarse de quienes –en su afiebrado rencor– no se plegaron a sus propósitos.
O a la Casa Blanca o a la cárcel, esta es la insólita encrucijada en la cual se encuentra Donald J. Trump, con todo lo que ello significa para el futuro de esta gran nación.
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