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Centenario del nacimiento de Carlos Andrés Pérez (II). Un CAP secreto.

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En homenaje a Blanca de Pérez

“….Carolina tiene una memoria prodigiosa. La ha cultivado al recitarles a los médicos su historia clínica. Se quedó ciega en 1997 a consecuencia de un derrame en el nervio óptico. Había tenido un cáncer de tiroides muy complicado en 1995 y la radiación le afectó el nervio. La han operado cinco veces de ese cáncer. Todas las intervenciones han tenido lugar en Estados Unidos. Específicamente, en un hospital público en Washington, donde la tratan gratis porque ella entró, a los 16 años, a un protocolo de investigación para una de esas operaciones. Fue en uno de esos viajes, en 2007, cuando el gobierno le negó el pasaporte, que finalmente logró con mucha brega y mediante el expediente de apelar a la opinión pública.-Excepto en la ocasión en que estaba aquí detenido, -dice Carolina-, mi papá siempre estuvo al lado de mí en las operaciones. Y me decía: no se me achicopale.

No se ha achicopalado jamás. No, al menos, delante de extraños. Desde 1999, al comienzo de este gobierno y hasta 2005 había carros que ralentizaban la marcha frente a la casa de la familia de Pérez, en Oripoto, y gritaban: “Carlos Andrés, asesino”. “Desgraciado”. Y alguno por allí: “Viva el gocho”.

-Ah, no eran más que gritones –dice Sonia- pero nunca hubo una agresión. Con la excepción del 9 de mayo de 2006, cuando nos allanaron la casa la DIM, la Disip y fiscales militares. Eso fue después del episodio de «los paracachitos». La orden de allanamiento decía que venían a buscar uniformes y armamento. Como mi mamá, que estaba sola, se tardaba en abrir, uno de ellos se montó en la cerca con intención de asaltarla. Mi mamá lo detuvo: “Si usted va a entrar, se quita la capucha”, (porque venían encapuchados). Eran más de 20 hombres con armas largas. Y nos hicieron un favor: solo se llevaron dos computadoras viejas que teníamos arrumadas. Lo hicieron a propósito, cargaron con eso para llegar con algo, porque teníamos computadoras nuevas y no las tocaron. Afuera se condujeron con rudeza pero al entrar se comportaron muy correctamente. Mi mamá les dio agua y café. Y yo les decía: disculpen, pero no tenemos cachitos. Y ellos se reían. Pedían disculpas para mirar debajo de las camas. “Disculpe, doña Blanca”, le decían. Y mi mamá respondía: “Qué va, no se preocupe. Yo estoy acostumbrada a esto, me lo hacían a cada rato cuando Pérez Jiménez».

Tampoco se achicopalaron el 4 de febrero, cuando doña Blanca, Carolina, la tía Ana Isabel Rodríguez, que tenía 80 años en ese momento, y los nietos, Carlos Andrés, de 3 años y Jacinto Andrés, de 4, soportaron un asedio de cinco horas de plomo en los alrededores de La Casona.

-Cinco minutos después de que mi papá se fuera, una vez alertado por Ochoa Antich, -dice Carolina- empezaron a temblar los vidrios y a sentirse tiros de metralleta, morteros que no estallaron. Tía Blanca metió a los niños en un «vestidor» en el dormitorio presidencial. Era un batallón de 240 hombres. Estuvieron disparando hasta las 7 de la mañana. A las 4 y media hubo un cese al fuego para recoger a los heridos. Mi mamá salió a la puerta con el brazo en cabestrillo (porque se había caído en Navidad y se había fracturado el húmero). Habló con los soldados e hizo entrar a los heridos. Los guardias nuestros se metieron en la antesala de la alcoba presidencial. Mi mamá mandó a ingresar también los heridos de ellos, porque nosotros teníamos un médico que estaba de visita, el doctor Moro. Nos pusimos a cortar las sábanas para hacer vendas. Esa noche no había primeros auxilios. Lo único que teníamos era becerol y brandy. Mi mamá y la administradora de La Casona atendían con vendas a los heridos con instrucciones del doctor. Entre los nuestros y los de ellos eran como 12 heridos. Había un soldado muy joven, que estaba temblando. Mi mamá buscó una toalla, y lo arropó.

-Hijo, todo está bien. Deja de temblar. No va a pasar nada -le dijo la primera dama.

-Usted es Blanquita.

-Sí, hijo.

-Señora, por favor, que mi mamá no sepa que yo vine aquí a hacer… esto. Ella nos levantó gracias a una máquina de coser que usted le dio. Yo vine aquí engañado, nos dijeron que veníamos a hacer tiro al blanco.

-A las 3 de la mañana –recuerda Carolina- vino el comandante del Batallón de custodia, Bacalao, y dijo que había que rendirse. Mi mamá le dijo: «Si a usted le faltan pantalones, a mí no». Y agregó: «Yo tengo armas. Carlos Andrés toda la vida ha guardado armas para cualquier cosa. Si es por falta de armas, no se preocupe». Carratú llamó y dijo que lo mejor era sacar a la familia. Mi mamá se negó aduciendo que la gente estaba defendiendo La Casona –creía- que nosotros estábamos adentro.  Todo había pasado y ellos seguían atacándonos.

La acción estaba comandada por el capitán Hernández Behrens. A las 6 de la mañana, cuando se rindieron, los hicieron entrar al área donde duermen y tienen las oficinas los edecanes en La Casona. Bacalao no había desarmado a Hernández Behrens. Por fin lo desarman y lo meten en un cuarto. Yo entré a verlo. Y él me dijo: “Señorita, por ahora ganaron ustedes”. Me pregunto qué me diría si nos volviéramos a encontrar.

-Puedo asegurar que con mi papá no pudieron –añade Carolina, al comentario de Sonia en el sentido de que jamás vio llorar a su padre-. A mi papá lo vi tres veces muy perturbado. La primera vez fue con lo del Sierra Nevada, fue terrible el juicio. Lo dejaron solo. Nadie le quería hablar. Nadie lo quería ver. Mi papá estaba caído. El teléfono no sonaba. Si llegaban 4 tarjetas de navidad fue mucho, cuando en las buenas épocas llegaban por centenares, lo mismo que las cestas de Navidad. La segunda, con la muerte de nuestra hermana Thaís, en 1994. -Y la tercera vez fue ese mismo año –tercia Sonia- cuando salió de la Presidencia. Eso lo transformó. La gran manifestación de ese cambio es que antes de 1994, mi papá no hablaba mal de nadie, a lo más que llegaba era a calificar a alguien de pobre de espíritu.

Después de eso cambió, se volvió un hombre triste y desilusionado y más severo al expresarse de la gente. Estoy hablando de un hombre que jamás decía malas palabras. Lo único que decía cuando estaba muy bravo o sorprendido era “carajo”. Y aún en los peores momentos jamás albergó rencores. Tenía enemigos políticos, pero ninguno personal.

-Se hubiera podido ir –recuerda Sonia-. Se quedó porque a mi papá le importaba mucho la historia.

Título y edición Carlos Ojeda. Extracto de la revista Clímax noviembre de 2011.

“Hubo un Carlos Andrés Pérez secreto” – Milagros Socorro.

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