En sus libros iniciales que fueron decisivos para fundar y teorizar el MAS –que nada tiene que ver con el actual– Teodoro Petkoff le dio lugar primordial a la ideología. Un partido comunista, socio de uno de las dos grandes potencias nucleares en pugna en la Guerra Fría, como era el Partido Comunista Venezolano que abandonaban, era una agrupación minúscula, insignificante, ajena al dominio de AD y Copei, por tanto, ante todo debía buscarse la manera de conquistar la mente y la sensibilidad de los venezolanos con el nuevo partido.
Poco antes había aparecido uno de los libros capitales que hicieron la contemporaneidad nacional, Comunicación y cultura de masas, de Antonio Pasquali. Allí se mostraba que ese reciente y mágico aparato que era la televisión no era un divertimento banal, para las novelas de las tías y los muñequitos de los muchachos, sino el aparato ideológico mayor que conformaría en gran parte la conciencia universal masiva por muchas décadas. Así nacía la comunicología en Venezuela, y en buena medida en América Latina. Petkoff lo había leído y venerado. De ahí surgía una conexión muy simple con su proyecto: para poder llegar al cerebro y el corazón de los desposeídos nacionales habría que utilizar ese poderoso instrumento.
Pero resulta que nuestra televisión privada, básicamente un oligopolio que manejaba más del 80% del público, era de una lamentable calidad, ajena a las tareas cívicas y culturales que tanto bien hubiesen hecho al país. Y era ajena a cualquier libertad, comandada por los intereses de sus dueños, que habían pactado con el bipartidismo para hacerlos los únicos visitantes de sus espacios informativos y políticos a cambio de hacerse inmunes por sus desmanes anticulturales. A decir verdad, el MAS, como otros partidos pequeños, no combatieron en ese frente, para intentar obtener algunas migajas del festín radioeléctrico. Pero Teodoro no. Combatió con fiereza esos desmanes y fue solidario con todos los que se enfrentaban con el monstruo de dos cabezas que eran lo más lúcido de nuestra inteligencia.
Recuerdo el escándalo que armó cuando un joven mató a su profesor por una nota muy fea. Teodoro fue a la prensa y declaró que los escritorios de los ejecutivos de la televisión deberían estar llenos de esa sangre, que seguramente venía de la violencia incesante, cotidiana de los seriales televisivos. El estruendo no ha podido ser mayor. Y hasta el ejecutivo principal de la industria del “entretenimiento” declaró que Teodoro era un hombre valiente y algo de verdad había en sus declaraciones, pero no comprendía la mecánica de los negocios. Esos no, por supuesto.
Otra vez entrevistado en la televisión misma sobre la violencia que aterraba a los ciudadanos contestó, ante la periodista sorprendida, desconcertada, que ese problema comenzaba en donde estaban, que era una especie de escuela del crimen donde a muchos jóvenes, después de haber visto miles de crímenes en su infancia y adolescencia, poco respeto les debía quedar por la vida humana.
Y recuerdo también como ejemplo de su capacidad de enfrentarse a la incultura y el bozal político que dijo irónicamente que la televisión era un rarísimo negocio en que las ganancias crecían en la medida que se hacía peor, más ajena a la libertad ideológica y más detestable en sus contenidos. Estas anécdotas basten para sintetizar su pensamiento, harto más complejo, sobre la cuestión vital de la comunicación de masas.
Lo traigo a colación, un tanto por los cabellos, porque parece haber una campaña nostálgica por aquella televisión supuestamente libre y amable, que es un peligro para una futura reconstrucción del país, cuando la hubiese y si la hubiese. Si así fuera la televisión de mañana, los medios en general, por supuesto no tendrían nada que ver con el inigualable horror del presente en manos de la incultura total y el espíritu ideológico más sucio, nada más infernal, pero tampoco con la de ayer, aunque tuviese un rostro más risueño. En cierto modo una es hija, continuidad, de la otra.
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