Hay una cordillera allá, a más de 1.500 kilómetros de Uruguay que es, a la vez, salvaje y hermosa. Se trata de la cadena de montañas más larga del planeta. Con una longitud aproximada de 8.500 kilómetros, la cordillera de los Andes atraviesa siete países -Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Perú y parte de Venezuela- y tiene su punto más elevado en el Aconcagua, una montaña mendocina de casi 7 kilómetros de altura.
En la región argentina de la cordillera está también el valle de las Lágrimas. A 3.500 metros de altura, entre el volcán Tinguiririca y el cerro Sosneado, es un lugar liso y llano. Cuando no hay nieve es una zona de tierras marrones y grises, de piedras sueltas. Cuando nieva, todo se transforma en un paisaje blanco, uniforme, eterno.
Allí, dicen, el silencio es más silencio y la soledad es más profunda, las estrellas parecen más cercanas, la noche es más negra y, cuando hay sol y los rayos caen sobre la superficie blanca, la belleza es tanta que cualquiera podría, allí mismo, conmoverse, llorar, quebrarse.
Ese valle es el lugar en el que un grupo de uruguayos vivió -sobrevivió- durante 72 días después de que el avión en el que viajan hacia Chile perdió el control y cayó en un valle a 4.000 metros de altura, rodeado por unas montañas inmensas, imposibles.
Hay otra cordillera, sin embargo, que está acá, bien cerca: a veces tiene la forma de un recuerdo, otras de una fecha, otras de una palabra, otras de un objeto, otras de una imagen. A veces parece que no estuviera, que fuera demasiado lejana, que, con el tiempo, el peso de esa montaña se fuera diluyendo.
Y sin embargo la cordillera siempre está: en los sobrevivientes, en los familiares de los que no volvieron, en todas las personas que estuvieron conectadas de alguna manera al accidente del avión uruguayo en los Andes.
Hoy se cumplen 50 años de ese accidente que para algunos fue una tragedia y para otros fue un milagro. 50 años en los que se publicaron libros y se filmaron películas y se hicieron documentales. 50 años de conferencias, de homenajes, de encuentros, de repetir la historia una y otra vez o de elegir no contarla nunca. 50 años de volver a la montaña o de no volver nunca. 50 años de entender que hay una cordillera allá, bien lejos, en la que quedaron enterrados los restos de los que murieron, pero que también hay otra acá, bien cerca, bien adentro: que cada uno tiene su propia montaña.
La historia
El 12 de octubre de 1972 un grupo de jóvenes rugbistas del equipo amateur Old Christians, junto con amigos y familiares, se subieron al Fairchild FH-227D T-517 de la Fuerza Aérea Uruguaya rumbo a Santiago de Chile.
La excusa era un partido amistoso contra el Old Grangonian Club, más conocido como el Old Boys, pero el verdadero motivo del viaje era otro: ir a pasear, aprovechar que el cambio era favorable, salir de noche, hacer compras, pasarla bien. Para muchos era el primer viaje en avión. Para muchos era la primera vez que viajarían solos. Era una fiesta: eso es lo que dicen todos.
Lo que sucedió después, el momento exacto en el que todo empezó a cambiar y un viaje en avión se convirtió, de a poco, en el inicio de una historia, fue más o menos así: una parada imprevista en Mendoza, una noche paseando por Argentina, unas condiciones climáticas que no eran favorables para atravesar la cordillera de los Andes, la ansiedad de los pasajeros por retornar al viaje, la presión a los pilotos para hacerlo, un error de navegación, un pozo de aire y otro y otro y otro más profundo, los picos de las montañas demasiado cercanos, un golpe, un ala que se quiebra, un ruido brutal, el fuselaje que se parte en dos, algunos pasajeros que salen despedidos, lo que queda de un avión cayendo, deslizándose por la nieve cuesta abajo, el aire helado que empieza a sentirse y, de pronto, asientos, fierros, cuerpos, todo retorcido, roto y aplastado, un silencio de muerte. Afuera, la cordillera de los Andes, gigante y majestuosa, con todo su silencio, con toda su ferocidad, con toda la soledad de la que es capaz.
“Levanté la cabeza, que la tenía entre las piernas, y lo que vi es algo terrible, un caos total de aquel avión feliz en el que íbamos (…) Y cuando pude levantarme vi el caos de asientos, de fierros retorcidos contra la pared que separa el fuselaje de la cabina de pilotos, todos escrachados ahí como pegotines, con sangre y gritos. Y vos no querés ni ver ni oír nada y te das vuelta para irte y atrás tuyo no hay más avión”, recuerda Coche Inciarte, uno de sobrevivientes del accidente.
Era 13 de octubre de 1972. En el fuselaje había 32 personas con vida. A las cuatro de la tarde empezó a nevar en la cordillera de los Andes.
La primera noche en la montaña fue la peor de todas. Roy Harley, sobreviviente, la recuerda así: “Para los que creemos que el infierno existe, esa noche vivimos en un infierno. Fue impresionante. Había tormenta, no había luna, no había nada, la oscuridad era total. Nos metimos al avión como pudimos, entre los muertos, los fierros, heridos, se sentían gritos. Nadie pudo dormir”.
Por la mañana salió el sol y, con el sol, llegó un poco de alivio: lo que por las noches era aterrador, con la luz del día era un paisaje improbable, un paisaje repleto de belleza.
Lo que siguió después fue entender lo que había sucedido, intentar comprender dónde estaban con la única pista que tenían -las palabras de Dante Lagurara, uno de los pilotos, que les había dicho “pasamos Curicó”, antes de morir- repartir la poca comida que tenían, rezar, buscar calor, intentar fabricar agua, curar a los heridos, mantener el fuselaje -que ahora era algo parecido a un hogar- ordenado y limpio, aguantar el dolor, soportar vivir entre los cuerpos muertos de sus amigos y familiares, escuchar por la radio que la búsqueda se había suspendido, que los daban por muertos, la sensación absoluta de abandono, la decisión de comer el cuerpo de los muertos y la convicción de que, si querían irse de la montaña, tenían que caminar hasta lograrlo, hasta que el cuerpo delgado y débil aguantara. Al menos tenían que intentarlo.
Todo en esta historia ya fue contado: la noche en que una avalancha los dejó sepultados dentro del fuselaje, los que murieron porque no resistieron más, los que murieron por ser demasiado generosos, las expediciones que salieron mal, la caminata de Roberto Canessa y Fernando Parrado, el encuentro con el arriero Sergio Catalán, el rescate con los helicópteros, el reencuentro con los familiares, la conferencia de los 16 sobrevivientes.
Entonces, ¿qué tiene para decir una historia que ya fue contada y repetida tantas veces?
¿Qué queda 50 años después?
“No te acostumbrás. No te acostumbrás, incluso 50 años después. Yo de repente pienso que oigo los pasos de mi hermano subiendo la escalera”, dice Stella Pérez del Castillo, hermana de Marcelo, que en 1972 era el capitán del equipo de rugby y fue, también, un líder en la montaña.
Numa Turcatti fue el último en morir en la cordillera. Su hermano, Daniel, dice esto: “En mi casa fallecieron mis padres, fallecieron mis hermanos. A ellos yo los vi cuando murieron. Hablar de ellos no me genera un dolor especial. En cambio con Numa me pasa algo tan especial, nunca hice el verdadero duelo, entonces cuando hablo de él (…) me vienen unas ganas de llorar, más allá de que pasaron 50 años”.
Quizás todo tenga que ver con eso: con contar esta historia una y otra y otra vez con la certeza de que hay algo -un duelo, un recuerdo- que nunca se termina, que perdura. Hacerlo sabiendo que aunque la cordillera de los Andes esté lejos también hay una montaña acá, bien cerca, bien adentro.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional