Para el momento en que redacto este escrito, acaba de tener lugar la rueda de prensa que Donad Trump y Vladimir Putin sostuvieron al fin de un encuentro bilateral histórico. Lo más resaltante de las declaraciones de los dos mandatarios es el objetivo común de asegurar la paz mundial, lo que marcará y consolidará el fin de la confrontación entre los dos países y el establecimiento de una atmósfera de cooperación y de diálogo productivo para los años por venir.
Escepticismo y temor de parte de los observadores fue lo que prevaleció en los días precedentes a esta reunión. Había en el ambiente inquietantes razones de fondo que tienen hondas raíces políticas e históricas en temas universales de gran peso. Pero igualmente había razones de forma, debido al desafiante vigor de las personalidades de los dos líderes, lo que va a contravía de una suerte de magnetismo que parece estar presente entre ellos. La vanidad de cada uno de estos dos hombres estaba llamada, por igual, a haber jugado una carta importante en el encuentro y, dentro de ello, el omnipresente deseo del soviético de recuperar la primacía que su país ostentó años atrás debe haberse topado frontalmente con la actitud prepotente que el presidente norteamericano exterioriza dentro y fuera de su tierra, en relación con el poderío estadounidense.
En todo caso, este encuentro era crucial para la resolución de grandes temas de la dinámica internacional, toda vez que la política exterior de estas dos naciones se dilucida en la cabeza de estos dos dirigentes y no en otras instancias de sus respectivas administraciones. Lo que se haya acordado entre ellos en Helsinki, mas allá de las declaraciones oficiales, comprometen tanto a la Casa Blanca como al Kremlin de una manera determinante. En el caso ruso, el género de régimen absolutista que priva en el país no da espacio a que terceros opinen en torno al pensamiento de su líder; pero en Estados Unidos, la libertad de opiniones imperantes ha despertado una especie de diatriba en torno a los temas que deben dilucidarse de la mano o en contra del jefe del Estado ruso. El Congreso americano y la Fiscalía deben haber estado atentos a cada detalle de lo acordado con los rusos.
La agenda del encuentro incluía temas tan significativos en la escena internacional como el desarme nuclear de Corea del Norte, el terrorismo islámico, la invasión rusa de Crimea, la guerra en Siria y uno de gran calibre que toca de cerca al presidente Trump y tiene que ver con la injerencia rusa en las elecciones norteamericanas que lo hicieron presidente. A todos ellos se refirieron los dos mandatarios para informar que fueron debatidos más no resueltos. También hicieron mención de cómo los vínculos entre ambos países se han deteriorado crecientemente por diferencias de posiciones en muchos de estos temas, hasta el punto de que, de acuerdo con ambos presidentes, la bilateralidad se encuentra en el peor de sus momentos desde el fin de la Guerra Fría.
La teatralidad en el encuentro, lo que se veía como el plato fuerte de la reunión, estuvo ausente. Ni ganadores ni perdedores hubo al final. Lo que un lado calificó de “encuentro exitoso”, el otro calificó de “reunión positiva”. NATO y Europa no dieron lugar ni a un comentario. Para ambos líderes, los retos comunes a ambos, que se circunscriben a mantener seguridad y estabilidad mundial a partir del restablecimiento de la confianza mutua, no son competencia de terceros.
Nada bombástico puede ser subrayado en las conclusiones que ambos presentaron de su reunión, pero nadie puede negar que lo mejor para el mundo es que las dos grandes potencias que manejan más de 90% del poder nuclear planetario se entiendan.
Desde esa óptica, los acercamientos que se han estado produciendo entre los dos titanes, Trump y Putin, y el de Helsinki entre ellos, no pueden ser sino positivos.
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