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Otra vez el fascismo al desnudo

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La incapacidad estructural de los modelos militaristas de dominación para administrar las diferencias inevitables que surgen en una sociedad plural, hace que su discurso no pueda superar el nivel básico de las divisiones dicotómicas.  Dada su imposibilidad de entender la grisácea complejidad que caracteriza la realidad social, el militarismo basa toda su argumentación en un reduccionismo dualista que simplifica el mundo entre buenos y malos, patriotas y traidores, obedientes y rebeldes, los míos y los contra mí.

Derivado de esa misma incapacidad, el militarismo gusta de esconder su indigencia argumental recurriendo con indeseable frecuencia al insulto y la descalificación personal. Al insultar, siente engañosamente que queda exonerado de argüir y razonar, para lo cual obviamente se sabe en  desventaja. Por eso los militaristas son tristemente conocidos en su relación con los demás por su propensión a la ofensa, la provocación y el escarnio.

En Venezuela, nuestra oligarquía gobiernera ha usado desde hace mucho tiempo, en su repertorio de insultos, el calificativo “fascista”, para endilgárselo de manera indiscriminada a los no sumisos. Poco importa si la mayoría de quienes lo usan como fetiche discursivo conozcan qué significa. “Fascista” suena feo, sabe a insulto, y eso es suficiente. Al fin y al cabo, el objetivo es agraviar, y para eso cualquier palabreja que suene repulsiva y fachosa sirve.

Lo interesante y al mismo tiempo irónico de todo esto es que nuestros burócratas oficialistas suelen ser tan ignorantes que si supieran qué es en verdad el fascismo, sabrían que ellos son hoy por hoy en el mundo unos de sus mejores y más genuinos representantes.

A manera de rápida recordación, hagamos un vuelo rasante sobre algunas de las características más salientes del fascismo como modelo político-social de dominio. Por ejemplo, el fascismo reconoce los derechos de las personas sólo cuando no entran en conflicto con las necesidades del Estado (y por tanto, son siempre inferiores y subordinados a estas últimas). Y como en estos modelos el Estado es lo mismo que el partido gobernante, las “necesidades del Estado” se traducen en la práctica en los intereses y las conveniencias de la camarilla oficialista. Cuando en el fascismo la clase política en el poder habla de los “intereses del Estado”, lo que en realidad está hablando es de sus propios intereses personales, sean económicos o de dominio.

El fascismo además mantiene una idolatría cuasi fálica a la figura de las armas, como fuente y sinónimo del poder; busca la constante exacerbación de las desigualdades sociales con fines políticos (y, por tanto, su interés se reduce a  mantenerlas pero no a resolverlas); vende una fantasiosa igualación del líder –presentado como supremo, único y casi sobrehumano- con los héroes ancestrales de la patria; asume que la vida del país queda subsumida en el Estado; muestra un inocultable desprecio por los mecanismos de intermediación e instituciones ciudadanas, para defender un modelo vertical líder-ejército-pueblo; abunda en referencias discursivas a la sangre, el sacrificio y la muerte; persigue una constante exaltación y movilización de las masas mediante la manipulación de la frustración individual o colectiva; reduce la complejidad social de los problemas y conflictos a la identificación de un enemigo (otro país, los adversarios políticos, el imperialismo); sufre una crónica obsesión por el complot y la amenaza de los enemigos; y propugna la idealización de la violencia como forma de control político. Como usted seguramente habrá notado, cualquier parecido de las características anteriores con el modelo que profesa el actual gobierno venezolano no es ninguna coincidencia.

Para colmo de similitudes, el madurismo mantiene y alimenta uno de los rasgos más distintivos y definitorios del fascismo, como lo es el uso de la tortura y la violación sistemática de los derechos humanos, tal cual lo evidencia con pruebas irrefutables el reciente Tercer Informe de la Misión de Determinación de Hechos de la ONU en su análisis sobre Venezuela.

Pero no sólo eso, sino que ante la decisión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, aprobada por mayoría, de extender por dos años más el mandato de la Misión Internacional Independiente de Expertos encargada de estudiar las sistemáticas violaciones a los derechos humanos de los venezolanos por parte de las fuerzas represivas del gobierno, la respuesta esperable de éste último fue apelar a los típicos clichés fascistas. Desde la gastada tesis de la “canalla mediática” hasta la sempiterna tesis de la conspiración internacional “que intenta alterar la paz de la nación con la finalidad de desestabilizar la democracia venezolana”, según reza el decadente comunicado de la cancillería criolla, los argumentos del gobierno venezolano son los típicos del manual de narrativas del fascismo.

Es conveniente recordar que la Misión Técnica de Determinación de Hechos de la ONU tiene como objetivo verificar de manera independiente que el Estado venezolano cumpla con su responsabilidad primordial de proteger, respetar y hacer efectivos los derechos humanos y las libertades fundamentales de sus ciudadanos y de cumplir las obligaciones que les imponen los tratados y acuerdos de derechos humanos en que son parte. Esta obligación es la responsabilidad principal y prioritaria de todos los Estados, de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos, los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y otros instrumentos internacionales pertinentes en la materia de protección a las personas.

Pues bien, el régimen de Maduro ha rechazado esta sana resolución que no puede ser temida por ningún gobierno del planeta (salvo que tenga mucho que esconder) alegando que tal verificación sobre si en nuestro país se respetan los derechos humanos de la población es una “injerencia en sus asuntos internos”, como si la soberanía pudiera utilizarse a discreción y como fetiche argumental para ocultar asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas,  detenciones arbitrarias, torturas, y demás tratos crueles, inhumanos o degradantes  como los que se cometen hoy a diario en Venezuela, y que han llevado a la propia ONU a reconocer que tales crímenes forman parte de un patrón coordinado con las altas autoridades del gobierno de Maduro y constituyen una política sistemática del Estado venezolano. Desde su convicción fascista, para la clase política madurista los derechos de las personas nunca puede ser prioridad. Lo prioritario es argüir una supuesta defensa de la soberanía del Estado (que, de nuevo, entiéndase como la defensa de sus privilegios económicos y de sus apetitos de poder), aunque ello se haga a costa de los derechos humanos más elementales.  No hay nada más fascista que esto.

“Fascista” no es una buena palabra. Sin duda. Pero utilizado como etiqueta para otros en boca de sus indiscutibles representantes, no pasa de ser un vulgar sarcasmo. Tan irónico como reprimir en nombre de la paz, o torturar a otros por amor a los semejantes.

Una reflexión final, dirigida especialmente a los compatriotas que todavía militan en la acera del afecto oficialista: las personas inteligentes observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre personas de mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno, es que las primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un gobierno tortura y viola los derechos humanos como política de Estado, no importan ni sus autoetiquetas ni sus justificaciones: ya perdió el sustento moral sobre el cual descansa su legitimidad.

Más allá de las diferencias ideológicas o de credo político, lo que nos une como raza humana es la primacía de la persona y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de quien se trate. Ese es el criterio que en lo individual diferencia a una persona de un animal, y el que en lo político define si un régimen es o no moralmente justificable.

@angeloropeza182

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