Volver al tiempo de los enconos para comprender al presente y sus polaridades es indispensable, hoy más que nunca. Solo así será posible mirar al porvenir y, previamente, sujetar a la parte virtuosa del Ser venezolano que somos –a la nación, o a la patria como su expresión sublimada- más allá de la pulverización política de la república acontecida.
Lo que se dice bajo polaridades pierde objetividad, pero asimismo muestra la nutriente de esas patadas históricas a las que intentarán torcerle la mano estadistas como Rómulo Betancourt.
Mientras el antibolivariano Cristóbal M. González de Soto escribe en la Caracas de 1872 su Noticia histórica de la república de Venezuela, que publica en Barcelona, España, a fin de señalar que Bolívar traicionó a los españoles, una centuria más tarde, en 1964, al concluir su mandato democrático Betancourt recordaba a sus compatriotas que “el yo acabaré con los godos hasta como núcleo social, de la conocida frase del autócrata, que se exhibía con externo atuendo liberal, es expresión que tipifica esa saña cainita que ha dado fisonomía a las pugnas interpartidarias en Venezuela”.
Desde entonces, hijo de la experiencia, mora inacabado el propósito de este gobernante en su segundo mandato, si contamos a su presidencia dictatorial de 1945: “La coalición ha significado y significa la eliminación de ese canibalismo tradicional en nuestro país en las luchas de partidos, realizadas en los intertulios democráticos, paréntesis fugaces entre largas etapas en las que se impuso sobre la nación el imperio autoritario de dictadores y déspotas”, dijo.
Es eso, exactamente, lo que, con palabras crueles y de encono grafica González de Soto: – “A Bolívar –reseña– lo traicionó y derribó José Antonio Páez; a Páez lo traicionó y tumbó José Tadeo Monagas; a este lo traicionó y echó abajo su teniente y hechura Julián Castro; a Castro lo amarró y prendió el partido de Manuel Felipe de Tovar, por traidor a la causa del orden; a Tovar lo derrocó Páez por inepto, para hacerse dictador; a Páez lo aplastaron los federales acaudillados por Juan Crisóstomo Falcón, titulado por los paecistas vándalos, asesinos, ladrones, incendiarios y malvados; pero estos en despique titulan a los otros godos, tiranos asesinos y perversos. A Falcón lo echaron a rodar con estrépito Monagas y el partido azul compuesto de godos y liberales; y a estos los traicionaron y vendieron sus mismos defensores, para entregarlos al partido amarillo federal que acaudilla Antonio Guzmán Blanco, que sólo se ocupa en exterminar a los godos y azules, repartir sus bienes, asolar los campos, entrar a saco en los pueblos y barrer el ripio de la exigua propiedad que quedaba”.
Nada que agregar, luego, sobre la traición de J. V. Gómez a Cipriano Castro, su compadre, en el año 1908, para hacerse del poder hasta 1935. Le sucederá López Contreras, edecán del primero y al que no soportaba por disoluto, y quien luego se divorcia de su hechura y sucesor Medina Angarita.
A ambos les eyecta del poder Marcos Pérez Jiménez, militar de escuela como el último, quien luego resentirá haber sido traicionado por los adecos a partir del 18 de octubre, su obra. A la sazón, el eximio novelista Arturo Uslar Pietri, delfín de Medina, nunca le perdonaría a los últimos y hasta su muerte haber visto frustrada su carrera hacia el Palacio de Miraflores.
Es esta la cuestión, entonces, que busco desentrañar.
Releo a José María de Rojas Espaillat, el último marqués venezolano, consagrado por León XIII. Hermano menor del celebérrimo escritor y médico como explorador Arístides Rojas, y ambos hijos de padres dominicanos radicados en Caracas durante señalado siglo, es, por cierto, quien sostiene ante Gran Bretaña el reclamo por la defensa de los límites orientales de Venezuela hasta el río Esequibo.
Su obra célebre Simón Bolívar, que edita en 1883 la Librería de Garnier en París y en la que se le identifica como Correspondiente de la Real Academia Española y Oficial de Instrucción Pública en Francia, acopia inéditos documentos para la época a fin de presentar “la apoteosis del hombre que completó la obra del descubridor del mundo”, con motivo de su centenario, presidido por otro dictador, el general Antonio Guzmán Blanco, titulado Ilustre Americano.
Una cita de Rojas, pues, es aleccionadora.
En vísperas de extinguirse la Gran Colombia, obra de Bolívar –cercado este por la imprudencia de haber permitido el debate sobre el establecimiento de una monarquía como forma de gobierno, al llegar a Bogotá el 15 de enero de 1830–, Posada Gutiérrez lo describe así: “Vi en él algunas lágrimas derramarse; sus ojos tan brillantes y expresivos, ya apagados; su voz honda, apenas perceptible; los perfiles de su rostro, todo en fin anunciaba en él, la próxima disolución del cuerpo, y el cercano principio de la vida inmortal.
“Agotado ya por el sufrimiento –prosigue– y entre desengaños… y temiendo a cada instante que su gloria, su muy legítima gloria, se eclipsara en el tempestuoso cielo de Colombia, no tuvo el valor necesario para retirarse a tiempo y dejar a otros la ingrata tarea de destruir el fruto de la abnegación y el sacrificio”.
El quid del asunto, entonces, es analizar si a la luz de lo actual y deconstruida la nación bajo una imaginaria república ¿es ello el reflejo del torbellino político fratricida que se le sobrepuso durante la segunda mitad de la república civil y democrática?
En mis palabras ante la Academia de Mérida –“La conciencia de Nación: Reconstrucción de las raíces venezolanas”– concluyo, no por azar, que no habrá república sin nación y sin cauterizar sus heridas.
Antes de que la política vuelva y deje de ser, como lo es, simulación y narcisismo, urgirá resolver el entuerto de Tío Tigre con Tío Conejo planteado por Antonio Arráiz, o entre “la rabia heroica de Juan Veguero… y el candoroso idealismo de Juan Parao”, descritos por Rómulo Gallegos. Somos generosos los venezolanos, sí, hasta en los odios, atizados desde 1999.
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