Encabeza mis divagaciones de este domingo el título de una obra difícil de catalogar y debida al estro de Ítalo Calvino —Le città invisibili, 1972—. Lo plagié en razón de la inmaterialidad e intangibilidad de los secretos encantos y los atractivos bien escondidos de un par de capitales de estados encomiadas superlativamente por Nicolás Maduro en sendas visitas dispensadas a las mismas; sin embargo, antes de disparar contra sus espejismos y delirios, debo reseñar los cumpleaños de dos urbes andinas fundadas, con un año de diferencia, un día como hoy 9 de octubre. La primera, bautizada Nuestra Señora de la Paz de Trujillo por Diego García de Paredes en 1557, mudó de emplazamiento en 7 ocasiones. Este vaivén le valió el mote de «Ciudad Portátil» — de allí, conjeturo, derivó Adriano González León, trujillano al fin, el nombre de su novela País Portátil, ganadora en 1968 del Premio Internacional Biblioteca Breve—. La segunda, debe su cristianización a Juan Rodríguez Suárez, quien la llamó Santiago de los Caballeros de Mérida en homenaje a su tierra natal (Mérida de Extremadura, España). Y, concluido el exordio, proseguimos con las ilusorias metrópolis del autor de El vizconde demediado y su correlato, las desproporcionadas analogías del mandamás aparente e incombustible señor de los embustes y las exageraciones, émulo de Pinocho y del barón de Münchhausen.
Las fascinantes relaciones de expediciones consignadas en diarios y bitácoras de antiguos navegantes abundan en fabulosos seres y reinos concebidos para maravillar a príncipes crédulos y gobernantes codiciosos, susceptibles de ser engañados y estafados con promesas de riquezas localizadas en míticas, legendarias o quiméricas regiones y comarcas cuyas imprecisas coordenadas inutilizarían brújulas, sextantes y astrolabios —El Dorado, Julfar, Shambhala, Aztlán, Shangri-La—. Quizás tales invenciones motivaron a Calvino a componer las escenografías urbanas descritas por Marco Polo a Kublai Kan, emperador de los tártaros. Al poderoso descendiente de Gengis Kan le asombraban las inverosimilitudes del mercader y explorador veneciano, pues las ciudades ingeniadas por Calvino son metáforas de la ciudad moderna, ciudades felices con nombres de mujer, ocultas en ciudades infelices, graficadas verbal e histriónicamente por el avispado aventurero: Diomira, con sus sesenta cúpulas de Plata, e Isadora donde los deseos son ya recuerdos. Seguramente el tártaro se sobresaltó con el retrato de Zaira, ciudad hecha de «relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia al suelo de un farol y los pies colgantes de un usurpador ahorcado». No me propongo transcribir aquí los misterios y excelencias de las ciudades calvinistas —perdóneseme el (ab)uso del adjetivo—, sino, guardando la inevitable distancia, poner en evidencia la árida imaginación, escasa sindéresis y excesivo chauvinismo del muñeco de Padrino al sostener, en una aproximación al castellano de singular sintaxis, dislates de esta guisa: «Yo conozco Miami. He visitado Miami con Cilia y hemos estado en la Calle 8. Hemos bailado salsa en la calle 8… Y yo que conozco Miami, es una ciudad con una sola calle y unos edificios más o menos bien pintados. La Guaira es una superciudad. La Guaira le da tres patadas a Miami en belleza, en extensión, en servicio, en diversión, en todo. ¿Para qué ir a Miami? No hay nada que hacer; más bien, que los miamenses se vengan para acá». O de esta otra: «Así como yo digo que La Guaira le da dos patadas a Miami, Valencia le da tres patadas a Nueva York hoy por hoy de lo bella que está, lo segura, lo iluminada, lo arregladita, lo pintadita. Valencia se va constituyendo como una ciudad potencia».
Entre el 15 y 16 de diciembre de 1999, en el estado Vargas —ahora inexistente por capricho toponímico de un gobernador ignaro, anacrónico e incivil—, mientras el mundo y el país esperaban el cambio de milenio, y el desaprensivo Hugo Chávez convocaba a refrendar la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (consulta desestimada por la mitad de los votantes inscritos en el Registro Electoral Permanente), a fin de blindar su «revolución», las montañas del litoral varguense, después de semanas empapándose bajo lluvias de inusitada intensidad, comenzaron a expeler torrenciales ríos de agua, lodo y piedras, arrasando en su paso hacia el mar con todo obstáculo fijo o móvil. Aquel deslave, una de las peores tragedias de nuestra historia, causó una cantidad aún no determinada de muertes y desaparecidos —15.000, de acuerdo con cálculos conservadores; 50.000, según alarmantes despachos noticiosos—, daños irreparables a decenas de miles de viviendas y multimillonarias pérdidas. A Carlos Genatios, designado autoridad única a cargo de los planes de reconstrucción y prevención en la costa central del país, no le pararon ni medio. Claro. No era sumiso, ni tenía las credenciales de Leopoldo Sucre Figarella, José González Lander o el general e ingeniero de talante civil Rafael Alfonzo Ravard, egresado del Instituto Tecnológico de Massachusetts: gerentes de eficiencia probada en empresas y proyectos de gran envergadura como el desarrollo de Guayana y el Metro de Caracas. Han transcurrido 23 años desde entonces y todavía La Guaira no se recupera del todo. Y Valencia, el otro objeto de admiración tonto madureca, pasó de ser ciudad industrial a remedo de Transilvania en permanente Halloween, animado por Draculón en plan de Vlad el empalador. ¡Cuidado si el empalado no es él!
Nicolás no tiene ni pizca de la imaginación del Marco Polo de Calvino. Las suyas no son ciudades sutiles, etéreas o soñadas, sino opacas, ordinarias o inurbanas: insufribles, en síntesis. Feudos de delincuentes oficiales con licencia para robar, extorsionar, secuestrar y asesinar donde anidan pandillas cual el famoso Tren de Aragua y capos como el Coqui o Wilexis, en Caracas; y, en las fantasmales ciudades de provincia, disciplinadas bandas apertrechadas con armamento de guerra dirigidas, vía celular, desde las cárceles por pranes de altos vuelos con miras a quién sabe cuál emporio criminal, con anuencia y complicidad de los carceleros. La audiencia de Maduro carece de la curiosidad atribuida al melancólico Gran Kan; ello, acaso, justifica la simpleza del relato de sus fugaces visitas a las ciudades de provincia, menguantes y afantasmadas, a pesar de los bodegones y el circo: las focas aplauden, ¡clap, clap, clap!, y se les recompensa con pescado del mar de la felicidad.
En la ciudad de Tamara, cuenta Marco Polo al Kan o Calvino al lector, «El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista». En las opacas ciudades bolivarianas,durante los lapsos entre largos y consuetudinarios apagones, bombillas rojas delinean los accesos a burdeles, timbas y tabernas donde por quítame esta paja fulguran los aceros de los matones del barrio organizados en colectivos pseudo revolucionarios. A su azarosa e intrincada maraña de callejuelas y cul-de-sacs, prodigio de la planificación socialista del siglo XXI, se recomienda entrar por la izquierda y sin mirar atrás como en los laberintos. Sus habitantes sacian la sed con agua de lluvia, rigurosamente racionada porque nunca se sabe cuándo toca llover. A los arquitectos y urbanistas responsables de su diseño debería concedérseles un Premio IG Nobel (anagrama de innoble en inglés) como el otorgado por The Annals of Improbable Research a quienes lograron determinar la velocidad de un escorpión estreñido, y a los autores de un estudio sobre el uso, extendido supuestamente entre los mayas, de enemas con alcohol o hierbas alucinógenas. Transformar la ciudad habitable en ciudad infernal no es cualquier cosa: demanda el conocimiento de artes obscuras y dominio del mester alquimista de un Midas copromaníaco.
Con los territorios sitos en ninguna parte, concebidos a través de los siglos por un sinnúmero de juglares, novelistas, poetas y cuentacuentos podrían escribirse e ilustrarse magníficos atlas para recrear naciones alucinantes de miríficos pobladores. Un diácono ninfófilo contribuyó con su wonderland a enriquecer una geografía de lo ficticio engalanada por, al menos, dos premios Nobel de Literatura: William Faulkner, con el sureño condado de Yoknapatawpha y Gabriel García Márquez y el mágico Macondo de los Buendía. Pero, en el mundo real las ciudades son organismos dinámicos forjados con la voluntad e inteligencia de individuos de carne y hueso y, por eso, cobran vida con rango protagónico en la ficción. Miguel de Cervantes imaginó la ínsula de Barataria para que Sancho la gobernara. Lo hizo con buen juicio, lo cual turbó a Don Quijote y le estropeó la guasa a los Duques de Villahermosa: «Todos los que conocían a Sancho Panza se admiraban, oyéndole hablar tan elegantemente, y no sabían a qué atribuirlo, sino a que los oficios y cargos graves, o adoban o entorpecen los entendimientos». Para el escudero del Caballero de la Triste Figura, el mando entraña responsabilidades; ¿cuándo lo discernirá el binomio rojo y verde oliva? Tal vez sea pedir peras al olmo y estemos condenados a refugiarnos hasta quién sabe cuándo en ciudades invivibles, escuchando los cuentos chinos del bigotón.
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