Sostengo que la respuesta a la pregunta contenida en el título de este artículo es que el apoyo popular que el régimen necesita hoy para mantener el poder es poco o muy poco. En realidad, con la limitada lealtad de los suyos -me refiero a los colectivos y otros grupos paramilitares, a la estructura nacional y regional del PSUV, a los medios y altos funcionarios, a los enchufados y sus familias, a los cabecillas de la FANB y a los veinte o veinticinco alacranes que los apoyan-, que en conjunto no suman ni siquiera 5% de la población, con esa inocultable minoría -minoría, por cierto, cada vez más desmovilizada- pueden continuar en el poder de forma indefinida. No necesitan más.
El que no necesiten más apoyo se fundamenta en una realidad brutal y obvia: el régimen cuenta con las armas, con salas y sótanos de tortura, con cuerpos especializados en la violación de los derechos humanos, con estructuras de inteligencia dotadas de costosísimas tecnologías que trabajan las 24 horas del día. Cuentan con sapos en pueblos y ciudades -esa es una de las tareas principales de la estructura del PSUV-, con milicianos y otros cuerpos armados; cuentan con los CLAP y con otros instrumentos para imponer el silencio o la adhesión forzosa, y cuentan con que una parte importante del liderazgo social y político de Venezuela huyó del país para evitar el secuestro, la extorsión, la tortura, la cárcel por tiempo indefinido en condiciones oprobiosas o para que nos les ocurra como a Fernando Albán o al capitán Rafael Acosta Arévalo: a uno lo lanzaron al vacío y al otro lo torturaron hasta quitarle la vida. No hay análisis de la realidad venezolana que pueda omitir esta realidad. Se equivocan, de palmo a palmo, los que se dedican a buscar culpables, sin señalar, en primer lugar, que el poder contra el que los dirigentes sociales y políticos luchan es una dictadura que dispara y tortura.
Sin embargo, hay que recordar aquí que el régimen inaugurado en 1999 tuvo una fase inicial, en la que la dependencia de los sectores populares fue considerable. No me refiero solo a lo electoral, a pesar de que fue el recurso de unas elecciones democráticas el instrumento que le permitió a Chávez llegar al poder, a finales de 1998. Hablo de otra cuestión mucho más significativa y, en alguna medida, más duradera: aprovechando el inmenso caudal de dólares provenientes de la explotación petrolera, Chávez se dedicó a construir unos mecanismos de inserción social, que se constituyeran en las bases sociales y políticas de un régimen monopartidista, personalista, centralista, policial y militarista (bajo el falso argumento de “la alianza cívico-militar”), hegemónico y sin capítulo final.
En el año 2000, al menos en términos públicos, el régimen dio el primer paso del que sería su signo durante algunos años: puso en la calle el Plan Bolívar 2000 -a cargo de la estructura militar- que no tardaría en convertirse en una enorme operación de corrupción, una de las primeras conocidas, pero sobre todo, en el marco de este artículo, uno de los primeros esfuerzos por crear una gran operación con dos características principales: una, que fomentara la dependencia de la mayor cantidad de sectores sociales que fuese posible. Así, es legítimo señalar que el Plan Bolívar 2000 fue la primera medida de cierta envergadura, para dar comienzo al programa sistemático de empobrecimiento de las familias venezolanas.
La otra característica que no debemos olvidar es que el Plan Bolívar 2000 fue el primer peldaño en la escalera que conduciría a imponer la mediación militar en todo el funcionamiento social: a la militarización de las instituciones, a desplegar la presencia militar en la cotidianidad, a establecer el orden militar en la vida civil venezolana. Fue la primera irrupción, el primer mecanismo o aviso de la intención de fondo de Chávez, de que los militares lo ocuparan absolutamente todo.
Mientras los ingresos petroleros alimentaban las ilusiones de los sectores populares, la estructura y las arcas del PSUV, las redes de corrupción y, sobre todo, la gran armazón de dependencias, en forma de bonos por eso y por aquello, misiones de esto y aquello, subsidios, becas, entrega de viviendas -en su mayoría, mal construidas-, reparto de empleos temporales o fijos, de bolsas de alimentos, de cartas de recomendación, de donaciones y de muchas otras prebendas -también el régimen repartía corrupción e impunidad- se fue construyendo y engordando una red de dependencias en buena parte del territorio. Esa red, como pronto se demostraría, no era tanto política, mucho menos ideológica, sino, en lo esencial, dineraria: un trato que consistía en que el poder repartía dinero, mercancías y beneficios sociales, a cambio de lealtad electoral. El día en que el precio del petróleo venezolano comenzó a bajar, ocurrieron de forma simultánea y creciente, otros dos fenómenos paralelos: las redes de lealtad política se empezaron a deshilachar y el poder sufrió un cambio en su composición química, en su naturaleza; se concentró en armarse, en entrenarse en la represión y la tortura. El modelo de dominación cambió: dejó atrás sus esfuerzos de persuasión, para concentrarse en la construcción de un Estado de Terror: un régimen que tortura y mata.
Ese régimen dispuesto a todo, es decir, al asesinato político con tal de mantenerse en el poder, asomó de forma más evidente, a partir del año 2010. Durante las protestas de los años 2012 y 2013, mostró lo feroz e inclemente que podían ser sus actuaciones. En 2014 se quitó la máscara y puso en claro que, a partir de ese momento, se establecería un estado permanente de represión e impunidad. Lo que equivale a decir: un estado de cosas en el que el apoyo popular es prescindible. Un estado de cosas en el que a la población se la somete a un programa de empobrecimiento y de inhabilitación política, que es el punto en el que nos encontramos hoy, con un régimen que no se sostiene con votos, sino con unas armas a punto de ser accionadas. ¿En contra de quién? En contra de cualquier venezolano que lo oponga, que lo denuncie, que lo confronte.
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