Nunca se presentan opiniones ciento por ciento transparentes durante o después de una campaña electoral. Casi siempre cualquier punto de vista –crítico, adulatorio, imparcial– encierra motivaciones intrínsecamente objetivas o neutras, y por lo tanto provistas de un interés y una trascendencia notables. Pero también suelen existir explicaciones más subjetivas de un determinado enfoque, que reflejan intereses –legítimos, desde luego– que ilustran o justifican algunas visiones.
Entiendo la lógica de no litigar de nuevo la elección ni el comportamiento de cada actor y las consecuencias de dicho comportamiento. Pero también es cierto que si bien el resultado final, visto hoy, era inevitable, no lo era necesariamente tal y como se produjo. Traigo a colación un párrafo de Federico Berrueto, columnista de Milenio, priista de muchos años, y socio-fundador de Gabinete de Comunicación Estratégica: “Es desproporcionado culpar al candidato Meade o a su campaña por el desastre de la elección. El resultado estaba cantado, y, en todo caso, lo inexplicable es que a lo largo de la contienda el PRI decidiera desacreditar a Ricardo Anaya y criticar marginalmente a López Obrador. Morena no hubiera arrollado, tampoco López Obrador hubiera alcanzado la mayoría absoluta de los votos, y así es porque cada punto que perdía Anaya era tomado por López Obrador. ¿Cuántos votos le costó a Anaya la embestida del gobierno y del PRI? 8 o 10 puntos. Con ello el PRI cavó su tumba y abrió la puerta grande a la resurrección de la Presidencia imperial, al México de un solo hombre, al del partido hegemónico”.
Ni siquiera sostiene Berrueto que Meade debió haber declinado, o que Peña Nieto pudo haber apoyado a Anaya en las sombras. Simplemente no pegarle. Ocho o diez puntos son en realidad dieciséis o veinte, ya que los vasos comunicantes fueron entre Anaya y AMLO: los votos que perdió Meade podían irse con Anaya o con AMLO, y los indecisos podían trasladarse en mayor o menor proporción a AMLO. El golpeteo contra Anaya garantizó que se fueran con Andrés Manuel. A la luz del desenlace, Anaya no podía ganar, pero el margen de victoria de AMLO variaba entre los 31% que fue, y entre 10% y 15%, según Berrueto y, supongo, las encuestas de GCE. Cada vez que algún priista lamente o se desgarre las vestiduras a raíz de las mayorías legislativas o de mandato del pueblo que invoque o aplique AMLO para realizar cambios sustantivos –no los cosméticos que también le gustan– deberá pensar en lo que sus correligionarios hicieron durante el primer semestre de este año.
Me parece mucho más importante para el país discutir, y en su caso criticar, las propuestas de gobierno –ya no de campaña– de López Obrador. No obstante, en los otros partidos –es decir, PAN, PRI, PRD y MC– habrá un inevitable ajuste de cuentas. Se trata de asuntos, si no de cocina, desde luego que internos. Pero en la medida en que la oposición al nuevo gobierno provendrá de manera ineluctable de los partidos sobrevivientes, la conclusión que extraigan de la elección encerrará gran relevancia. Lo que piense Peña Nieto al respecto importa cada vez menos. Las lecciones que saquen de su debacle los priistas decentes, honestos e inteligentes revestirán un impacto mayor, a mediano plazo. Por ahora, la depresión colectiva.
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