El iluso retorno a las aulas -virtuales o presenciales- forma parte sustancial de cuanto se ha vivido en este inicio de mes.
Por una parte, vemos maestras con quejas acerca de la alimentación de sus alumnos, como si la de ellas fuera mucho mejor. O una docente con un paraguas dentro del salón donde el agua se filtra, niños en el piso con notoria incomodidad y otras imágenes más o menos espeluznantes. La situación laboral, como ya sabemos, se torna inaguantable en todos los niveles, sueldos bajísimos que fueron reducidos casi a mitad, una desprotección social llegadera a lo absoluto, sumada a espacios imposibilitados para cualquier labor académica. Nada de esto se supera con el remate de zapatos para los educadores.
Deleznable resulta el uso de útiles escolares para la transmisión ideológico-política a los infantes. Cuadernos y bultos con la imagen sobredimensionada del déspota constituyen un verdadero insulto a la inteligencia y una burda penetración consciente de la maleable mente infantil. Todos debemos repudiar estás acciones y revertirlas del modo que sea. Hay expresa prohibición legal de llevar la política a los centros educativos.
Otro factor importante de revisar es el del paternalista Estado docente. El control absoluto, la invasión de cuanto signifique educación por parte del poder establecido ha sido altamente contraproducente. No sólo porque inunda de ideología el ambiente, sino porque ha dado muestra de una incompetencia absoluta para ello, como no sea para buscar tanto como conseguir el dominio y la sujeción. Se ha acabado con el concepto de calidad en la educación, para imponer una visión meramente populista del asunto. No me refiero a la repartición de zapatos solamente. Llenar de números las aulas no garantiza buena educación. Pero tampoco con números se llena, por cierto. En la Universidad Simón Bolívar no han ingresado las cohortes 2021, 2022 y cuesta atender las que están «activas» por la carencia de personal académico, por las condiciones inaguantables. Esto brinda una clara idea de que los números ni bastan ni son en realidad la marca deseable, ni la más tomada en cuenta.
Debemos tender a una educación liberadora tanto del individuo como de la misma educación como proceso. Sin las cadenas del padre Estado que subyuga individuos e instituciones. Debe existir una verdadera, sana, competencia de las universidades, liceos, escuelas por la calidad de la formación que imparten. Debe haber un efectivo reconocimiento de la actividad desempeñada por quienes enseñan, por quienes trabajan en educación. Porque sino el éxodo continuará sin límite. Los jubilados que entregan el final de su vida no a sí sino a continuar repartiendo sus conocimientos en las aulas poseen un límite etario, natural. Se acabarán. ¿Y detrás? ¿Los profesores importados? No me vengan.
El regreso a clases ha sido un fracaso y lo seguirá siendo la educación en Venezuela mientras no haya un sesudo plan de atención a la realidad educativa nacional. Mientras no se eleve esta hasta la importancia que como proceso fundamental del Estado tiene, según una Constitución Nacional cada vez más desconocida y pisoteada por el despotismo. Una educación liberadora tiene relación directa con la liberación del país de las garras del terrorismo de Estado. Esa educación liberadora vendrá, aunque ahora sea una utopía. Por lo pronto tenemos que aceptar con amargura de impotencia que el regreso a clases, con el que de manera rimbombante se llena el gañote la fiera con sus tentáculos desde el usufructo negativo del poder, no es más que una engañosa quimera. Todos, o casi todos, simulan que existe un inicio. Todos sabemos lo vapuleado, casi inexistente, que resulta hoy el proceso educativo en Venezuela, por todos los factores conjuntados al unísono. La educación liberadora vendrá para satisfacción general.
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