La apretada victoria de Lula da Silva sobre el presidente Jair Bolsonaro en la primera vuelta resulta insuficiente para llegar al palacio de Planalto, la sede de la presidencia de Brasil en la Capital Federal. Habrá, por tanto, una segunda y definitiva vuelta que se celebrará el próximo 30 de octubre. La diferencia de cinco puntos porcentuales entre ambos candidatos, casi seis millones de votos, muestran los elevados índices de rechazo que generan los dos políticos más votados del país y la limitada posibilidad de articular nuevas alianzas de cara al balotaje.
Un hecho importante a resaltar es que se trata del resultado más ajustado de todas las primeras vueltas realizadas tras el retorno de la democracia, lo que permite augurar que la campaña para los próximos e inminentes comicios será durísima y a cara de perro. Por tanto, habrá que ver, en consonancia con las amenazas vertidas por Bolsonaro y los temores expresados por numerosos analistas, qué ocurrirá si el presidente en ejercicio es nuevamente derrotado en las urnas: ¿aceptará paladinamente este hecho o pondrá en marcha, en línea con lo que en su día hizo Donald Trump, diversas actuaciones para mantenerse en el poder? Al mismo tiempo, tampoco puede descartarse una eventual victoria electoral de Bolsonaro.
El resultado de la suma de las elecciones realizadas el pasado domingo 2 de octubre (presidenciales, parlamentarias –renovación de un tercio del Senado y de la totalidad de la Cámara de Diputados– y de gobernadores) habla más de una fragmentación del voto que de una polarización política. En efecto, si por un lado los dos candidatos más votados suman el 91,5% de los votos válidos, por el otro, 10 partidos tienen al menos un gobernador en aquellos estados donde la máxima autoridad “estadual” pudo ser elegida en la primera vuelta.
Al mismo tiempo, el Partido Liberal (PL), el “partido” de Bolsonaro, con 99 diputados, se convierte en el mayor grupo parlamentario de la Cámara, frente a los 79 obtenidos por la coalición que encabeza el PT. Estamos frente a una Cámara muy fragmentada, con al menos 15 partidos representados, y muy escorada hacia opciones conservadoras, con los distintos grupos que conforman el centrão en una situación más holgada que en el pasado, lo que le dificultaría la gestión a Lula en el caso de ganar la elección.
En el Senado, igualmente sobrepoblado de partidos, el PL también constituye la primera minoría después del crecimiento obtenido en la jornada electoral. Mientras tanto, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) deja de ser el grupo parlamentario más importante y el PSDB (el partido de Fernando Henrique Cardoso) retrocede de forma importante para ser cada vez más irrelevante, incluso en su tradicional feudo electoral de São Paulo. Estos movimientos tectónicos están cambiando el panorama político y parlamentario brasileño y una lectura más pausada y detallada de los resultados de las elecciones legislativas y regionales permitirá tener una idea mucho más acabada del fenómeno.
La percepción de estos cambios que tienen los dos principales candidatos y los partidos políticos brasileños explican en buena medida los resultados del último domingo. Lula entendió que su regreso a la presidencia estaría cerrado si contaba solo con los votos del PT y de ahí su giro al centro, comenzando por la selección de Geraldo Alckmin para acompañarlo como vicepresidente. Sin embargo, fue incapaz de leer más allá y de terminar de reconocer la responsabilidad de su gestión y la de Dilma Rousseff en el gran rechazo que genera en casi la mitad de la población brasileña. La insistencia de buena parte de los dirigentes del PT en seguir hablando de un golpe de Estado para referirse al impeachment contra Dilma es buena prueba de ello.
A su vez, Bolsonaro sabe que su discurso irrita a la otra mitad de sus compatriotas, pero que ese mismo discurso es el que le permite mantener sus posiciones políticas. De ahí que resultará difícil que lo modifique para el 30 de octubre. El balotaje, que ya comenzó la misma noche del domingo 2 tras conocerse los resultados definitivos, será una nueva y distinta elección. Como bien dice Antoni Gutiérrez Rubí, quien se imponga en ella será aquel que logre articular un mejor relato, permitiéndole incrementar de forma sustantiva sus resultados de la primera vuelta y abrir sus alianzas a nuevos votantes o a aquellos grupos que se han abstenido en la primera vuelta.
No en vano Bolsonaro aún es el presidente de Brasil. Como tal controla el presupuesto y lo ha usado para subsidiar a los sectores más postergados y garantizarse su voto. También marca la agenda política y manda a las Fuerzas Armadas y a la policía. El desempeño económico ha mejorado en las últimas semanas y la inflación se ha moderado, cambiando el humor de muchos ciudadanos.
Por eso, si Lula quiere ganar deberá hacer un gran esfuerzo, templando aún más su discurso, presentándose como la persona capaz de restablecer la paz social y política. Pero no lo tendrá fácil, ya que en ese caso tendrá que cohabitar con un Parlamento que no va a controlar y fuertemente escorado a la derecha. El tradicional, y oneroso, presidencialismo de coalición propio del sistema político brasileño sería, en ese contexto, mucho más caro.
Artículo publicado por Real Instituto Elcano
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