Con este título Ulrich Beck publicó un libro en 1998 donde se plantea ¿qué significó el fin de la Guerra Fría? Su respuesta sugiere que se desdibujaron las antiguas coordenadas y las oposiciones capitalismo-comunismo y derecha-izquierda, lo que implicó la desaparición de otros pares de opuestos como trabajo-capital, naturaleza-sociedad. Lo que trae un nuevo escenario no delimitado ni dominado por el Estado, sino uno donde la propia sociedad en su evolución deviene en un modo diferente de hacer política. Por lo que las normas y las bases de la convivencia deben reelaborarse y decidirse en todos los ámbitos sociales.
He afirmado en anteriores notas que el covid-19 significó un cambio irreversible que llamé Globalización 2.0 o Siglo XXI. ¿Qué los diferencia? Sobre el eje espacio-tiempo se instalan las fuerzas motrices de la globalización. En la globalización del siglo XX la dinámica estaba centrada en: i) la aceleración de la historia; ii) en la pérdida de significación del espacio; y iii) crisis del Estado-Nación, instituciones.
La Globalización Siglo XXI muestra: una dramática aceleración del futuro; la pérdida de relevancia de la distancia con emergencia de nuevos espacios no-soberanos como el ciberespacio, la biosfera, el espacio extraterrestre, los fondos marinos, entre otros. Por último, la crisis estatal-institucional-relacional reclama nuevas fuentes de legitimidad, nuevos límites del poder, nuevas formas de ejercicio de la autoridad y de la responsabilidad y reclama la emergencia de poderes y ciudadanías globales.
Si algo caracteriza nuestros tiempos es la incertidumbre. No solo en Argentina, en el mundo. Basta mencionar la guerra ruso-ucraniana, la casi olvidada pandemia que reveló la interrelación entre seguridad, salud pública y economía; los desastres naturales, la crisis climática, que son solo los más conocidos riesgos que amenazan al mundo a diario.
El irracional bombardeo desde la central nuclear de Zaporiyia reinstala la aterrorizadora posibilidad de un “invierno nuclear”, nos recuerda la afirmación de Einstein de que las armas nucleares “han cambiado todo excepto nuestra forma de pensar”.
La multiplicación y potenciación de riesgos globales muestra que no bastan: políticos, militares o mass-media para reconocerlos y enfrentarlos, es preciso asociar la ciencia con quienes establecen políticas para replantear la gobernanza de las tecnologías que vienen con riesgos desconocidos y en evolución.
La articulación ciencia y política requiere fundar la toma de decisión en nuevos instrumentos interinstitucionales, interdisciplinarios e internacionales, que incentiven la participación de todos los interesados y permitan abordar la resolución de necesidades básicas como promover el desarrollo humano como un todo. No basta saber qué pasa, es preciso anticipar los nuevos desafíos que surgen de aspectos científicos y tecnológicos, desde la perspectiva del desarrollo autónomo de nuestras sociedades.
Este breve recuento del impacto de los riesgos globales sobre la gobernabilidad de los sistemas políticos y en especial sobre la democracia es la parte oculta del iceberg, lo que suele emerger son los problemas endógenos. Podría generalizar señalando la polarización, la corrupción, la pobreza, el narcotráfico y la inseguridad, como características comunes para Latinoamérica. Tampoco podrían ignorarse los graves déficits de infraestructura de salud, educación, saneamiento.
Ahora, lo paradójico y que muestra la profundidad de la crisis institucional y de representación es la incapacidad de generar políticas de Estado en cualquiera de estos campos. Tampoco están en la agenda de líderes políticos y autopostulados dirigentes, lo que prueba la total obsolescencia de las ideologías y estructuras partidarias, al menos para nuestra Argentina.
“La transición a la democracia” considerando tal la de los países avanzados occidentales constituyó uno de los objetivos asignados a la globalización temprana. Pero de hecho, los gobiernos democráticos muestran graves problemas de gobernabilidad y un mal desempeño que hace temer por su futuro.
Está claro que muchas veces la democracia se ha visto reducida a ganar una elección, entre candidatos resultantes de manipulación o acuerdos que en nada representan el sentir de los votantes.
Como sistema político la democracia responde a la cuestión de quién “legítimamente” ejercerá el poder, pero ello no implica que pueda “usar” esa mayoría -muchas veces circunstancial- en perjuicio de las minorías.
Desde Aristóteles se plantea que la política presenta dos fases: la agonal y la arquitectónica. Aquella responde a la competencia por el poder; la última nos remite a la gestión, que no puede ser destruir al adversario, sino que es una tarea constructiva, vinculada con el diseño y la concreción de las políticas públicas.
Es claro que el ejercicio del poder no basta con la elección, es preciso un consolidado sistema de control. Nuestro sistema constitucional reconoce, por una parte, el legislativo de control del gasto público, totalmente en desuetudo; el judicial, entendido como autónomo e independiente, y la opinión pública, respaldada en la libertad de expresión.
El reciente Informe sobre Desarrollo Humano 2021/22 examina cómo las desigualdades y la incertidumbre refuerzan la polarización y socavan el control sobre nuestras vidas. Es preciso recuperar esto tan elemental que casi inconscientemente hemos dejado en manos del gobierno, que por su transitoriedad es algo diferente al Estado. Construir una nueva ciudadanía con el aporte de todos.
Porque, como concluía Beck: “Nuestro destino reside en la capacidad de redefinir la política”.
Artículo de la Revista de Prospectiva y Estrategia
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