En Nicaragua, entre tantos prisioneros políticos, hay ahora dos santos que tienen por cárcel las iglesias donde son venerados.
Se trata de san Miguel Arcángel y san Jerónimo, cuyas fiestas se celebran en Masaya en fechas vecinas, el 29 y el 30 se septiembre. San Miguel sale en procesión en su día, y tras el recorrido triunfal por las calles no regresa a su templo, sino que pernocta en la iglesia de su par san Jerónimo, para acompañarlo a la mañana siguiente en su propia procesión, que congrega a miles de promesantes, porque el doctor san Jerónimo, es el patrono de la ciudad de Masaya.
La devoción popular de siglos lo ha transformado de doctor de la iglesia en doctor en medicina, y tanta fama tiene de curar enfermos que cuando va en andas por las calles es vitoreado con gritos de ¡viva el doctor san Jerónimo, que cura sin medicina!
Ambos fastos empiezan días antes con la ceremonia de la bajada de las imágenes de sus altares, a cargo de las respectivas cofradías. Ha sido entonces cuando la policía acordonó ambos templos con tropas antimotines, y cerró las calles, previa notificación a los curas párrocos de que las procesiones quedaban prohibidas, y los santos no podían salir de sus iglesias.
El miedo es que las procesiones, que son muestras multitudinarias de fervor religioso, pero que tienen también ancestrales raíces culturales, puedan transformarse en demostraciones de repudio popular, sobre todo en Masaya, una ciudad reconocida por su tradición combativa.
En el barrio indígena de Monimbó estalló la primera insurrección contra la dictadura de Somoza en febrero de 1978, y la resistencia indomable de sus habitantes fue clave en el triunfo de la revolución al año siguiente; y las barricadas se volvieron a alzar contra la nueva dictadura en abril de 2018, dándose el hecho insólito de que los alzados, sin más que petardos pirotécnicos, mantuvieron a la policía encerrada en sus cuarteles, hasta que Ortega se decidió a ordenar la “operación limpieza” a cargo de paramilitares.
Presos políticos san Miguel y san Jerónimo, igual que el obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez. Tras permanecer bajo cerco policial en la curia episcopal de su diócesis, finalmente asaltada, fue secuestrado y conducido a Managua, donde quedó prisionero en casas de familiares. Mientras tanto, tres sacerdotes, un diácono, y dos seminaristas que se hallaban con él, más de un mes después de haber sido detenidos serán ahora juzgados por terrorismo e incitación al odio. Y decenas de clérigos más han huido clandestinamente al exilio, con lo que sus parroquias, descabezadas, terminarán cerrándose.
Hay dos íconos de la resistencia contra la dictadura que han calado en la conciencia popular: monseñor Silvio Báez, obispo auxiliar de Nicaragua, obligado al exilio en Miami, después de que el Papa lo llamó a Roma bajo el pretexto de que ocuparía un cargo en la curia romana; y monseñor Álvarez, que no temió nunca enfrentarse en las calles a las fuerzas represivas, ni dejó de clamar desde el púlpito contra la opresión. Junté a ambos para componer el personaje de monseñor Bienvenido Ortez en mi novela Tongolele no sabía bailar, que termina en el exilio, abandonado por la jerarquía eclesiástica, y engañado por la diplomacia vaticana.
La desaforada persecución contra la Iglesia Católica es parte de la política de control social del régimen, en la que no deja resquicios. Universidades, colegios profesionales, organizaciones civiles, medios de comunicación. Junto con los curas, los periodistas que se atreven a ejercer de verdad su oficio, o están presos, o se van al exilio. Sólo está seguro el que calla, o el que consiente. Y tan notable es la saña contra los obispos y sacerdotes que no se callan, como el silencio sepulcral de la conferencia episcopal de Nicaragua.
Y todo esto de prohibir que los santos salgan a la calle, dejándolos encerrados en sus iglesias, me tienta a recordar a otros personajes extravagantes, por ejemplo, el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal, fanático anticlerical como pueden encontrarse pocos en la historia de América Latina.
En el año de 1925 saqueó y clausuró las iglesias, hizo quemar las imágenes, mandó a quitar las cruces de las tumbas en los cementerios; sustituyó las fiestas religiosas por ferias agrícolas y ganaderas, ordenó cambiar los nombres de santos de las poblaciones por nombres de próceres revolucionarios; prohibió la palabra «adiós» para saludarse, y mandó que en cambio se usara «salud».
En su finca bautizó a un burro como «el Papa», a un toro como «Dios», a una vaca como «la Virgen de Guadalupe», y a un cerdo como «San José». Y creó «Los camisas rojas», una milicia privada dedicada a vigilar que sus medidas se cumplieran.
“La más feroz persecución religiosa conocida en país alguno desde la época de la reina Isabel», dice Graham Greene, quien tuvo en cuenta a Garrido Canabal cuando escribió El poder y la gloria.
En el año 1926, el general Plutarco Elías Calles, caudillo institucionalizado de la Revolución mexicana, había promulgado una ley que facultaba al gobierno para cerrar templos, escuelas católicas y conventos, expulsar sacerdotes extranjeros y reducir su número en el territorio nacional. Fue lo que dio manos libres a Garrido Canabal para imaginar, y desatar, su campaña de represión. Y también terminó por provocar la «guerra de los cristeros», desatada en el mes de enero de 1927, cuando los campesinos católicos, indígenas y mestizos, se alzaron al grito de «¡Viva Cristo Rey!», bajo el estandarte de la virgen de Guadalupe.
Mientras tanto, san Miguel y san Jerónimo siguen confinados en sus iglesias a puerta cerrada, y tienen prohibidas las visitas, ya no se diga ser llevados en andas por las calles. La lista de cargos que se prepara contra ellos será igual a las de los demás reos políticos: asociación ilícita para delinquir, subversión del orden público, terrorismo, agentes extranjeros del enemigo, y atentado contra la soberanía nacional.
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