Por RAÚL DE ARMAS
I
La cocina de la señora Wolhmar tenía las marcas de un pasado apacible y familiar. Los gabinetes estaban colmados con barajitas del Mundial de Francia 98. La nevera sonaba como un motor de tractor y estaba repleta con fotos familiares. Fotos de niños sonriendo en una piscina. Fotos de una pareja vestida al estilo de los setenta. Fotos de unos ancianos sentados en sillas de metal blanco en un jardín recién cortado. Y fotos, en fin, del río vital que había navegado la familia Wolhmar a través de los años, satisfechos dentro de su reducida y sólida periferia.
Las paredes de la cocina eran de cerámica andaluz; el piso, de arcilla pulida. Arriba del fregador se abría una ventana con cristales horizontales, típicos de casa colonial, que nunca dejaba pasar el sol directo, ya que la sombra de un enorme árbol de mango la tapaba. Cuando le provocaba trabajar, la señora Wolhmar solía fregar allí con agrado, pensando en el deber cumplido, en la vida noble que había dejado atrás. A veces, cuando el viento caraqueño soplaba con fuerza, la señora cerraba los cristales y veía en ellos a su propia imagen: una anciana flaca, canosa, devota de la virgen de La Candelaria, fanática de los adornos finos y olorosa a miel. Una mujer con brazos largos y venosos, con un cuello prominente sobre unos hombros arrimados hacia el corazón. También disponía de orejas flojas y ojos verdes tendientes al gris. Un hablar pausado, maternal, con una facilidad expresiva que terminaba siempre —sobre todo cuando hablaba con gente joven— en gestos compasivos. Sus palabras solían ser temperadas, suaves pero elocuentes, dolorosas si era necesario, pero nunca mal intencionadas.
Era una viejita solitaria y acomodada. El Sr. Wolhmar, un abogado mercantil, le había dejado suficiente para vivir sin apuros materiales. Sus hijos habían formado familia en el exterior. Gozaban de estabilidad, punto del que la señora Wolhmar se sentía satisfecha. Un punto fundamental, pero insuficiente porque el amor recibido durante toda su vida le había dejado, paradójicamente, una sed de amor insaciable.
Por ese motivo, en la mañana, justo antes de levantarse, todavía desatenta con los primeros pensamientos, la señora Wolhmar advirtió una sensación inusual: la inutilidad. La soledad la agobiaba hasta sentirse inútil, sin propósito. Pues la misión de su vida —que había sido la felicidad de sus hijos y de su esposo— estaba completada, enterrada y hasta exiliada. Ahora sólo quedaba ella, ella solita, en esa enorme casa, con esos dos gatos bizcos que siempre se escapaban, con un jardín indómito, y con la leal y casi invisible Rosa del Carmen, su ama de servicio. A veces la visitaba su hermana María Teresa, pero como María Teresa había sufrido un derrame, la señora Wolhmar se sentía más sola que nunca después de verla. Sin embargo, aquel sentimiento no había formado cuerpo todavía, aún estaba latente, acechante, en un proceso de formación que apenas traía leves y esporádicas tristezas. Tonterías de uno, pensó. Y se vistió para desayunar y escuchar las noticias de la mañana.
II
En La Floresta, cerca de la quinta de los Wolhmar, una niña de trece años organiza una bandeja de chupetas caseras para vender en la calle. Lo hace en una parada de autobús, apoyándose en un banquito para aprovechar la sombra. A cincuenta metros, entre los carros, un moreno vende los mismos dulces. Lleva gorra hacia atrás, una cadena con una imagen de San Miguel, y una camiseta sin mangas. Cada cinco o seis minutos voltea a ver a la niña para silbarle. La está apurando para abarcar más territorio y vender más chupetas.
La niña sale de la sombra y se adentra en el mar de vehículos. La ciudad está empezando el día. Su cara inmóvil observa la determinación del hombre. Este le indica que se pare en el semáforo contrario, el que viene bajando. Ella afirma y se pone en marcha. Arriba y a los lados, Caracas palpita con un cielo de playa. Hay muchos carros, y el sonido del viento y el grito de las guacharacas se pierden ante el rugido de las máquinas y las cornetas.
La niña lleva unos pantaloncitos rotos y unas sandalias que encontró en la basura de un edificio. Lleva las manos despellejadas por un hongo que no ha podido curar, y los codos y las rodillas, las cuales no lava desde hace meses, parecen un rabo de murciélago. A ella no le importa. Sólo quiere vender los cinco dólares diarios para cumplir, y poder hacer lo que quiere. Eso es: comprar un pasaje de vuelta, un champú para desengrasarse el cabello, lana para tejer, y si le alcanza, un heladito barato para complacer el antojo. Ya lo pensó: el champú lo comprará en la farmacia, luego caminará a la ferretería del gocho, que queda cerca, y al llegar a la casa, le pedirá a Henriqueta —la fabricante de las chupetas— que le enseñe a tejer medias y suéteres para vestirse y hacer vestir a los demás como ella nunca se ha vestido.
Con eso en mente, camina por el tráfico sin hablar. Es una niñita marrón entre vehículos brillantes. Mira a los parabrisas negros con pudor. Uno que otro conductor le devuelve una mirada misericordiosa, pero la mayoría la mira asqueada, con desprecio. Un desprecio que a ella le parece normal, merecido. La miran hacia abajo, la niegan con la cabeza, la ignoran como si no existiese. Lo peor ocurre cuando se para al lado de un carro y ni voltean a verla. O cuando le gritan que no toque nada. O cuando la insultan sin razón:
—¡Hedionda, arrastrada, putica! ¡Ponte a estudiar!
Y ella se encoge y llora, le salen lágrimas que nadie seca. Se tapa el pubis con las manitos enfermas, y empieza a odiarse a sí misma silenciosamente. Un rencor etéreo se va guardando hacia adentro cada vez que la tratan mal.
En frente de la Plaza Altamira, esperando a que el semáforo cambie de color, una ejecutiva la llama desde su carro.
—Cielo —le dice—, ¿a cuánto las chupetas?
—Tres por un dólar, y una por mil quinientos bolívares.
—Eres una muchacha fuerte, mi cielo. Dame seis, rapidito que avanzamos.
Con esa venta completa el día. Ya tenía los cincos dólares para Freddy Ángel, que en verdad eran para la negra Henriqueta, más cuatro dólares para el pasaje, la lana, y quizá el helado o el champú. Satisfecha, cruza el Obelisco de Altamira y llama a Freddy Ángel con un silbido. Este voltea como perro adiestrado, asombrado de que la niña terminase tan rápido, y mirándola con transparencia, le dice:
—Vaya, chacha, hoy voló. Mosca pora’i, nos vemos en La Dolorita.
De esta manera terminan sus días. De Altamira, en el este de Caracas, tomaba una camioneta del transporte público hasta La Dolorita, un barrio en el extremo de la ciudad, donde vivía en un anexo del rancho de Henriqueta. Eran cincuenta minutos entre gordos vulgares, reguetón, y obreros sudados, que no sufría porque estaba acostumbrada.
Desatenta a la miseria por costumbre, se marchó de la plaza como si fuese un conejito, con pasos cortos y apurados, tocándose felizmente los billetes en sus bolsillos. Al frente suyo encontró la ferretería del gocho, de cartelón verde y aire acondicionado dañado, la única en la zona que vende agujas y lana. La gente entraba y salía apresuradamente. A la niña le dio miedo en un principio, pero luego se acordó de su propia vida, y sin verbalizarlo, se dio cuenta de lo innecesario de aquel miedo. Pendejadas —pensó—, repitiendo lo que diría Henriqueta, y se enca- minó hacia adentro. Ignoró las miradas despectivas de la gente, y agarró un tique. Tocó su turno y se acercó al mostrador. Tuvo que subirse de puntillas para que la vieran.
—Buenos días —aclaró—, quisiera lana y agujas para coser.
Una empleada joven, mal maquillada, la miró con desdén. Era una piojosa pobre en el sitio equivocado. Apenas la vio, se sintió grande, superior.
—¿Cuántos necesitas?
—Una pelota así —dijo la niña, haciendo una bola invisible con las manos.
—¿Y cuántas agujas?
—Hmm… tres.
—Serían dos coma cinco dólares. —Aquí tiene.
La mujer tomó los billetes y los analizó. Los tocó, los volteó, los colocó a contraluz. Se los pasó a una compañera con cejas postizas, y después de tres minutos de inspecciones, se los devolvió a la niña.
—No aceptamos billetes en mal estado.
La chiquita no respondió, simplemente sacó otros billetes del bolsillo y se los extendió. La cajera repitió el procedimiento con acidez, rayándolos con un lapicero para supuestamente comprobar su veracidad. Sin utilizar el bolígrafo indicado, lo que hizo fue manchar los billetes.
—Estos tampoco cumplen con el requerimiento.
—¡Pero si están perfectos!
—No, no lo están. Míralos tú misma.
—¡Ya los miré! Estaban perfectos hasta que los rayó…
—No los rayé. Hice una inspección y no pasaron la prueba.
—Por favor.
—¿Hay algún problema? —interrumpió un gerente engominado.
—Esta niña no quiere irse de la tienda.
—Yo solo…
—Por favor, muchacha, haznos el favor…
Y con las miradas y un brazo extendido la sacaron. Indignada, arrinconada en su propio espíritu, la jovencita se había olvidado de la hora. Tenía que llegar antes de las cuatro para encontrar puesto en el transporte. Iba tarde. Tendría que comprar el champú en el barrio, si acaso, y no podría comprar el helado. La ferretería quedaba a siete cuadras de la estación, así que aceleró el paso. Al llegar suspiró y se colocó de última. Sólo había que esperar y tener algo de suerte, colarse entre los adultos si era necesario.
Le tocó aguardar mientras observaba a las grandes camionetas transitar la avenida. Miró las nubes solitarias y le gustaba esa tranquilidad. Le atraía el flote sin forma. Escuchó las conversaciones de los demás, y se preguntó por la voz de su papá: «¿cómo habrá sido?, ¿sonaba como un acordeón o como una flauta?, ¿ponía cara de toalla o tenía el mentón liso como el vecino Omar?». Luego miró a los motorizados esquivar camiones de basura. Llegó a reírse de sus cascos de hormiga negra sin percibir la hediondez. Ya casi se había olvidado del episodio de la ferretería cuando sintió un alboroto. Era la gente afanándose por entrar en la camioneta.
—¡Métete, pendejo!
—Empuja, empuja, empuja.
—¡Respeten la cola!
—¡Cálmense, animales!
La niña se aferró a la espalda de un hombre que estaba adelante. No tenía otra opción. Lo abrazó con todas sus fuerzas sin conocerlo. Pero el hombre ignoró su súplica. Intentó sacudírsela. Con una fracción de su fuerza se quitó el brazo de la cintura. Y en cuestión de segundos, entre cuerpos agitados y olor a trapo mojado, entre cornetas agudas y nubes de humo, el sujeto afincó su pie en el escalón del carro para perderse de vista. La niña recibió un codazo en la nariz, y los empujones la derribaron al asfalto. Era demasiada fuerza para ella, demasiado afán. Sintió un ardor en el codo. Vio varias gotas de sangre en su único pantalón, y más abajo, un nuevo hueco que mostraba su rodilla negra. En ese instante, tirada como un coroto, escuchó al recolector gritar:
—¡Puestos full, no queda espacio! ¡En Chacaíto sale otra a las seis!
III
Un comedor se alargaba a través del salón oscuro de los Wolhmar. Era una mesa de caoba que habían comprado en Alemania en el verano del 65, una mesa que había sostenido cincuenta años de desayunos, almuerzos y cenas. En la punta estaba la señora Wolhmar, tomándose un café negro mientras oía las noticias de mediodía. Se había acostumbrado a desayunar tarde, cerca de las 11, con la misma parsimonia que su difunto esposo. Sus hábitos eran austeros, el apetito no le pedía más que una arepa y un café sin azúcar, preparado por la taciturna Rosa del Carmen. Otras veces prefería una avena aguada, y otras veces, como ese día, desairada por el hastío, le daba por una mandarina y un café, simplemente una mandarina y un café.
Su tristeza quería salir, pero tampoco le impedía disfrutar los pequeños detalles. Por eso —aunque proyectando en un segundo plano los nimios quehaceres— la señora Wolhmar encontró regocijo con varios pajaritos que se detenían en la ventana del comedor. Notó el dorado de un Cristofué, y exclamó:
—¡Rosa!, venga a ver a este pajarito, es tan lindo. Ande, venga, pero no tan rápido para que no lo espante.
Y Rosa del Carmen se acercó con una sonrisa entrenada.
Luego se paró otro, un tirano dominicano con una cola blanca.
—¡Ay, San Miguel arcángel! ¡Rosa, venga! Hoy están confianzudos. Mírelo, qué elegante, qué señorial.
Acabado el café, procedió a su cuarto. Frente al espejo del baño, mientras cepillaba sus dientes, volvió a tener aquellos pensamientos. La pesadumbre atravesó su humor. Se veía vieja y cansada, vieja e inútil, vieja y sin ocupación. Se peinó pensando en su marido. Recordó lo mismo que recordaba todas las semanas.Que cuánto había cambiado su vida sin él. Aunque los años habían encontrado la manera de opacar la nostalgia con el carácter, ella lo extrañaba con cada fibra de su cuerpo. Desenredado el cabello, evocó lo que él le decía cada vez que la veía desanimada:
—Si un alelí llora, debe salir al sol.
Dijo la frase en voz alta y sonrió. Creyó oler la misma colonia que él usaba: un aroma a madera y cítrico que se pegaba de su cuello durante ocho horas exactas, y salió del cuarto anhelando ternura. Quiso escuchar la voz de sus hijos y bajó a la sala para llamarlos. Ninguno atendió.
—Tanto bregar para nada —dijo en voz alta, áspera—, tanto sacrificio para terminar sola y lastimada. ¿Quién llora por nosotros, señor?, ¿quién nos sirve después que nosotros hemos servido?, ¿quién nos acompaña después que hemos acompañado? ¿Es esta la recompensa que les das a tus siervos, a tus miserables y ancianos siervos?
Cuatro lágrimas salieron de sus ojos grises, y pararon en sus labios secos. No se le ocurrió otra cosa prender la televisión. Así navegaba la monotonía y callaba el dolor. Colocó una novela ridícula para quedar dormida. Y a los veinte minutos, exhalando un aliento caliente, con la cabeza blanca sobre el respaldar, la señora se apagó.
Un trueno lejano la despertó. Estaba adormilada y con la espalda llena de sudor. Tardó en reconocer el tiempo, en situarse en esa butaca polvorienta de la sala. Por alguna razón, se dio cuenta de que no soñaba desde hace años, ni una imagen incoherente, ni una pesadilla tonta. Nada se prendía en su cabeza cuando cerraba los ojos. El hecho de que los hijos no le atendieran resucitó el sentimiento de menosprecio. Se sintió como un cactus, como vieja decrépita a quien nadie agradecía. Decidió levantarse para ir al baño e ir a la cocina. Todavía, a pesar de la artritis, podía hacerlo sola.
En la cocina, Rosa del Carmen veía la televisión. La señora Wolhmar entró, y vio en la pantalla una escena de unos campesinos cosechando maíz. Enseguida pensó en su huerto. ¡Podía hacer eso! ¡Regar y limpiar el pequeño espacio de las hortalizas! Concentrarse en él, cuidarlo, embellecerlo. Volver a mantener a otros seres, hacerlos prosperar, como hizo con sus hijos. Cruzó la batea seducida por esta idea. Agarró los insumos y salió al jardín. El jardín estaba hecho un desastre. El monte llegaba hasta la cintura, tapaba todo. Sólo quedaban unas ramitas de romero y toronjil debajo del enorme árbol de mango. La escena la defraudó. La tarea parecía imposible.
En el cielo, un cúmulo de nubes negras se acomodó sobre su cabeza. Sintió el impacto de una gota grande. Luego cayó otra, fría y fresca sobre su mano blanca. En el árbol, treinta mangos rojos se mecían de un lado a otro. Ya habían empezado a caer algunos, pero como nadie los recogía, quedaban como minas escondidas en el jardín. Por unos momentos se quedó viendo, absorta, el baile de los frutos colgados. Su hijo Elías había sido el encargado de los mangos durante treinta años. Él los tumbaba y los recogía, él los almacenaba y los preparaba. El muchacho los comía a toda hora y de cualquier manera: verdes y con sal, con concha y en cuadritos, aguados y en jugo. Por él habían sembrado ese árbol. Ahora no quedaba nadie que los recogiera. A ella ni le gustaban. Se había cansado de eso también.
Una ráfaga fría desordenó la cabellera de la vieja. El viento la empujaba de vuelta a la casa. Había empezado a llover.
Una vez adentro, contemplando la lluvia a través de la ventana, siguió pensando en el jardín. ¡Cuánto deseaba un sentido para su vida! Un propósito que la animase a trabajar por alguien y por ella misma. Un oficio doméstico, quizá, en el que pudiera dedicar su experiencia.
Sin auténtica fe, elaboró un plan. Por lo menos eso la ocuparía. Despuésde podar, sembraría unos alelíes y unas matas de parchita en las tejas del muro. Luego, pondría unas orquídeas moradas en el tronco del árbol, unas sábilas para las verrugas, unos cebollines para el desayuno, y unos perejiles para la sopa. Hasta se había acordado del nombre del jardinero para llamarlo, cuando de pronto, el timbre sonó.
Para ella era insólito que alguien se estuviese mojando.
—¡Y pudiendo evitarlo! —exclamó en voz alta—, ¡que les costaría refugiarse y venir después!
Caía un aguacero. El timbre se desvanecía con el ruido de la lluvia. Rosa del Carmen fue a abrir al visitante. Cuando volvió, la señora Wolhmar se conmovió. Casi no lo creía. Una niñita haraposa, escuálida, empapada hasta las medias, se paraba bajo el paraguas de la ama de servicio. Temblaba de frío. De su pelo caían gotas que mojaban la alfombra. Y con ambos brazos se abrazaba a sí misma para darse calor.
—¡Niña! —exclamó apenas se vieron—, ¿se ha vuelto loca?, ¿por qué ha querido mojarse tanto?, ¿no sabe que la gripe viene después de la lluvia?
—Sí —dijo la niña, mirando al suelo y agarrándose las manos—. Quería pedirle unos mangos pa’ comer. Los vi desde afuera…
—Ay, Dios mío santísimo, Rosa, prepárale una bolsa con mangos. ¿Y estás sola?
—Sí.
—¿Y tus papás?
—No tengo.
—¿Y dónde vives?
—En La Dolorita.
—¿Y cómo llegas hasta allá?
—En carrito, pero con esta lluvia no llego.
—¿Y si no llegas?
—Camino.
—¡Virgencita…! —exclamó la vieja—. ¿Y cómo te llamas?
—Ailana.
—Ailana, ¡muchacha osada!, ¡gracia de Dios!, ¿cómo pudiste llegar así? ¡Estás temblando! Ven para que te cambies la ropa y te tomes una sopita caliente. Hace mucho frío. En agosto no se puede andar sin paraguas. Si no te calientas te enfermas, tienes que saber eso, niña intrépida, porque después, dime, ¿después quién te cuida?, ¿ah?, ¿quién te cuida?
“Ailana” forma parte del libro de cuentos El relámpago mudo de Raúl de Armas, publicado por Luis Felipe Capriles Editor (Caracas, 2022).
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