“El fin justifica los medios”, es una frase que hemos oído muchas veces en boca de quienes justifican el empleo de cualquier medio para lograr fines supuestamente “superiores”. Los radicales de toda laya, que se creen capaces de solucionar los males del mundo, en nombre de Dios, de la Patria, de la justicia social, de la libertad, de la igualdad, etc., piensan siempre que tal cosa es posible y por tanto sus altos fines ameritan el empleo de todo tipo de medios. Pero esa misma forma de pensar es la de un fanático religioso, un terrorista que lucha por un fin desesperado o un loco que se cree “iluminado». Sendero luminoso fue un lindo nombre para cometer toda clase de actos violentos que causaron muerte y destrucción en Perú en las décadas de los años setenta y ochenta. En contraste, otros hombres, verdaderamente grandes, como Jesús de Nazaret, lucharon y se sacrificaron por altos fines que dieron a la humanidad enormes beneficios, pero nunca utilizaron medios repudiables. Por eso fueron excepcionales.
Si aceptáramos que un fin, por bueno y necesario, justifica una acción impropia, estaríamos relativizando la moral, sometiéndola al arbitrio de un juicio parcializado, restándole los atributos de validez universal que según Kant es el imperativo categórico de toda norma ética. El resultado de una acción basada en ese principio de que el fin justifica los medios es siempre desastroso. Quienes lo han sostenido y aplicado no han sido precisamente los mejores, los más capaces, los más honestos, ni los más inteligentes. Los sistemas dictatoriales y opresores del siglo XX, guiados por lideres como Hitler, Mao, Pol Pot, Fidel, etc., actuando en nombre del nacionalismo, de la superioridad racial y de la justicia social, cometieron los crímenes más horrendos.
La justicia y la moral no pueden aceptar la violación de sus principios en nombre de ninguna finalidad. Tienen que ser muy estrictas al respecto porque siempre se podrán esgrimir razones para justificar una mala conducta: las circunstancias de la vida, las debilidades humanas, las injusticias sociales, las buenas intenciones, etc. Las ideas y las creencias, aún las realmente nobles y trascendentes, si se refugian en la idea de que los fines justifican los medios, derivan siempre en regímenes tiránicos que terminan quebrantando sus propios postulados. La historia de los fanatismos religiosos y de las ideas políticas extremas suministran abundantes ejemplos al respecto: las Cruzadas, la Inquisición, el Holocausto, la Guerra Santa, la Segunda Guerra Mundial, los totalitarismos del siglo XX (fascismo, comunismo, nazismo).
Las consideraciones anteriores tienen su aplicación al caso venezolano. Muchos funcionarios que ocupan hoy puestos importantes en el Estado y otros tantos que apoyan (o apoyaron) el proceso desde afuera, son (o fueron) los mismos que en el pasado reciente, en la mal llamada cuarta república, defendieron con ardor la alternabilidad, la división de poderes, el pluralismo político, el respeto a la Constitución, la transparencia en el manejo de la administración pública y criticaban acerbamente el populismo, el clientelismo, la demagogia y la corrupción de los partidos políticos de entonces. Ahora, en nombre de la “revolución socialista o bolivariana” aceptan (o aceptaron) sin chistar todas las violaciones a los principios que antes defendían. O sea, en nombre de la revolución se justifican las violaciones a la Constitución, las leyes y a los derechos humanos.
Si este escrito requiriera una moraleja como las de las fábulas de Esopo, diríamos que los sistemas políticos que se erigen sobre esas bases están destinados al fracaso. Todos ellos causaron más mal que bien, sacrificaron a millones de seres humanos y pervirtieron los buenos propósitos que inicialmente sustentaron. Esa experiencia histórica al respecto debería bastar para convencer a quienes todavía atacan a la democracia y al liberalismo en aras del socialismo y la revolución que están completamente equivocados. Los remanentes de la experiencia comunista en el mundo: Corea del Norte, Cuba, Nicaragua y Venezuela, confirman lo dicho.
Los hechos demuestran que Marx se equivocó cuando dijo que la filosofía, que siempre había intentado explicar el mundo, ahora, en su nueva versión, la de él, el materialismo histórico, lo transformaría. Existe algo que metafóricamente podemos llamar la “corriente de la historia” que sigue un curso no determinado por nadie, salvo por Dios. La dirección última de esta corriente no ha sido alterada por quienes lo intentaron hacer por la fuerza (Alejandro, Napoleón, Marx, Hitler, etc.), ni por acontecimientos históricos determinados (la caída del Imperio Romano, la toma de Constantinopla por los turcos, el Renacimiento, etc.). Esos hombres y esos hechos no modificaron la naturaleza de la humanidad. Los hombres, en definitiva, que no son dueños de sus propias vidas, mucho menos pueden serlo de la Historia. Los hombres conducen la historia solo en forma simbólica. Lo prueba el hecho de que el mundo siempre es como es y no como los hombres han querido que sea.
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