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La vida no cabe en un morral

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Migrantes llevados a la residencia de la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris

Los procesos migratorios han tenido lugar a lo largo de toda la historia de los seres humanos, al punto de que hay quienes señalan que se iniciaron con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso Terrenal, tras el incidente de la manzana prohibida. Su dimensión, así como las formas en las que hoy en día están ocurriendo, los han convertido en un factor esencial en la descripción de nuestro planeta.

Alrededor de 300 millones de personas viven en un país diferente de aquel en que nacieron y muchas más lo siguen haciendo transitando rutas rodeadas por riesgos y dificultades casi imposibles de imaginar. Se van a otro lugar, más bien huyen, cobijadas por la idea de que en cualquier otra parte se encontrarán mejor. Hace poco me topé con un tweet del escritor Martín Caparrós, que señalaba, sin que se le pueda tildar de exagerado, que “…en estos días, la migración aparece como la primera o segunda respuesta a los problemas: una opción tentadora para sobreponerse a la desgracia. O, peor: la única opción que se les ocurre para sobreponerse a la desgracia».

Sobra señalar que, de acuerdo con varias investigaciones, una porción relevante de la población venezolana –próxima a los 6 millones de personas, provenientes en su mayoría de los sectores más vulnerables–, también hace parte de las estadísticas que desentrañan una tragedia que en el discurso oficial pareciera no ocurrir o que, en todo caso, nada tiene que ver con la gestión del presente gobierno. Los informes a la mano apuntan que se ha transformado por completo la demografía nacional y coinciden en delinear la situación como una de las más espinosas en la historia de América Latina, comparable con lo que ha sucedido (y sucede) en escenarios de guerra en otros continentes.

Migrantes a las puertas de la casa de Kamala Harris

Se advierte, así pues, que los flujos migratorios irregulares representan una de las amenazas más graves y complejas del siglo XXI. En general, son el corolario de la precariedad que envuelve la vida de amplios sectores de la población, en medio de una creciente desigualdad, consecuencia de un proceso de desarrollo económico, cuyo guion pareciera pautar el ensanchamiento de la brecha entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco. En efecto, la mitad más pobre de los habitantes de la Tierra apenas posee 2% del total de la riqueza, mientras que el 10% más rico dispone del 76%, hecho que se replica, en medio de sus lógicas disparidades, al interior de las naciones, incluyendo, dicho sea de paso, unas cuantas que catalogan de “izquierda”, cosa que no digo solo por China.

Por otro lado, habría que añadir un factor que oscurece aún más el horizonte. Se trata de eventos políticos (conflictos armados, golpes de Estado), de persecuciones étnicas y religiosas, así como de otras patologías sociales que se traducen en el odio y el desprecio a los migrantes, percibidos como distintos y convertidos en una amenaza para la identidad colectiva de las sociedades receptoras.

Igualmente se han incrementado migraciones masivas impulsadas por actores estatales que se valen de la desgracia humana con fines políticos, abriendo sus fronteras para desestabilizar a otro país, expulsando determinados grupos a sitios específicos o fomentando migraciones hacia un territorio para perturbar su estabilidad.

En una tónica semejante cabe referir la noticia de que los gobernadores republicanos de los estados del sur de Estados Unidos enviaron hace pocos días a varios grupos de inmigrantes indocumentados a algunas ciudades regidas por el Partido Demócrata, incluyendo un centenar ―entre ellos muchos venezolanos, fotografiados con su morral a cuestas―, que llegaron en autobús a las puertas de la residencia de la vicepresidenta Kamala Harris, tenida como la responsable de la política migratoria de Joe Biden. El argumento que sustenta tales iniciativas descansa en la idea de que son los demócratas quienes deben asumir buena parte de la carga económica y política que derivan de las normas que han dispuesto en materia de fronteras.

Por si fuera poco lo anterior, también hay que mencionar las catástrofes ambientales, convertidas actualmente en la principal causa de los desplazamientos, al provocar sequías, huracanes e inundaciones, que llevan a la expulsión de sus tierras a millones de personas, registradas como «refugiados climáticos» o, más ampliamente, «refugiados ambientales», e ignoradas, por cierto, en el Pacto Mundial sobre Migración, el cual habla del migrante económico (que se desplaza «libremente») y del refugiado político (que huye «forzosamente»), pero no reconoce la figura del refugiado que escapa del cambio climático.

La vida no es portátil

La migración nunca es cosa fácil, desde luego. La vida de los que se van no cabe en un morral, junto a algunas prendas de vestir, alguito para comer, tal vez un juguete o una golosina para el niñito que forma parte de la travesía y, si acaso, unos poquitos dólares.

No hay espacio para los familiares, los amigos, el paisaje, los olores, el lenguaje con sus modismos, las costumbres, en suma, para una manera de pensar y de sentir colectiva que ha acompañado a los viajeros durante su existencia. No se dispone, así pues, de un sitio para las cosas que han ido grabando la vida de cada quien.

En suma, la vida no es portátil, conforme a la definición que da el diccionario: algo fácil de mover y transportar de un lugar a otro por ser manejable y de pequeño tamaño.

Un planeta agrietado

En síntesis, el siglo XXI es el escenario de una ola migratoria que impacta al mundo entero, creando nuevas contradicciones y conflictos, obligando a repensar las nociones de soberanía y ciudadanía, creando nuevas formas de identidad, a concebir un nuevo esquema institucional con el fin de reglamentar las relaciones internacionales y hacer más efectiva la gobernabilidad del planeta, muy venida a menos, tanto que la ONU se ha convertido progresivamente en algo similar a un “jarrón chino”, dicho sea con todo respeto (y, sobre todo, con cierta angustia) y mejor no conversemos de la calidad del liderazgo que nos ha tocado padecer.

Todo lo anterior muestra, junto a otros ingredientes, los serios aprietos por los que atraviesan los seres humanos por su manera de entender la vida, de colocarse frente a ella y de transitarla, conforme a un modelo que hace agua por muchos flancos.

Concuerdo con Zygmunt Bauman, el filósofo polaco, cuando escribe que la división de los humanos entre “nosotros” y “ellos” ha sido un rasgo inseparable del modo humano de ubicarse en el mundo durante toda la historia de la especie y que, dados los vientos que soplan en estos tiempos, hay que ampliar el concepto del «nosotros» bajo el marco de la cohabitación, la cooperación y la solidaridad humanas hasta abarcar el conjunto de la humanidad. Dicho de otra manera, se trata de asumirnos como una comunidad global y aprender a convivir a partir de nuestras diferencias.

Como bien dice Fernando Savater, el asunto no es, entonces, hacer una humanidad más productiva, sino producir más humanidad.

 

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