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(Tele)novela del dictador

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Acometo esta fruslería el jueves 22 de setiembre, día mundial del rinoceronte, del mimo, de andar sin carro y de la narcolepsia y de los santos. Podría ser jornada de silencio, peatonalización y sueño, u ocasión de evocar Rhinocéros, la emblemática pieza de teatro del absurdo debida a la imaginación y pluma de Eugène Ionesco, pero a nosotros interesa más un acontecimiento de suma relevancia en la gestación de la República: la aprobación, en 1830, de la Constitución de Venezuela en el Congreso de Valencia, donde se oficializa la separación de la Gran Colombia. Lo aquí escrito se publica hoy cuando se cumple un año más del atentado contra la vida de Simón Bolívar (Conspiración Septembrina), ocurrido en Bogotá el 25 de setiembre de 1828 ―Pedro Carujo comandaba a la treintena de sicarios participantes en el fallido magnicidio ordenado, según conjeturas, por Francisco de Paula Santander, quien fue condenado a muerte, pero indultado y desterrado de Colombia gracias el Libertador―. Este y otros intentos de asesinarle dieron pábulo a Hugo Chávez para señalar recurrentemente al general neogranadino como responsable de un presunto envenenamiento, descartado luego de la grotesca profanación de su tumba. Hay aquí material de sobra para fingir la vida, pasión y muerte de un tiránico redentor.

La novela del dictador constituye un género encumbrado por las naciones latinoamericanas, dada la antológica pluralidad y el pelaje de sus vernáculos mandones y caudillos ―militares o títeres de estos― y el prestigio de quienes han ficcionado sus despotismos ―Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos, Jorge Ibargüengoitia, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, entre otros autores de fuste―. Aunque crueldad pura, dura y sin paliativos le sobra, Maduro, pensaba yo con exceso de temeridad, no competía en esa liga. Era, me decía, un dictadorzuelo rastrero y, en el fondo, una marioneta del dueño de la sartén, el todopoderoso general en jefe con pecho de quincallería Vladimir Padrino López. Su discurso no soportaba glosa distinta al sarcasmo o la ironía. Y si ello no le descalifica del todo en calidad de paradigma, carece del magnetismo, verbo y valor simbólico indispensables para embarcar a una pluma calificada, sensible y creativa en una aventura narrativa distinta a la simplona y previsible crónica de un populismo ordinario; sin embargo, al conocerse las conclusiones del tercer informe presentado en la Organización de las Naciones Unidas por la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela, quedó en evidencia la responsabilidad intelectual, ¡y cuidado si no material!, de Nicolás Maduro en la perpetración de «crímenes de lesa humanidad», a través de los servicios de inteligencia civiles y militares del Estado, los cuales funcionan como estructuras bien coordinadas y eficaces en la ejecución de un plan, orquestado desde los niveles más altos del gobierno, con un objetivo específico: reprimir la disidencia —el grupo de trabajo también se centró en la violación de los derechos humanos en la región del Arco Minero del Orinoco—; al conocerse, repito, el memorial de oprobio y transgresiones de los derechos humanos y libertades ciudadanas, endosables al chavo-padrino-madurismo —fueron documentados 173 casos de víctimas sometidas a tortura, violencia sexual y otros tratos inhumanos en centros de servicio de inteligencia— se convierte el gobierno militar de facto en apetecible objeto del deseo, en términos de inspiración, de escritores de terror, prestos a explorar y desarrollar el subgénero del sadismo político, y aplicar a sus horripilaciones los adjetivos abominable u ominoso, al mejor estilo de  Howard Phillips Lovecraft.

El florilegio de atrocidades atribuida a Maduro, y extrapolable al vicepresidente sectorial de soberanía política, seguridad y paz, ministro del poder popular para la defensa y sostén armado, no sabemos hasta cuándo, de la usurpación, podría ser incorporado al Necronomicón, ese libro de saberes arcanos y magia ritual, cuya lectura es capaz de conducir a la locura y a la muerte, y, entonces, llamar la atención de plumíferos nativos y foráneos cuya prosa o versos ofertan al mejor postor, en función del número de páginas o de la longitud del poema a pergeñar. De esa estirpe de explotadores del verbo, Venezuela conoció dos ilustres representantes extranjeros: el germano-suizo Emil Ludwig y el gallego, premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela. El primero biografió a petición del muy bolivariano sucesor de Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras (seguramente tuvieron velas en ese entierro Arturo Úslar y José Rafael Pocaterra) a Simón Bolívar; al segundo le fue encomendada por Pérez Jiménez, a sugerencia de Laureanito Vallenilla Planchart, una novela ―La Catira― con ánimo de arrojar al baúl del olvido a Doña Bárbara y a su autor, el derrocado presidente democrático Rómulo Gallegos. Y, como les echa de comer, el reyecito tiene a su disposición un pelotón de tinterillos y cagaversitos tarifados para cantarle loas y prodigarle ditirambos; empero figura no es tomada en cuenta, fuera de ese círculo y ello probablemente no quita el sueño a quien no es personaje de novela y ni siquiera de folletón o de película muda, sino caricatura de superhéroe de una deplorable tira cómica.

Estuve a punto de agotar la pólvora disparándole a los zamuros habituales; pero, con alguien o por alguna parte se ha de comenzar. Y, en este caso, el dictamen de la ONU era impepinable. Prosigamos. A mediados de los años sesenta del siglo pasado, mientras los jóvenes de Occidente cantaban a las flores, la paz y el amor, en perpetua orgía el sexo, marihuana, rock and roll y revolución, oíamos hablar del milagro alemán y del milagro japonés, metafóricas alusiones a la reconstrucción, en libertad y a partir del trabajo constructivo y la instrumentación de economías de mercado, de dos países derrotados y devastados en la Segunda Guerra Mundial. Ninguno de los dos apeló al subsidio de la vagancia o a la gratificación de la pereza, prácticas inherentes al populismo en general y, particularmente, al castrobolivariano. Es difícil imaginar a Olaf Scholz o a Fumio Kishida condicionando el goce de las pensiones de vejez a la adhesión carnetizada de germanos y nipones a sus partidos. No sin ser objetos de censura o de la remoción de sus cargos vía parlamentaria. Tampoco sería factible verles endilgando a Odín o a Buda obligaciones correspondientes a sus gestiones. No somos alemanes ni japoneses. Habitamos en las equinocciales regiones del realismo mágico, donde cualquier cosa puede suceder, incluso un traspaso de competencias a Jehová, como pretendió Nicolás Maduro en 2015 cuando afirmó: «El petróleo nunca volverá a los 100 dólares, pero Dios proveerá. Jamás nos faltará». La administración fanb-psuv se aferra a una curva de precios de oscilaciones supeditadas a eventos ajenos a la capacidad productiva de Pdvsa; y, así como la pandemia le vino de perlas para inmovilizar a la ciudadanía, apelando al estado de emergencia sanitaria, la agresión rusa a Ucrania ha propiciado un apreciable incremento en los ingresos, al dispararse el valor del crudo —a las 09:21 horas (HCEV) del miércoles 21, el petróleo Brent (entrega en noviembre ) se cotizó a 93,32 dólares el barril, subiendo unos 2,70 dólares (+2,98%) respecto a los 90,62 en el cierre del martes en Londres—. Engordan las arcas públicas, aunque no con la suficiencia necesaria para frenar la irresistible ascensión de la divisa norteamericana; menos aún, para llenarse la boca hablando de normalización, pues aquí no ocurrieron ni portentos ni milagros. No puede estar recuperándose un país en el cual se contabilizan en semanas y hasta meses los lapsos sin agua en la gran mayoría de sus ciudades y pueblos, y por millares las interrupciones en el suministro de energía eléctrica. ¿Cuán normal pueden ser incendios ocasionados en las instalaciones su principal industria porque no hay en ellas pararrayos? No, definitivamente no son normales la devaluación continua del signo monetario y la inflación dolarizada golpeando a diario el extenuado bolsillo del consumidor. Tales anomalías no pueden ser materia de recreación literaria, sino de análisis críticos desde perspectivas sociológicas, económicas o políticas. Ahora, cuando se sabe quién es quién en el tenebroso submundo de la represión, las ejecutorias de la dupla dictatorial indignan, pero dan, y mucho, para un culebrón y requisitorias del tipo «Reconócelos pueblo». No más.

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