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Guitarricio, Violinicio y Cantalicio

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Aquiles Báez | Foto: Carlos Germán Rojas

Para Aquiles y todas las hermanas y hermanos.

Me voy a comprar un puñal

para conjurar a la suerte

y clavárselo a la muerte

cuando me venga a buscar.

Decía mi abuela: «No haga lo que quiera, quiera lo que haga».

Gracias a ese consejo, a la música y a la poesía, a las niñas y a los niños, los adolescentes, jóvenes y toda la gente de aquel pueblo, lograron vencer al gobernador a quien no le gustaban la música, ni los sonidos y que se creía invencible.

Esto es verdad y no miento y como me lo contaron, lo cuento:

Lo contó el sapo Lochero muchos años después, ya más viejo. Ocurrió por allá en la costa norte del río Orinoco y, más precisamente, en el hermoso pueblo de Mapire. Por cierto, si quiere conocer un sitio lindo y así contentarse un poco, acérquese para que se inspire.

Guitarricio, Violinicio y Cantalicio andaban desesperados, cada quien por su lado y al borde del precipicio. Con tantas crisis juntas, el país se había angostado y ya daba igual irse que ser empujado. En el éxodo forzado ¡a la carrera! cada uno por su lado, cada cual con su propia pena, hasta instrumentos habían dejado. La vida se les había vuelto condena.

El arbitrario de turno en el gobierno sufría del corazón, creen que no tenía, y había prohibido la música en lo que llamaba sus predios. Los músicos eran perseguidos más allá de los infiernos, expulsados hasta en camión.

Violinicio, flaco, alto y desgarbado, tocaba el violín desde pequeño y cantaba alegre, muy risueño y con buena calidad. Guitarricio tocaba el cuatro, la viola, la guitarra, así como otros instrumentos de cuerda y de percusión, como si fuera un porfiado de verdad ¡Era el muñeco de la ciudad! Cantalicio, gordo y bonachón, ya solo le cantaba a la novia de su corazón. Una bella y esbelta flaca, bailarina de las buenas, enamorada de Cantalicio desde aquella primera serenata cuando era pequeña. Todos, hasta ellos dos, habían tenido que salir de su país huyendo por esos caminos de Dios.

Era tan déspota, caprichoso, traidor y soberbio el gobernador Puya que había mandado a quitarles las alas a las moscas para que no volaran ni hicieran bulla. Aunque estaba acostumbrado a unos dominios con moscas y esa herencia ni le molestaba un bledo, ahora, de viejo prematuro, le fastidiaba el sonido de sus aleteos.

Aquel reino y, sobre todo, el palacio de gobierno olía muy mal. De tantos bichos, moscones y moscardones lo llamaban El Mosquero. Ahora el gobernador Puya la había agarrado con las moscas, les sacaba las alas y les conservaba dándole vueltas en sus manos como quien amasa un moco o unas migas de pan.

Al tiempo, Violinicio se vino por barco recordando viejas canciones de marinos y arribó al estado Amazonas. Guitarricio ya estaba por allá y juntos hicieron músicas indígenas hasta que llegaron a un lugar llamado El Horcón donde habían quedado en encontrarse con Cantalicio para entrar juntos y, poco a poco, al querido pueblo de Mapire, por allá en la ribera norte del Orinoco.

Llegaron haciendo sones de negros y el pueblo los recibió con alegría discreta. Le tenían guardadas partituras viejas, instrumentos y unos atriles de caoba con los que habían cargado cuando a los músicos les tocó irse rápido fuera del país.

Cuando el gobernador Puya supo de ellos, mandó a buscarlos con unos soldados porque dizque ya empezaban a alborotar al pueblo. Ese gobernador Puya era coso serio e intoxicaba a todo el mundo con sus órdenes y sus, dizque, misterios.

El tema con las moscas se había puesto más severo tanto para él como para los funcionarios de sus ministerios, porque cada vez les molestaban más con su aleteo y con ese siseo propio que hacen muchos insectos juntos. Lo mismo con el sonido de los zancudos, de la plaga en general ¡y hasta con los mosquitos! ¡¡Él no quería ruidos, pues!! Porque y que le perturbaban esos bichitos del demonio al zumbarle en sus oídos. ¡Habrase visto, caracha! Lo suyo era el silencio. Además, así se lo había indicado un doctor por los males de su corazón que, efectivamente, creen que no tenía. No le gustaban las voces de los niños, ni las risas de las muchachas y había convertido a sus dominios en un lugar sin sonidos, en un sitio bastante mustio donde, si acaso, se escuchaba el río.

Y por el río precisamente fue que llegaron Guitarricio, Violinicio y Cantalicio. Juntos los tres entraron una noche a un sitio que llamaban El Morrocoy Azul en el último tiro de aquel pueblo cristalino. Allí se reunía la gente a recibir el correo y a mandar cartas; se congregaba para recoger la prensa que apenas llegaba, así como los libros que algún familiar distante les mandaba. Ahí llegaba todo y de allí salía más. De tanto ser frecuentado, la guardia muy poco se metía ¡no ve que ellos también leían y escribían y allí era donde también recibían las noticias de sus familiares que, aunque lejanos, también querían!

Los tres amigos llegaron entonces a El Morrocoy Azul, su destino, y así se fueron acercando con sordina y muy buen tino muchos otros bardos y poetas, juglares, maromeros, otros músicos de la guataca, la academia, el buen sonido, mecenas y queridas madrinas, compañeros, novias viejas que se habían quedado solas y hasta unos cantantes muy bien afinados que habían pertenecido a un coro arcaico.

El gobernador Puya, en sus afanes de imponer el silencio, seguía ahora cazando pájaros y enjaulándolos en su empeño. Gallo que cantara, ¡venían y lo apresaban! Gallinas cacareando ¡al calabozo, andando! Perro que ladrara ¡que metiera su lengua en tapara! Gato maullando ¡al degolladero, para despescuezarlo! Sí, así eran de estrictos con los animalitos de sus suplicios ¿¡Cómo no iban a serlo entonces contra Guitarricio, Violinicio y Cantalicio!?

Pero ellos seguían allí muy tranquilos como tú, cantando y haciendo música en El Morrocoy Azul. Notas iban y venían, cantos salían a chorros y hasta música hecha en coro cantaban de lo más tranquilos.

Pero un sapo que croaba bajito y hasta ronco, el sapo Lochero, de los que no mojan, pero empapan, se fue donde el gobernador a chismear sobre esa música bulliciosa que hacían en El Morrocoy Azul, a las afueras, en la última frontera del pueblo.

Alguien vio salir al sapo Lochero camino a la gobernación y fue a avisarle a los otros ¡El susto los enmudeció! Momentáneamente se callaron todos-toditos y el silencio los atrapó. Algunos quisieron llorar, pero ya lo habían hecho tanto que lo que les salió fue un llanto seco y apretaron ¡No se podía soltar ni debajo del agua! Pero, nuestros amigos, que en su euforia musical no le paraban mucho al gobernador Puya y sus ordenanzas, como habían corrido mundo, una idea se les ocurrió.

Hicieron unas bocinas con unos guarales y unos peroles que se encontraron. Inventaron una estación de radio con unos cables torcidos, unos corotos y unos cachivaches viejos. Subrepticiamente, en cada casa instalaron una bocina y por allí empezaron a transmitir con gracia y sabia virtud las canciones que hacían desde El Morrocoy Azul.

A los días, cuando la guardia llegó al sitio para llevarse a todo mundo, escondieron los instrumentos y los miriñaques de la radio, se hicieron los locos y hasta por un rato no tocaron.

Pero cuando la guardia se marchó y ya se la veía lejos, sacaron sus instrumentos, conectaron los peroles y volvieron a cantar ¡y esta vez lo hicieron tan duro y con tantísima alegría que la concha del Morrocoy sirvió de amplificación! Y en la casa de cada uno la música amaneció.

El gobernador Puya, sacaturreal majestad, espantado de tanta música seguida, agarró su caballo, preparó su guardia de la de a medio y juró hasta con su vida que ese escándalo se acabaría porque allí en sus propios predios era silencio lo que él quería. Mandó a cortar la luz en el interruptor general y mandó a trozar los cables de esa emisora infernal. Cabalgando se fue hasta la última frontera del pueblo con todo su ejército atrás pero nunca se imaginó lo que se iba a encontrar.

Guitarricio, Violinicio y Cantalicio, con los demás colegas músicos, los cantantes y todos los otros artistas salieron de El Morrocoy Azul cargando con sus sillas, sus atriles, sus partituras y sus ganas y se ubicaron como orquesta sinfónica con todito el coro atrás y así empezaron a tocar lo que venían ensayando. La obertura arrancó, los violines atacaron y atrás todos los instrumentos junto a las voces, y lo que era silencio forzado, de sonidos fue colmado desde allí hasta el firmamento.

Cuando el gobernador Puya llegó y escuchó aquel estruendo, que en el fondo le conmovía, sintió el pulso que le latía muy duro en su cabeza: ton-tón, ton-tón, ton-tón… Levantó una mano fría a sus soldados y la misma se la llevó luego hasta el pecho mientras la otra fría también subía a su costado y cayó ahí mismo muerto-muertico de un estruendoso ataque al corazón. De la ira tan grande que agarró su propio sonido lo mató.

Los músicos siguieron tocando y los cantantes cantando y hasta marchas fúnebres hicieron cuando al gobernador Puya le enterraron con parquedad, sin invitados especiales, con muy poca arrogancia, aunque sí con cierta pompa y circunstancia, durante varios días y algunas noches de luna en cuarto menguante.

Guitarricio, Violinicio y Cantalicio siguieron luego sus caminos por el universo mundo y allí en el pueblo quedaron aquella peña de la última frontera y aquella radio popular plenando de música y otros sonidos a aquel hermoso lugar.

Desde entonces y hasta ahora no han dejado de tocar ni de cantar, se inspire quien se inspire en ese bello país, así como sobre todo en el hermoso pueblo de Mapire.

Y así, pues, este cuento se ha terminado… El viento se lo llevó y cuando lo volvamos a encontrar, se lo volveremos a contar, a cantar o a tocar.

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