Hace unos dos mil quinientos años, en el apogeo de la Grecia clásica, apareció la llamada escuela de los sofistas. Tratemos de simplificar las premisas mayores de ésta: la verdad no existe, en cualquier caso no tenemos posibilidad de acceder a ella. Siendo esto así no tiene sentido el saber sino las capacidades de convencer, el arte de la retórica, de mover los sentimientos e intereses del oyente, sobre todo en la política y las costumbres. Destrezas muy valiosas en el nacimiento de la democracia, sobre todo ateniense. El ágora, el intercambio de opiniones políticas, nace con la demagogia, significativo. Tan valiosas resultan esas destrezas argumentativas que los sofistas son los primeros filósofos en cobrar por sus enseñanzas.
La verdad es que no encuentro diferencias esenciales en lo apuntado y eso que llamamos ahora posverdad y que consideramos uno de los grandes signos de los nuevos y bastante torvos tiempos que vivimos. Por supuesto se pueden registrar notorios cambios cuantitativos en lo referente al conocimiento que hoy tenemos del “receptor” y nuestra capacidad de manipularlo o la inmensa capacidad de mecanismos comunicativos que poseemos. Pero en lo esencial los demagogos de ayer y los de hoy no difieren esencialmente.
El uso de esta categoría, y el lugar primordial en que se la coloca en el análisis político no solo es falsa sino como tal dañina. En tal sentido señalaría el libro reciente de Moisés Naím, La revancha de los poderosos, que hace un uso desmesurado de nuestro viejo vicio de meter gato por liebre. De las desviaciones que puede producir es como el autor ve, por ejemplo, que se sustituyen leyes rectas (¿seguro?) por otras torcidas que sirven para siniestros fines. A diferencia de las dictaduras clásicas, bananeras por estos lados, que solo apelaban a la violencia para imponer sus arbitrarios criterios. Por ejemplo, Evo Morales para permanecer en el poder, impedido por la Constitución, decidió hacer un referendo para reformarla y perpetuarse, lo perdió. Pero decidió buscar otra senda y el Tribunal Constitucional, que dominaba, decidió que el derecho a ser elegido era un derecho político universal y a nadie, ni a Evo por supuesto, podría privársele de este. Muy rocambolesco el asunto. Chávez logró hacer algo muy parecido, algo menos complicado. Esta necesidad de disfrazar el vil operativo sería el signo de las dictaduras actuales, llamadas populistas (otro concepto que bien baila) más astutas y cuidadosas de aparentar civilidad. ¿Es esto cierto? ¿En el fondo no es el mismo espíritu de viveza que llevó a Juan Vicente Gómez y a Rafael Leonidas Trujillo, dos de los más prolongados y crueles dictadores de antaño, a utilizar presidentes títeres para cubrir las apariencias? ¿O a Pérez Jiménez a inventar un referendo, fraudulento, para legitimar su tiranía cuando se debilitaba? Los mismos déspotas con diferentes trajes.
Por supuesto que el tratamiento del problema puede ser mucho más complicado. Y el mejor camino debería ser compararlo con los conceptos de verdad de la epistemología contemporánea, con su relativo escepticismo, aun en las ciencias más exactas. Pero es para largo.
Lo que sí se pudiera concluir es que la tal posverdad pudiese ser una sustitución moralista de la posibilidad de analizar todo discurso a partir de la sociología y el psicoanálisis, o variantes de estos, que permiten un tratamiento universal del pensar y el decir, no solo el de los malvados muy explícitos. La ideología, digamos.
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