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Homenaje a Maritza Montero (1939). Ética de pasión y templanza

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Por JOSÉ VICENTE PESTANA

Tras mi encuentro en 1990 con la Dra. Montero (desde hace ya tiempo, simplemente Maritza), he estado bajo el hechizo de su forma de ser, hacer y entender docencia e investigación universitarias.

Desde las primeras clases era imposible no quedar deslumbrado por su saber y compromiso. Nos instaba a leer las fuentes originales y sacar nuestras propias conclusiones; insistía que sólo una perspectiva plural (teórica, metodológica) era la mejor herramienta para favorecer y acompañar procesos de cambio, intentando con ello salvar las distancias que se crean entre lo básico y lo aplicado —a veces por desidia intelectual o fanatismos pueriles. Como me dijo en una ocasión: “No hay peor paradigma en psicología social que el de la intrascendencia”. Consecuente con la antedicha pluralidad, hace ya casi un cuarto de siglo me ayudó a establecer contactos con Nuria Codina y Frederic Munné en la Universitat de Barcelona (UB), desde donde escribo estas líneas.

Ahora bien, el imperativo ético a que nos impulsaba Maritza no ha sido fácil. Su relato emocionado del asesinato en 1989 de Ignacio Martín-Baró (junto a otros jesuitas) me conmueve hoy como lo hizo ayer: “Le dispararon en la cabeza, como si hubieran querido eliminar sus ideas; no podemos permitirlo, aunque lo que revelemos con nuestro quehacer represente un peligro”. Sea éste un atisbo de la pasión que vertebraba todo lo que ella hacía y que, en el ámbito de la literatura, resumía citando a Duras: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde”, toda una advertencia por el afán de hacer y transformar lo antes posible.

Además de Martín-Baró (y entre otros muchos autores) me presentó a Mead, el estadounidense que forjó las bases del interaccionismo simbólico —y a quien leí, por primera vez, gracias a un ejemplar de la magnífica biblioteca Lovera-Montero. Las veces que he vuelto a Mead me es inevitable que aflore la ternura al repasar la noción de “otros generalizados” (figuras que, dentro de una comunidad, forjan a la persona): “De esa manera el proceso o comunidad social entra, como factor determinante, en el pensamiento del individuo”. En mi quehacer científico y académico está siempre Maritza, junto a un profesor que tuvimos ambos, el indomable Eduardo Santoro; a ambos invoco ante la tendencia —que comenté con ella en un encuentro que tuvimos hace un par de años en Madrid— hacia la desintelectualización (permítaseme el neologismo) de las ciencias sociales, las cuales parecieran sucumbir ante una tecnificación que suele estar vacía de auténtico contenido y firme teleología. Frente a este inquietante panorama, un rápido repaso a la obra de Maritza permite constatar su preocupación por abarcar desde los fundamentos de la investigación psicosocial, hasta la instrumentalización de los mismos en individuos, grupos y comunidades, tendiendo puentes —no siempre construidos o fácilmente transitables— entre academia y sociedad.

Y tras la obra, su huella. Quien la oyó y la ha integrado tiene por compromiso la crítica (que no la criticadera) y como horizonte la transformación: “Ya está bien de tanto diagnosticar, ¡hay que intervenir para que se den los cambios que las comunidades decidan!”, como bien solía predicar —dando ejemplo. En este sentido y en el plano personal, admito con orgullo que a ella debo —entre otras muchas cosas— una de las preguntas capitales en mi búsqueda de sentido vital: “¿Prefiere graduarse antes con sus amistades o esperar y tener una buena tesis?”. Las segundas opciones suelen traer consigo auténticas verdades: el priorizar ante todo la investigación hecha a pulso y con tesón.

A modo de epílogo

Hace unos días, mientras daba forma a este texto, tuve un sueño.

Me encuentro en un estacionamiento al aire libre, ubicado al lado de una calle ancha de una gran ciudad. Veo llegar a Maritza, que conduce un carro rojo. Al salir del vehículo, un autobús de turistas viene por la calle intentando girar de una forma que —seguramente— choque con el carro rojo; asombrado, veo cómo ella agarra por detrás el autobús y, con una fuerza sobrehumana, le hace ir por el camino correcto. Le digo: “Si fuera más joven, me hubiera puesto a grabarte con la cámara, pero he preferido experimentar en directo lo que acabas de hacer”. Ella suelta una carcajada: “Es que el carro es nuevo; si fuera de otra persona, igual… pero no…”, picardía llena de implícitos que me hace reír.

Hemos venido a dar un paseo —organizado por sus hijas— en un jardín poco transitado del centro de la ciudad. Entramos en él y se siente una voz que Gabriela reconoce: “Por ese sendero de la izquierda, está hablando la marquesa”. A nuestra derecha, vemos a un viejo gitano que explica cómo vivían sus ancestros en lo que hoy es el jardín que visitamos.

Maritza nos ha adelantado a todos; la hemos perdido de vista. Sin embargo, flota en la atmósfera del sueño la sensación de encontrarla de nuevo muy pronto, en el banquete que nos espera al final del paseo. Todos sonreímos cómplices.

Ya en el plano de la consciencia, comparto una de las anécdotas que combinan su templanza y humor (que ha tenido siempre, con una corrosión reveladora). A los pocos días de haberme graduado, oí una voz que me llamaba (“¡Bachiller!”); me giré y encontré una sonrisa en ojos y labios: “Usted ya es licenciado, tome conciencia del rol”. Eso he procurado desde entonces —en mí y en quienes he tenido la misión de enseñar. En definitiva, quienes como Maritza han forjado —desde el alma— la indomable vocación docente e investigadora han alcanzado el privilegio de la inmanencia en consciente e inconsciente.


José Vicente Pestana. Lic. en Psicología (UCV, 1993; distinción Magna Cum Laude). Dr. en Psicología (UB, 2007; Premio Extraordinario de Doctorado). Profesor de psicología social en la UB desde 2001, investiga sobre las tensiones de la identidad, el tiempo y lo teatral. Psicoterapeuta junguiano.

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