Dicen que vivimos en el mundo de la posverdad o, más simplemente, de la mentira. Hay hasta grandes industrias mediáticas, públicas y privadas, que producen falsas noticias que recorren enormes distancias y engañan a un sinfín de individuos. Por supuesto que mentiras hay desde que el mundo es mundo. Pero jamás se había considerado el engaño consciente e interesado como emblema de una época; por el contrario, su práctica consuetudinaria era abominada por los grandes principios de la ética, la religión y la opinión pública. Los diez mandamientos de la ley de Dios la condenan de manera explícita, el octavo.
Como todo en el mundo humano, la mentira es asunto que se puede complejizar sin término. Las mentiras pueden tener matices, desde la sórdida calumnia a la humorada, pasando por las instrumentales, piadosas, blandas o veniales, etc. O suscitan problemas muy complejos filosófica y psicológicamente, como el autoengaño, nada menos que la paradoja de mentirse a sí mismo. Pero quisiéramos subrayar un problema perenne de quienes la han pensado, que consiste en saber si es lícito mentir algunas veces o, por el contrario, nunca.
Dejando de lado otros muchos matices, yo solo quiero subrayar algo que Kant llevó a la desmesura: jamás debemos mentir porque si no respetamos la verdad, si no existe un nivel muy alto de credibilidad entre los hombres, la sociedad se destruiría, ninguna cooperación o pacto sería posible. Esto solo para mostrar la importancia que el problema puede alcanzar. Y para señalar que esto de la posverdad es asunto serio para la civilización y, por ende, primordialmente para la política. También para traer a colación nuestro gobierno, que debe ser uno de los más grotescos y torpes embusteros del planeta. Pero quiero ir a otra parte; por supuesto que este gobierno es un pestoso moral extremo, pero me da la impresión de que también colabora con esto un clima nacional propicio a decir cualquier cosa sobre cualquier cosa sin tener el menor atisbo de criterios de verificación, sin que para nada le importe si lo que dice en política o sobre políticos tiene algún viso de verdad. Es una modalidad de la antipolítica, que seguramente tiene que ver con los delitos y errores de nuestros políticos, pero también con malsanos hábitos mentales, traumas ideológicos y morales. Como toda manifestación de antipolítica.
Fulano, el resabiado, jura que Perencejo, político, se robó tantos miles de millones, me lo dijo Adela. El coro corea: ¡Sí, y seguramente más! Zutano, el escéptico, pregunta: ¿Y dónde y cómo y con quién? El resabiado: Este es medio pendejo, nadie lo sabe, para eso hay testaferros y mil formas de tapar la cosa. Coro: ¡Síiiii! La oposición se vendió al gobierno desde hace años. Coro, con tuiteros de fondo: Años no, decenios, siglos. Zutano: ¿Cómo lo supiste? Me lo dijo Adela, riposta Fulano. Maduro cae ya, listo; Maduro no caerá nunca. Pues claro, de acuerdo. ¿Con qué? Con las dos, una de mañana y otra de tarde.
Creo, con Freud, que la verdad cura. El psicoanálisis nació para revelarnos nuestra verdad que hemos ocultado, reprimido. Me parece que en política, mutatis mutandi, sucede algo similar. Las políticas más verdaderas terminan por imponerse a la larga, en general coinciden con las tendencias de la historia. De manera que necesitan una opinión pública capaz de razonar, que implica al menos demostrar, probar en la medida de lo posible –no se trata de matemáticas o física– los asertos en que se sustenta. Esto es tan así que hasta hay politólogos que creen, ilusamente, que hacen ciencia de esa incontrolada inmensidad de causalidades que es la vida política.
Es más difícil en circunstancias de desconcierto como las que vivimos, aquí y ahora. Verdaderamente laberíntica y, por ende, difícilmente razonable: un gobierno abominado por una población sometida a la más cruel y represiva tiranía y que no es capaz de un mínimo de acción coherente para liberarse. Ello multiplica la posibilidad de todos los discursos, hasta los más mentirosos. Bueno, la receta en cuestión, cuando lo acosen estrafalarias conjeturas, es un acto de sindéresis y noble contención: yo no sé, como decía Sócrates y el espíritu mismo de todo legítimo saber. Es el camino para conocer realmente y actuar en consecuencia.
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