Después de dieciocho años de publicaciones y de lecturas que nos hacen pensar, sufrir, añorar y –lo peor– avergonzarnos por cómo y de qué terrible manera Venezuela se ha derrumbado por causa de la revolución chavista, se me ocurrió que era tiempo de hacer algo para arrancarles sonrisas a quienes se atrevieran a ser mis lectores. Lo impropio del asunto es que se trata de reírse de personas, de seres humanos que tienen o tuvieron nombre y apellido y que, si ya no están en este mundo, dejaron descendientes que podrían montar en cólera al ver ridiculizados a sus parientes. Algunos dirán que me aprovecho de mi provecta edad para hacer algo que pudiera suponer pena de cárcel ya que, de ser así, la pasaría cómodamente instalada en mi casa y sin los apuros de tener que arriesgar mi vida en las calles de una ciudad tan insegura como Caracas. Quizá tengan razón. Aunque, pensándolo mejor, ¿con qué derecho van a ofenderse, demandarme o tomar cualquier otra clase de represalias? ¿Quién que haya sido animal político (algunos más lo primero que lo segundo) no ha sido objeto de bromas y burlas de distinta especie?
En Venezuela, al menos, los políticos fuimos siempre el hazmerreír de todos con las ridiculizaciones de la prensa humorística. Comenzando por El Morrocoy Azul, fundado por Miguel Otero Silva en 1941, cuyos columnistas y caricaturistas –en su mayoría comunistas– se ensañaron, pero con gracia y altura, contra los dirigentes y militantes del incipiente partido Acción Democrática y de vez en cuando con Rafael Caldera y su partido social cristiano Copei. Ese semanario humorístico estuvo presente en mi hogar paterno y su lectura me acompañó desde que aprendí mis primeras letras.
Luego vinieron otros por el estilo: La Pava Macha, fundado en 1962 por Kotepa Delgado (militante comunista), El Sádico Ilustrado, fundado en 1978 por Pedro León Zapata (militante del Movimiento al Socialismo), y, de más larga duración, El Camaleón, fundado en 1988 por Manuel Graterol, “Graterolacho”. Todos sin excepción tuvieron como veta principalísima de sus chanzas la política y sus ejecutores.
Este último –El Camaleón– se solazó en hacer chistes sobre mi edad tales como que mi partida de nacimiento había sido encontrada en las pirámides de Egipto o en Machu Picchu. Eso a raíz de una polémica en la Cámara de Diputados con Oscar Yanes, en los años 80, en la que el susodicho diputado rebuscaba entre unos papeles, mientras hablaba desde la tribuna de oradores, pretendiendo encontrar allí mi partida de nacimiento. Evidentemente su único afán era llamarme vieja, lo cual en una mujer es prácticamente una discapacidad. Y si esa mujer se dedica a la política, casi un delito. Era tanta y tan frecuente mi aparición en El Camaleón como objeto del deseo de hacer reír que, en una oportunidad, le reclamé a Graterolacho que en dos de sus ediciones no se hubiesen ocupado de mí.
El más duradero programa humorístico de la televisión venezolana –la Radio Rochela–, que no logró sobrevivir a la inquina del régimen chavista contra Radio Caracas Televisión, también tuvo como pozo inagotable, a lo largo de sus 44 años de existencia, a los políticos. Sin excluir a los presidentes de la República y sin que por la mente de estos pasara la idea de sancionar o suprimir ese programa. Solo la democracia es tolerante con la sátira política.
Expresado lo anterior como disculpa o justificación, es preciso decir que lo que aquí voy a publicar no es algo que surgió de pronto, no es el producto de un arrebato ni de una ráfaga de inspiración. Es el resultado de más de cuarenta años de practicar algo que, gracias a Wikipedia, me he enterado de que se llama “hemerofilia”. El nombre suena como una enfermedad y tal vez lo sea (pero de la mente) y es la manía de coleccionar recortes de periódicos y otras publicaciones impresas.
Cuando me propuse hacer pública mi colección de personajes y sucesos insólitos que archivaba sin orden ni concierto en una ordinaria carpeta marrón, debí comenzar por hacer una selección que tuviese alguna lógica, aunque todo lo coleccionado fuese producto de la falta de ella. Dividí mi tesoro particular en “Temas insólitos de la política” (valga la redundancia), “Obituarios”, “Amor y despecho” y “Varios” o “Misceláneos”, que no responden a una categoría especial pero que son, por sí mismos, una oda a la cursilería, a posibles trastornos mentales o a la ridiculez. El mayor problema es que después de cuarenta, treinta y hasta veinte años, los recortes de prensa amontonados en la ya mencionada carpeta marrón están amarillentos, arrugados y en muchos casos ilegibles, lo que me supuso la tarea de transcribir sus textos. Pero, para que nadie pudiese barruntar que esos exabruptos fueran producto de mi imaginación (que ojalá pudiera llegar a tales extremos), he fotografiado los textos originales a pesar de su evidente deterioro y de mi discapacidad para recortar de manera recta. Debo disculparme, por tanto, por los avisos, anuncios, remitidos, obituarios, etcétera, que aparecen no solo deteriorados por el paso del tiempo y arrugados por mi descuido, sino también recortados de manera irregular. Nunca pude trazar una línea recta y jamás recortar algo en forma aceptable. No sé si cuando estudié el preescolar, que entonces era kindergarten, se calificaban las materias Plastilina, Recortado y Pegado, porque habría sido aplazada indefinidamente en esas y en todas las que tuvieran que ver con alguna habilidad manual.
Antes de continuar con esta introducción, debo confesar que siempre sentí admiración por los coleccionistas, por su paciencia y empeño. Sobre todo por su devoción hacia determinados animales u objetos. Nunca creí que yo fuera uno de ellos hasta que Wikipedia me reveló cómo se llamaba o llama mi afición. Pero antes que la hemerofilia, el diccionario cibernético me hizo saber que mi mejor amiga y mi querida odontóloga tuvieron ambas una afición llamada “ululofilia”, o sea el coleccionismo de figurillas de lechuzas y búhos. No podrán nunca imaginar cuánto agradecí a esas dos queridas personas su gusto por las aves de marras; era tan fácil regalarles. De cada viaje o en cada cumpleaños, vengan búhos. Últimamente no los veo más ni en casa de la primera ni en el consultorio de la segunda. ¿Se habrán aburrido? ¿A dónde habrán ido a parar?
Descubrí que la acumulación o afición por coleccionar billetes se llama “notafilia”. El diccionario no aclara de cuántos billetes ni de cuáles. Quizá esta servidora sea algo notafílica porque colecciona billetes venezolanos inservibles, que son casi todos. Pero me limito a los de menor denominación con la esperanza de que algún día, al pesarlos en una balanza, un kilo de ellos pueda servir para pagar un refresco. ¿Pero será notafilia la afición de los banqueros por los billetes? ¿Y la de los corruptos que han saqueado a Venezuela en nombre del socialismo del siglo XXI?
Hay otras clases de coleccionismo ampliamente conocidas y valoradas como la filatelia y la numismática que no ameritan explicación alguna. Pero me dejó boquiabierta que existiera una llamada “glucofilia” o “glucosbalaitonfilia”, que consiste en acumular sobres de azúcar. He visto en otros países a personas, sobre todo de la tercera edad, guardando en sus bolsillos o carteras los sobres de edulcorantes que ofrecen en cafeterías y en restaurantes.
En Venezuela, cuando escribo estas líneas (2016-2017), el azúcar, en cualquiera de sus presentaciones, ha llegado a ser un objeto de joyería.
Mi colección de cosas insólitas tuvo su punto final al llegar Hugo Chávez al poder en febrero de 1999. A partir de ese momento todo, absolutamente todo en Venezuela fue insólito.
Hechas estas consideraciones debo dar el paso quizá hacia el abismo. Pido algo de comprensión a unos y me disculpo con otros. Para comenzar he tomado la previsión de burlarme de mí misma para atenuar el desagrado de terceras personas.
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El texto anterior es la introducción que Paulina Gamus hace a su libro Se agradece la risa, publicado por Editorial Dahbar (Caracas, 2018).
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