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Rafael Alberti y Edmundo Font en el XC cumpleaños del gran poeta, en la bahía de Cádiz
“…un esmirriado,/ un manojo de cerdos, una escoba/ para hurgar los retretes de Tampico”. Fragmento de un incendiario soneto de Rafael Alberti
La primera libreria que ha contado en mi vida se llamó Cosmos. Era la única que privilegiaba más la literatura que los bártulos de una mera papelería y estaba situada en la calle más céntrica de un puerto del Golfo de México que ya fue llamado la segunda Nueva York, con un dejo de exageración, fruto de una mezcla de la intrincada y sensual creatividad prehispánica y de la herencia de lo churrigueresco. A la rica región en flora, fauna y culturas que desemboca en el río Pánuco, sobre una de las cuencas más ricas en sistemas acuíferos del mundo, Octavio Paz la calificó como asentamiento también del único de nuestros pueblos antiguos, el Huasteco, que “no tenia la lujuria por pecado”.
Tampico, y sus primeros asentamientos, fueron asolados por los piratas más crueles, como Hawkins y Lorencillo. Y ha sido el epicentro de flujos históricos que mezclan gestas heroicas –allí capituló definitivamente el imperio español, a través de Isidro Barradas, el iluso brigadier vencido por el célebre y maltratado general López de Santa Anna– con epopeyas cinematográficas de la talla del Tesoro de la Sierra Madre (1948), en la que aparece un Humphrey Bogart emborrachándose en las cantinas de la Plaza de Libertad, uno de los pocos reductos semirrespetados arquitectónicamente por la criminal especulación inmobiliaria y la desmemoria de nuestra gente.
Y en estos momentos que se padece la infamia que golpea a Nicaragua hay que recordar que César Augusto Sandino, a quien malversan ideológicamente algunos de sus supuestos seguidores ideológicos, trabajó en los prodigiosos pozos petroleros, en la Huasteca Petroleum Co., para reunir los fondos que financiaron su revolución. El auge del oro negro ha marcado el norte de Veracruz y el sur de Tamaulipas, de modo indeleble. El propio B. Traven, además de ser el autor de la novela en que se basa la célebre película de John Huston ya mencionada, pinta de manera magistral el drama que concluyó con la expropiación petrolera en su relato La Rosa Blanca, cuya película fue sustraída por la censura mexicana durante varios años.
En la vertiente histórica subsiste una anécdota local que intriga, y es el desembarco de Trotski y la recepción generosa de Frida Kahlo, de quien se enamoraría el portentoso líder e intelectual mientras trataba de escapar, sin éxito, de la larga mano criminal de Stalin: y en la literaria, es memorable la furia poética desatada por uno de los más grandes escritores españoles, Rafael Alberti, quien impedido de desembarcar del buque Siboney, por intrigas del cónsul de lamentable filiación franquista y a la cabeza de una sociedad local de gachupines conservadores, redactaría un soneto de escritura “demoledora y maloliente”, como lo califica Efraín Huerta, y cuya venganza literaria tuve la fortuna de mencionar, desatando una carcajada de ese prodigioso bardo cuando asistí –invitado a celebrar su cumpleaños 90– a una cena en su honor en el Puerto de Santa María. Allí mismo me enteré de que su animadversión quevediana fue tanta que redactó un poema más flamígero aun cuando se enteró de que el melifluo diplomático se hacía pasar por un noble español.
Aquí reproduzco la “dedicatoria” y unas líneas del primer soneto, concebido en la más pura tradición de la poesía satírica latina:
“Retrato del Excrementísimo Señor don Luis de Orduña y del Moral, Caballero Alcayata de la Orden del Rebuzno, Cónsul de la actual República Española (1935), en la Ciudad Mejicana de Tampico: …un tornillo monárquico clavado/ a una muerta República a quien roba,/ difama y lame con traidor hocico”.
Es en el influjo de la guerra civil española y del refugio que otorgó el presidente Lázaro Cárdenas a quienes huían del fascismo que se inscribe la historia de esa primer librería de mis afectos, y una suerte de posterior y justo desagravio al gran poeta gaditano. La Cosmos llegó a ser administrada por una pareja excepcional y de una trascendencia académica que llega hasta nuestros días a través de una consolidada herencia didáctica. Los médicos valencianos Cecilia y Vicente Ridaura, acompañados del poeta Pedro Garfias, habían llegado juntos a México en el último barco del exilio, el Sinaia, y terminaron reculando en Tampico.
En lo personal, celebro dos momentos fundamentales de haber encontrado a esas entrañables figuras: en presencia de ellos escuché por primera vez hablar el catalán a mi padre, y ya con uso incipiente de curiosidad lectora, gracias a los Ridaura, conformé mi primera “biblioteca”: unos 35 ejemplares variopintos, pepenados, más que pesquisados, como una incipiente cosecha de dorados granos de maíz. Lo digo así, porque fue una poderosa intuición recolectora la que me animó a ir adquiriendo obras de autores desconocidos para mí, como Carpentier, Garibay, Asturias, Ibargüengoitia, Cortázar, Fuentes o Manuel Vázquez Montalbán.
En aquel entonces no podría haber imaginado que en los años noventa frecuentaría en Barcelona al creador de una de las más grandes sagas de detectives en la tradición de la novela negra, la de Carvalho, inspiradora de la obra del propio Andrea Camilleri: Manolo manifestaría la enorme sorpresa de que yo hubiera localizado en Tampico El Manifiesto Subnormal, la más rara de sus primeras obras. Esta particularidad hay que adjudicarla: los Ridaura seleccionaban, caprichosa pero sabiamente, un material suicida para cualquier estrategia de ventas en un puerto donde la lectura no motiva mucho la voluntad creativa de sus habitantes. Basta decir, con honda frustración, que hoy en día no hay una sola librería completa en el puerto –y en las tiendas de departamentos proliferan secciones librescas que privilegian las deleznables series de “autoayuda” y los best sellers de barata calidad–.
Un puerto de belleza única, casi secreta, y con un historial tan legendario como Tampico, no posee ya ningún establecimiento del alcance de la Cosmos; en esa prodigiosa librería, un clima intelectual de trópico fecundo propició en mí una especie de mística. Se trataba de ir al encuentro de legítimos valores literarios, de esos que una vez implantados son capaces de perdurar para siempre.
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