Por CLAUDIA CAVALLIN
Destacando lo más valioso de la escritura colombiana, este año Juan Gabriel Vásquez fue galardonado en la Bienal de novela Mario Vargas Llosa por su libro Volver la vista atrás (Alfaguara, 2021). En esta obra conecta múltiples piezas y recuerdos del director de cine Sergio Cabrera, quien se traslada en su memoria, desde China hasta Colombia, donde formó parte de la guerrilla, para iniciar el retorno a sus recuerdos desde otras latitudes. En la novela se viaja en el tiempo y se logra desplazar geográficamente la lectura, para detallar lo que significó un cambio político en la vida del padre maoísta Fausto Cabrera. Al mismo tiempo, en Volver la vista atrás la literatura se encarga de ilustrar las experiencias políticas más profundas, que nos hacen formar parte de la historia colombiana, como lectores, aun cuando nunca hayamos estado directamente involucrados en ella. Es esta capacidad narrativa de Juan Gabriel Vásquez, la que nos abrió las puertas para nuestra conversación sobre la obra que, en palabras de Mario Vargas Llosa, ha sido calificada como «Una de las grandes novelas que se han escrito en nuestra lengua.»
Claudia Cavallin: Una de las características de su novela es que nos ayuda a recordar lo que algunos hemos vivido, y vivenciar una historia que otros desconocían. Partiendo de allí, ¿cree que la literatura, en un contexto político violento, supera lo que ha sido restringido por años en otros medios de comunicación fronterizos?
Juan Gabriel Vásquez: Usted sabe que la novela colombiana siempre ha estado obsesionada en explorar la violencia, y eso ha sido desde La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, que es para mí la primera gran novela colombiana del siglo XX. Esa novela comienza diciendo, en la primera frase: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. Luego viene también el imperio de una guerra civil; la violencia colombiana en el periodo entre los años 40 y 50, o lo que nosotros llamamos “la Violencia con mayúscula”, donde hubo 300.000 muertos de una guerra partidista, liberales contra conservadores, y es allí cuando la literatura colombiana se lanzó inmediatamente a contarlo todo. Pero lo hizo con un propósito más testimonial que artístico, y de toda esta generación que se llama la novela de la violencia no quedaron libros importantes. Después llega un momento de madurez, y es eso lo que escribe García Márquez, en un ensayo fantástico que se llama Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia (1959); y luego en otro ensayo de esos años: La literatura colombiana, un fraude a la nación (1960). En ambos, García Márquez hace este reclamo, pues los novelistas colombianos se vieron frente a este material urgente, importante, y extraordinario, pero no se dieron el tiempo de aprender a escribir novelas. Y luego empieza a reflexionar sobre cómo escribir sobre estas cosas. ¿Cómo escribir sobre la violencia colombiana? Bueno, eso es lo mismo que hemos intentado hacer siempre, es lo que seguimos intentando hacer hoy, eso es lo que yo he hecho con mis novelas desde Los informantes (2004).
CC: ¿Esa visión histórica de la novela es absolutamente necesaria para reconocer y comprender todo lo que ha sucedido en Colombia?
JGV: Es como tratar de poner una pieza más en el rompecabezas de la comprensión de mi país. Eso es lo que están haciendo otros novelistas colombianos, y yo creo que la urgencia, o la sensación de pertinencia de estos libros, viene de la comprensión de un asunto de mucha importancia y es que ahora, cinco años después de los Acuerdos de Paz, lo más importante que está pasando en Colombia es una negociación sobre un relato. Sobre el que sea capaz de contarnos nuestro pasado. Y en ese relato tiene mucho que ver la literatura, ahí es donde se entra. Se trata de llevar esos discursos a nuestros territorios, íntimos, privados, de hombres y mujeres, comunes y corrientes. Se trata, además, de recuperar ese relato que estuvo en manos de los políticos, pues todos, sin excepción, han querido distorsionarlo. Quieren suprimir ciertas informaciones, y subrayar otras, porque el control sobre el relato es una herramienta de poder político. Aquí, la literatura resiste. La literatura nos permite recuperar, para nosotros los ciudadanos, el derecho de contar nuestra historia.
CC: ¿Es una forma valiosa de contar y registrar la historia?
JGV: Eso es lo que yo intento hacer y es justamente en un momento donde Colombia ha cobrado cierto protagonismo en el mundo, por esos Acuerdos de Paz, que son los acuerdos más ambiciosos de la historia, y que además trataron de terminar con una de las guerras más largas, que es la nuestra. Por eso Colombia ha estado en el escenario, en la conversación pública internacional, y allí las novelas tienen un protagonismo esencial. Yo creo que es esa tensión del público lector del mundo entero la que se ha fijado en mis novelas, porque mis novelas tratan un poco de echar luz sobre estos momentos difíciles de un pasado que, para la mayoría de la gente, era misterioso e incomprensible. Hoy recibe un poco más de atención.
C.C: Antes era difícil conocer lo que sucedía en América Latina, especialmente en países donde el conflicto era interno, y lo que pasaba en su país no se percibía sino a través de una noticia, con datos y hechos, ajena a los profundos sentimientos que venían después. Hoy, muchos sentimientos contradictorios forman parte de la memoria. Esa percepción de ciertos recuerdos conflictivos se destaca en partes de la novela donde Sergio es un hijo y una extensión de su padre. ¿Cree usted que las relaciones familiares establecen una identidad que coloca en discusión la figura paterna, en Colombia y en otros lugares?
JGV: Sí. La figura del padre siempre ha sido, para mí, una metáfora del conflicto histórico. El padre está muy presente en Los informantes (2004), está muy presente en Historia secreta de Costaguana (2007), y en esta última obra hay una especie de vuelta de tuerca en la que aparece el hijo investigando sobre la vida del padre, y también se introduce el fenómeno contrario, el padre preocupado por la vida de su hija, que es lo que se reproduce también en El ruido de las cosas al caer (2011). Esas relaciones son para mí una metáfora de cómo funciona la historia, de esos procesos, los legados históricos con los cuales cargamos los seres humanos. Una de las cosas que yo quería explorar en Volver la vista atrás (2021) es algo que ya había tocado en otras novelas y que aquí es muy explícito: la exploración del proceso por el cual tomamos decisiones los seres humanos. Tomamos decisiones con la ilusión de que somos autónomos, de que las tomamos de manera independiente. Sergio, cuando entró a la guerrilla a los 19 años, pensaba que él estaba tomando esa decisión de manera autónoma y resulta que no. Esa decisión también la estaban tomando los fantasmas de su familia, la estaba tomando su padre, desde luego, pero también su tío, el héroe de la aviación republicana, quien por haber existido heroicamente estaba poniendo sobre los hombros de Sergio el peso de una decisión que iba en un solo sentido. Por eso se recuerda en la novela, con frecuencia, el lema de la familia del héroe: “Vive la vida de suerte que viva quede en la muerte”. Es decir, Sergio Cabrera nace con una especie ya de tablero de instrucciones, donde el orden que va en la vida importa, pues hay una vida que cambia, que se vive con una cierta sensación de misión. Es decir, que después de la muerte se erige un recuerdo de alguien que hizo algo valioso, y ese es el mandato de Sergio, por razones familiares. No está decidiendo él solo, también su familia está decidiendo por él. Su padre está decidiendo por él, su tío está decidiendo por él, la Guerra Civil Española está decidiendo por él, la Revolución Cubana está decidiendo por él, y ese era un proceso que me interesaba mucho estudiar.
CC: ¿Cree usted que lo que Sergio Cabrera proyecta en el cine, cuando se fracasa en esta lucha, es la consecuencia del quiebre político?
JGV: Yo me lo pregunto también. No lo tengo claro, pero creo que en mis conversaciones con Sergio fue evidente que el hecho de que él fuera un artista, un contador de historias, de alguna manera le salvó la vida. Lo digo desde el punto de salud mental, de equilibrio, como una capacidad de volver la vista atrás y de llegar a buenos términos con su pasado. Lo llamativo es que todo esto ocurrió de manera indirecta. Él solo tiene una película sobre la guerrilla como personaje y es una comedia, donde no se mira con ninguna seriedad todo ese fenómeno. De manera que él necesitó una puerta de entrada para hacer exorcismo. Por supuesto que La estrategia del caracol (1993) es una película sobre un grupo de rebeldes contra lo que podemos llamar el sistema, contra una determinada organización social, y en ese sentido son una metáfora también de los instintos revolucionarios que marcaron la vida de esa familia. Yo sí creo que Sergio ha tratado de entender lo que fue su vida, tal y como yo la cuento en la novela, pero no lo había conseguido porque no tenía la distancia suficiente, y no tenía la capacidad que tiene la novela para narrar lo que sucede con el tiempo, como lo practiqué yo. Usé mi libro para poner orden sobre el caos de la experiencia y la memoria, que es para mí una de las cosas bellas que hace la novela.
CC: ¿Entonces la novela puede ser la forma más amplia y detallada de entender la realidad?
JGV: Una de las posibilidades más valiosas que tiene este género, al poner orden sobre nuestra experiencia caótica, es tratar de extraerle un significado a lo que no lo tiene, de una manera que no es superficial. Se necesitaba que llegara el lenguaje de la ficción y el lenguaje de la literatura. Me llena de satisfacción el momento en que Sergio leyó el libro y comenzó a entender cosas de su propia vida que antes no entendía. Descubrió cosas que su hermana nunca le había contado a él, pero que me contó a mí; y en ese sentido para él fue fascinante la experiencia de estar leyendo un libro en el cual era, al mismo tiempo, lector protagonista y quizás el futuro director de una película o una serie. Todavía está por verse.
CC: Quisiera volver atrás, a su experiencia como lector de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. ¿Qué se aprende de los grandes escritores? ¿Qué significa ser reconocido por un premio que lleva el nombre de uno de ellos?
J.G.V: Una generación de periodistas latinoamericanos, que crecimos o que crecieron con la generación del boom como modelos, abrieron para mí una relación con la literatura latinoamericana que fue determinante en mi vocación. Dos momentos valiosos fueron mi lectura de Cien años de soledad (1967) de García Márquez, y cuatro años después el Ulises (1922) de Joyce. Dos momentos que me metieron en mi cabeza la idea de que yo quería dedicarle mi vida a tratar de escribir libros. Me inicié como lector de la literatura latinoamericana con esa generación, la generación de García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, y los que vinieron arrastrados por ellos, que fue la palabra que usó Juan Carlos Onetti cuando dijo: “Fui arrastrado por el boom”. Para mí hubo una transformación radical de mi tradición, que ahora llega a una vida adulta y se convierte en uno de los fenómenos literarios del siglo XX. En esa tradición, García Márquez fue muy importante para el nacimiento de mi vocación, pero, si existía un novelista en el que yo me miraba cuando era joven, era Mario Vargas Llosa. Por varias razones, primero, porque la novela que yo quería escribir estaba mucho más cerca del realismo urbano, de Conversación en la Catedral (1969), de La ciudad y los perros (1962), junto a las grandes exploraciones políticas como La guerra de fin de mundo (1981); y eso lo valoro por una buena razón: porque el mundo donde yo viví, donde yo crecí, el que sembró en mí las primeras curiosidades que después se convirtieron en literatura, es un mundo de grandes ciudades y de relaciones urbanas. Era muy distinto al mundo de los pequeños pueblos caribeños, que están en los primeros cuentos de García Márquez, La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), La mala hora (1962) y Cien años de soledad (1967). Entonces, para mí, las novelas de Vargas Llosa fueron un modelo mucho más claro que la obra de García Márquez, y más importante todavía fue el ejemplo de Vargas Llosa en la manera en que él concibió el ejercicio de la vocación. La idea de que esto es una disciplina, un trabajo; la idea de que uno debe dedicarse en cuerpo y alma, 24 horas al día, al aprendizaje del oficio, porque no hay otra manera. Llegar al punto de eliminar de nuestra vida todo lo que estorbe, en el ejercicio de la vocación, incluía para mí la idea de irme de mi país, de renunciar a mi carrera de derecho, de abandonar las comodidades que me venían dadas por mis circunstancias. Todo eso, que estaba regado en algunas páginas de La orgía perpetua (2006), de El pez en el agua (1993), para mí fue una compañía, un apoyo en los momentos críticos en que yo estaba sintiendo que tenía que dejarlo todo para ser escritor. Y nunca han dejado de ser ese apoyo. Para mí, en los momentos difíciles, en los momentos de desconsuelo, que para un escritor son muy frecuentes, la lectura recupera esas páginas de los libros, o de una entrevista que le dio Vargas Llosa al escritor colombiano Ricardo Cano Gavidia, que se llama El buitre y el ave Fénix (1972), que es una entrevista de tamaño libro, donde hay una cantidad de frases que yo podría mudar a mi frente, porque son verdaderos lemas de vida, que ponen a la literatura en el centro y le dicen al aprendiz: “Esto es lo más importante y valen la pena todos los sacrificios”. De manera que el premio, en el que Mario Vargas Losa, por supuesto, no es jurado ni tiene ningún peso en la selección del ganador, pero que lleva su nombre, para mí es, por razones emocionales, muy importante.
CC: ¿Qué vendrá después en su escritura?
JGV: Lo primero que tengo que decir es que yo tengo un método de trabajo que es antieconómico. Tardo muchísimo en escribir los libros, o, mejor dicho, cada libro me acompaña durante muchísimos años hasta el momento en que finalmente lo termino de escribir. Con El ruido de las cosas al caer (2011) fueron diez años, que pasaron entre el primer documento que me encontré, la transcripción de la caja negra del vuelo de American Airlines, y el final de su escritura. Con La forma de las ruinas (2015) pasaron siete años, entre el momento en que nació el proyecto, en el que me senté a escribirlo, y su culminación. Con Volver la vista atrás (2021) pasaron siete años también. Yo conversé con Sergio Cabrera, por primera vez, en el 2013, y en el 2020 comencé a escribir la novela, de manera que ahora tengo dos fantasmas y un demonio dando vueltas por ahí. Entre aquellos que llevo pensando mucho tiempo, uno de ellos es demasiado difuso, pero hay otro que es parte de una vieja obsesión mía, que es la guerra de Corea y la participación de Colombia en ese momento. Colombia mandó un batallón de unos mil soldados a la guerra de Corea y en esa participación yo encuentro toda una metáfora de lo que es mi país, y de su relación con el mundo, en una guerra que, desde luego, no nos tocaba en ningún sentido, pero en la que intervino Colombia por una especie de obediencia a los intereses norteamericanos. Esto ocurre en medio de la violencia colombiana de los años 50, de manera que, en un momento donde nos estamos matando entre nosotros, alguien decide que es buena idea ir a matar a otros en otra parte del mundo, o hacerse matar por ellos, y para mí allí hay todo un símbolo de lo que es este país.
C.C: Así que volveremos a leerlo próximamente.
JGV: Pues, todo tiene muchas implicaciones que quiero explorar. Mi próximo libro saldrá, como han salido todos, no partiendo de una idea racional y abstracta, como parece que está sonando cuando hablo, sino de cosas mucho más irracionales y personales, que tienen que ver con un veterano de la guerra que conozco, con el que he hablado muchísimo, que me ha contado sus historias, a veces entre lágrimas y otras muerto de la risa, en la inmensa payasada que fue, en algunos aspectos, esta guerra. Esa es la idea ha venido dando vueltas en mi cabeza, desde la primera conversación con él, en 2010. Así que, probablemente, ese sea el próximo proyecto. Pero, es verdad, para mí es muy importante que el ser escritor también sea descubrir qué escritor se es. Yo creo que, aunque no tengo las pruebas a mano, hay muchísimos grandes escritores que no fueron tan grandes como podían ser, porque no descubrieron su proyecto a tiempo. Descubrieron sus obsesiones a tiempo, y no supieron identificar a tiempo sus demonios. Yo descubrí que mi obsesión desde Los informantes (2004) era tratar de contarlo todo en ese espacio en el que las fuerzas de la historia, y de la política, moldeaban nuestras vidas íntimas, intentando poner una pieza más en el rompecabezas de la experiencia en este país. Todas mis novelas tratan de encontrar un punto de diálogo de mi país con el mundo. Los informantes (2004) son los alemanes que vinieron a Colombia, y que durante la segunda guerra tuvieron simpatías nazis o eran judíos escapados, como aparece en El ruido de las cosas al caer (2011), la relación con los Estados Unidos, todo lo que hubo alrededor del narcotráfico, En Historia secreta de Costaguana (2007) hay un diálogo con la figura de Joseph Conrad, y se dicen reflexiones alrededor del imperialismo, mientras que Volver la vista atrás (2021) es un relato panorámico del siglo XX para el mundo entero. Al narrar esa relación, ese lugar de Colombia en el mundo, estos episodios del pasado colombiano que aparecen en las novelas Volver la vista atrás (Alfaguara, 2021) nos permiten ir construyendo un gran relato nacional.
**La entrevista anterior fue publicada originalmente en la revista Carátula.net, el 6 de diciembre de 2021.
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