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La no humanidad de la diferencia

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Por MANUEL GERARDO SÁNCHEZ

Poco después de las trifulcas de mayo de 1968, momento histórico en el que la comunidad LGTB en Francia se quitaba algunos arrebozos que la mantenían oculta, apareció un libro que fue un grito en el cielo de muchos. Arrojó luces sobre los prejuicios de una sociedad que despreciaba la diferencia y puso en tela de juicio célebres postulados de Freud y Lacan —entonces el psicoanálisis era el método científico responsable de fiscalizar el comportamiento humano y de encumbrar a la heterosexualidad como fundadora de la familia—. El título, por añadidura, erosionó ideas que no permitían interpretaciones no oficiales, por ejemplo: la etiología de las pulsiones sexuales, la naturalización del género y, por supuesto, la homosexualidad como peligroso mal. Hasta no hacía mucho, las fricciones de varón con varón eran reducidas a una patología. Vergonzoso padecimiento que no solo atenazaba la tranquilidad de la burguesía, sino que también quebrantaba el buen funcionamiento del orden capitalista. Afección que imponía, en el mejor de los casos, el destierro a quien la padecía.

En 1972, indigesto de tantas ofensas y violaciones a derechos que entonces encendían el candelero político, el profesor de filosofía de la Universidad de Vincennes Saint-Denis Guy Hocquenghem publicó El deseo homosexual. Por haber sido militante de Front Homosexueld’Action Revolucionaire, su obra se convirtió en una suerte de panfleto inscrito en un tipo de proselitismo que animaba revueltas y conciencias. Texto fundamental que no elogiaba, como Pausanias en el banquete a Afrodita, los amores entre hombres. El autor se propuso desmontar, con argumentos extraídos de El anti-Edipo de Gilles Deleuze y Félix Guattari, preceptos psicoanalíticos que explicaban la homosexualidad masculina a través del «complejo de Edipo».

Reimpreso en 2009 por la editorial española Melusina, El deseo homosexual es una fuente requeté consultada en la teoría queer. Sus razonamientos desnudan la cualidad poliforme del deseo, entendido como una máquina de producción: «Solo hay deseo y lo social y nada más», esclarecieron Deleuze y Guattari en El anti-Edipo. Asimismo, sus reflexiones ponen la lupa en la paranoia que orbita alrededor del muchacho que sorbe el beso de otro. Este acto entre amantes provoca el rechazo de instituciones de coerción como la escuela, iglesia y medicina, entre otras. Las mismas que, ¡oh, traviesa ironía!, vigorizan al germen «del amaneramiento» que pretenden aniquilar: «Todo el esfuerzo para aislar y reducir al pederasta acaba colocándolo en el centro de los sueños despiertos», aseguró Hocquenghem en su investigación.

¡Detengan a la loca!

«Lo que causa el problema no es el deseo homosexual sino el miedo a él», máxima que presenta el tema central del libro. Primer gran enunciado del que se desprenden otros muchos que abordan un delirio de la sociedad patriarcal: la conspiración infatigable de la loca. Su presencia enciende el pánico de los machos que se ufanan de su hombría. ¿Por qué? La psiquiatría vincula la homosexualidad con la paranoia, según Sigmund Freud: «La segunda es producto de la opresión de la primera». El temor a su propia flaqueza, a sucumbir a caricias de bigotes, desasosiega al macho de pelo en pecho. La mariconería lo obsesiona hasta tal punto que la ve contonearse, partirse y levantarse por doquier.

Al momento de su publicación, el código penal de Francia condenaba los roces al estilo de Heliogábalo. Eran censurados por corromper el mito del progreso capitalista; ese que se dirigía hacia la liberación de las buenas costumbres y del ser. Una engañifa a todas luces en cuyo vientre se gestaba la asociación de la homosexualidad con el crimen y la enfermedad. A pesar de que la psiquiatría intentaba reemplazar la represión legal por la interiorización de la culpa, lo cierto era que «maricón» y ladrón significaban lo mismo. Delincuencia. La enfermedad era un punto aparte que aludía un sentido más fisiológico: era consustancial a la loca las drogas, la infección y el chancro en el lugar donde el pudor se ruboriza. Las enfermedades venéreas despuntaban en la ideología heteronormativa como reguladores de la sexualidad. Arrebatado por el fuego de la lujuria, el buenmozo que se entregaba en el lecho indebido era carne del microbio; y después del orgasmo, venía el asqueroso virus, el sambenito que colgaba en sus alitas de pájara, el estigma imborrable del que no hablaba Hocquenghem porque el VIH no había prorrumpido en fiebres, sarcomas y mortandad.

Quince años después, la pandemia también se lo llevaría. Murió el 24 de agosto de 1988 no sin antes aseverar: «Lo que cubre la sífilis es el temor fantasmal del contagio (…) el homosexual transmite sífilis como transmite homosexualidad».

Los mandamientos de Edipo

¿Qué es la edipización de la sociedad? Hocquenghem parte de tres descubrimientos de Freud. El primero es el polimorfismo del deseo. Más allá de las etiquetas «homo» o «hetero», desata pasiones que no hacen ascos a los cuerpos. El segundo es la libido como fundamento de la vida afectiva y que ha de reprimirse bajo la forma de la privatización familiar. Con el pretexto de cuidar al individuo, el tercero es Edipo como mecanismo eficaz para castrar voluptuosidades. El psicoanálisis defiende que el deseo solo debe existir desprovisto de su fuerza: «Según Deleuze, es mediante la asignación de la carencia, bajo la forma de la prohibición del incesto, que se construye Edipo». Por su parte, Freud le endilgó a la homosexualidad masculina la fijación hacia la madre.

En Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci Freud dice: «Todo el mundo es capaz de la elección homosexual…». Sin embargo, quien ceda a ella formará parte de un linaje que Marcel Proust denominó «la raza maldita». Los miembros de esta monstruosa estirpe acarrean el peso de la vergüenza, se disfrazan en la sociedad para evitar que el secretito inconfesable se propague como el polen empujado por el viento. El arma más eficaz de la norma es la transformación de Edipo en regla social. Para alcanzarla cuenta con múltiples recursos de freno. Sin dudas, la familia es el más importante. Lugar donde se consuma el goce aceptado, pero no el placer libre de tabúes, no. Su objetivo es perpetuar la exclusividad de la heterosexualidad reproductora: esta no solo garantiza hijos que serán ciudadanos sino también la continuidad de Edipo como diferenciación entre padres e hijos.

El reino de la erección

No hay quien no se incline ante él. Tanto hombres como mujeres lo veneran. Monarca absoluto que se adueña de la energía lúbrica de un mundo que lo adora. Para la mentalidad hegemónica, el pene es el único órgano sexual. Pene y sexo configuran una estúpida tautología acaso porque simbolizan lo mismo. «Es el significante despótico» de Deleuze. La sociedad es falocrática. Se acomoda y teje sus relaciones en torno a su trascendencia: «El maestro, el general, el jefe de oficina, son el padre-falo porque todo está organizado sobre ese modo piramidal en el que el significante edípico distribuye los niveles y las identificaciones», vuelve Hocquenghem.

De las antípodas emerge una figura calumniada. Su hogar es más bien la oscuridad. Es la patria del vacío y del invertido. Sus detractores lo confunden con cloaca o prostíbulo. Génesis de la infamia: «La analidad es la fundadora de Edipo», suscribieron Deleuze y Guattari en El anti-Edipo. Si el pene es esencialmente público, el ano es más bien íntimo. Primer órgano en ser privatizado: «El estado anal es la constitución de la persona», fijó Freud. Es lo que no se comparte. De acuerdo con el psicoanálisis, «no hay otro lugar social para él sino la sublimación». No siente, no se excita. Desierto donde se marchitan sensaciones y emociones por ser excretor de porquerías. El culo es lo que no se ventila. Lo más recóndito del sujeto: «Saber aguantarse o, por el contrario, dar los excrementos, es el momento necesario de la constitución de sí mismo», se lee en la obra de Hocquenghem. Su uso, por consiguiente, subvierte la armonía de los patriarcas.

¿Cuál es la verdadera identidad de quien en lugar de guardar su vergüenza trasera hace de ella un espacio de encuentro y diversión? Es simplemente una amenaza que socava las estructuras funcionales de Edipo. Este último es el que divide a los individuos en sujetos y objetos. O sea: en macho y hembra, respectivamente. No aprueba los tartamudeos del lenguaje ni la cintura flexible de la ambigüedad. Por eso, cuando la loca —que es también insurgente— altera su orden, no le queda otro remedio sino la aplicación de su lógica binaria: «Resulta particularmente útil mostrar que bajo lo diferente se esconde lo semejante; resulta tranquilizador para la sexualidad normal que las mismas categorías aparezcan tanto en los homosexuales como en los heterosexuales; así se manifiesta la incontestable universalidad del Falo significante». La fórmula resuelve el problemita metodológico, separar a los anormales en dos filas: pasivos a la izquierda y activos a la derecha. A pesar de que ambos abrasan su erotismo en la asquerosa cavidad —la homosexualidad es anal, o sea, sodomía—, el primero es el pato, el pargo, el parchita… la feminidad lo viste. El segundo, por su parte, asesta el golpe de la virilidad, pero flaquea por la mala sangre que circula en sus venas. «El estadio del narcisismo es el nudo de la diferenciación entre sujeto y objeto, el estadio del erotismo anal es el  nudo de la diferenciación entre activo y pasivo».

Las tesis de Hocquenghem, finalmente, se ocupan de la homosexualidad tratada como un concepto abstracto o bastardo del deseo. El carácter «heteróclito» de este es un atentado contra la sexualidad dominante. En palabras del filósofo: «La unificación de las prácticas del deseo homosexual bajo el término de “homosexual” resulta tan engañosa como la unificación de las pulsiones parciales del yo». El modelo heterosexual subyuga otros tipos de amor. ¿Por qué el empecinamiento contra los hijos de Sodoma? Porque con sus gracias y saberes invitan a la transgresión, al cambio de mentalidad. Por eso cuando uno brota de su maravillosa crisálida, el poderoso se apura en detectarlo y aplastarlo. Convertirlo en lo antinatural que no merece sino castigo y repulsión. «La verdadera sexualidad es la de las personas identificadas, la del Edipo. Así aparece la espantosa no-humanidad del deseo homosexual».


Bibliografía

Gilles Deleuze y Félix Guattari, El anti-Edipo. Barcelona, Ediciones Paidós, 2004.

Guy Hocquenghem, El deseo homosexual. Barcelona, Editorial Melusina S. L., 2009.

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