En castigo por usar botas de caucho, a la india Fernanda Huanci le cortaron las piernas con una motosierra. Para los indios del pequeño pueblo colombiano de la novela de Vanessa Londoño, El asedio animal, las mujeres no pueden llevar zapatos. Sus personajes lidian con un inventario de atrocidades medievales reducidas por la repetición. A la larga, invisibles.
En Latam, para no meterme en líos mayores, la violencia es ancestral y épica, inoculada desde el Pentateuco traído por los conquistadores a los manuales escolares para perpetuar las glorias de la proceridad de nuestras revoluciones independentistas y “justicialistas” de los últimos tiempos. La violencia nos asalta en todas sus formas y se incrusta en nuestra identidad.
Asimov dice que nos acostumbramos a la violencia y nos hacemos indolentes. Aunque no por bárbaros somos menos audaces. Hemos adoptado, a conveniencia, ciertas apariencias de civilidad. Entre ellas la democracia solo como protocolo electoral, no como praxis cotidiana. Nos gusta el hombre fuerte. El mandamás, pero asusta pensar que la violencia sea credencial de prohombres para instalarse en el poder. Y luego convertirse en tiranos a los que la sociedad rinde admiración.
Hace días, Adam Przeworski aseguró que “hoy las apariencias democráticas son bastante flexibles”. ¿Cómo no si las reducimos a votaciones y alternancia en el poder? La invocación de la democracia no basta. La gente, presa del miedo, o de insatisfacción, busca seguridad y da paso al demagogo que aprovecha la “democracia” para erigirse en “Señor”, tolerando con cierto júbilo la violación de la norma para defender lo que desea. De modo que el “Señor”, en procura de la “felicidad” de su pueblo, convierte en permanente el estado de excepción.
La pregunta que me hago es por qué la india Fernanda Huanci sería capaz de votar a quien le ha serruchado las piernas, digo, si hubiera sobrevivido y sus verdugos se postularan a cualquier puesto en su pueblo. Quizás estos, en un gesto magnánimo, le habrían regalado las muletas y ella enrojecería de felicidad, agradecida.
Me pregunto entonces: ¿por qué después de 60 años de violencia, el pueblo colombiano premia al terrorismo? ¿O por qué los venezolanos aplaudieron un proyecto militar? Ni qué pensar de la razón por la cual los chilenos empoderaron a quienes, literalmente, incendiaron el país y ahora amenazan con más fuego si su voluntad no se impone. Es que leo, estupefacto, al señor Ariel Dorfman, refiriéndose a la nueva propuesta constitucional: “Si se rechazaran estas reformas en un referéndum previsto para septiembre, se erosionaría aún más la confianza de los chilenos en la democracia”. Lo dice como si los consultados, en plebiscito, no fueran los propios chilenos. ¿O es que dejarán de serlo si niegan el proyecto?
La violencia vacía las palabras y estas no alcanzan para describirla. Nos acostumbramos, ya lo dije. Quizás haya que adjetivar doble, exagerar el gesto para “resignificarlas”, para que nos muestren lo que somos incapaces de ver. No lo sé. Nadie puede saberlo. Pero más que respuestas, quizás preguntarnos por estos desmadres sirva para ahorrarnos sinsabores. A veces encaminarnos a las preguntas que nos interesan es todo lo que debamos hacer. Cierto es, da más trabajo elaborarlas que responderlas. Lo demás podría venir por añadidura, dice la Biblia del que obra con bien.
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