El contexto espacio-temporal es el siguiente: la ya mítica y legendaria Santa Catalina, una comunidad ribereña del Delta del Orinoco, situada geográficamente a escasos pocos minutos del muy conocido caserío denominado Piacoa, y el hilo del tiempo me lleva a finales de la década de los años sesenta, tal vez hacia 1968 o 1969. Para esa fecha tendría yo unos 8 o 9 años. Ya estábamos mi madre y mi hermana menor instalados en una antigua edificación abandonada que alguna vez sirvió de escuela federal de Santa Catalina. Mi madre recién había sido trasladada como enfermera auxiliar de un caserío de nombre Araguao, específicamente conocido como «el caño de Araguao» hasta Santa Catalina donde funcionaba una escuela nacional agropecuaria gerenciada por sacerdotes católicos de la orden Marincnoll. ¿Cómo olvidarlo? La escuela se denominaba Escuela Granja Santa Catalina y la matrícula de estudiantes se nutría mayormente provenientes de las comunidades indígenas y criollas de Orocoima, Sacupana, El Toro, Araguao, Araguaito. El régimen de estudios se regía por un sistema de Internado y recuerdo que había una división de alumnos en «varones» y «hembras» o masculinos y femeninos.
A mi memoria vienen brumosos recuerdos de esa chica nativa de del caserío de Orocoima que cariñosamente le decíamos «Mirón» que cuando sonreía me subsumía en un mar de encantos y me dejaba alelado contemplando sus gráciles ocurrencias adolescentes de tierno capullito en flor.
Yo pasaba todo el santo día en la escuela granja; desayunaba y almorzaba y el régimen de estudios era bajo la modalidad de dos turnos, mañana y tarde. En la tarde, como a las 5:00 pm ya iba buscando la manera de irme a casa. Algunos días de la semana me «fugaba» de clases en la tarde y me iba al río con una pequeña pandillita de amigos y compañeros de clases que estudiaban conmigo en la misma sección. Pasábamos desde mediodía hasta las 4 de la tarde nadando en aguas del Orinoco a pleno sol y la piel se nos quemaba de tanto sol y agua. Los ojos se nos enrojecían como unas frutas silvestres de tanto jugar un juego bajo el agua que recuerdo llamábamos «concho jolo» que consistía en lanzar una piedra de regular tamaño al fondo del río y quien la lanzaba decía como un mantra «concho jolo» y los participantes dispuestos a sacar la piedra del fondo del río decíamos al unísono: «la jolo yo», «el que saque esta piedra» y todos repetían: «la sacaré yo», de inmediato todos nos zabullíamos tras la piedra en su búsqueda; el que tuviera más capacidad de aguante de aire en los pulmones y mayor destreza obviamente subía a la superficie con el tesor de la piedra. Un pacto tácito nos comprometía a los demás a respetar al que sacara la piedra del río como un líder del grupo por el resto de la tarde. Honrábamos ese acuerdo y le rendíamos pleitesía y respeto a quien trajera de vuelta la tan ansiada piedra del juego del «concho jolo». El liderazgo no se imponía sino que se ganaba con gestos y hechos concretos durante el juego acuático.
De tanto sumergirme bajo las aguas del río y lanzarme de unas lianas que improvisábamos amarradas a una rama que sobresalía de un barranco se me llenaron los oídos de agua y consecuentemente agarré una otitis que degeneró en infección en ambos oídos. Ello me acarreó las primeras llamadas de atención severas por parte de mi madre quien me imponía castigos disciplinarios como no dejarme ir a jugar con mis compañeros de clases de la escuela. Siempre fui díscolo en materia de disciplina familiar pero sentía un especial reverencial respeto por las órdenes que dictaba mi madre en el hogar. Recuerdo que de la casa a los alrededores de lo que conocíamos con el nombre de «adentro» que era sinónimo del área más enmontada había un trayecto que se recorría en aproximadamente una media hora. En el perímetro de eso que llamábamos «adentro» era que íbamos a colocar las trampas para cazar palomas montañeras o silvestres que llevábamos a una de las casas de los compañeros para desplumarlas y «prepararlas» a fin de hornearlas y posteriormente degustarlas con casabe que llevábamos de nuestras casas.
Recuerdo que los viajes que hacíamos de Santa catalina a Barrancas los realizábamos en una lancha equipada con un motor fuera de borda de 125 caballos de fuerza y el motorista era un señor de nombre Yayo; era, a la sazón, el mayor de la familia Donato. Recuerdo que la lancha debía atravesar en línea casi recta la parte más ancha de un área conocida con el nombre de «boca grande». Atravesando el río, esa parte que tiene aproximadamente unos 22 kilómetros de ancho, la lancha conducida por Yayo quedó a merced de unas gigantescas olas que iba dejando a su paso un inmenso vapor cargado con hierro y aluminio que surcaba el canal de navegación a aguas profundas con rumbo a la salida de la barra de Mariusa en dirección al océano Atlántico. Ahora, a un poco más de cinco décadas hago un cálculo del tamaño de las olas y estimo que dichos oleajes pudieron ser fácilmente de unos cuatro o cinco metros de altura. Yayo se reía de los que viajábamos como pasajeros ocupando la parte central de la lancha. Claro, él era un motorista acostumbrado a los gajes de oficio y esa olas causadas por esos grandes buques que transportaban materia prima y minerales hacia destinos como Estados Unidos o Alemania o a los puertos de Rotterdam. Luego de unas 4 horas de navegación desde Santa Catalina llegábamos al puerto de Barrancas empapados de agua. Ahí nos cambiábamos de ropa para continuar el viaje por tierra hasta Tucupita o Maturín, según fuere el caso.
Una vez aprobado el 6to grado de educación primaria en la escuela granja Santa Catalina, mi madre me inscribió como alumno interno en otra escuela granja para cursar primer año de bachillerato en el liceo José Enrique Rodó de Tucupita.
Yo quedé bajo condición de interno en la escuela granja Tucupita y estudiaba en el Rodó. Ahí en el liceo conocí a estudiantes que mostraban simpatías políticas hacia organizaciones política de izquierda, especialmente del Movimiento Al Socialismo y hacia el Movimiento de Izquierda Revolucionaria y el Movimiento Electoral del Pueblo que por razones de lucha gremial estudiantil evitaba denominarse Partido Socialista de Venezuela. Los estudiantes simpatizantes de la juventud socialista del MEP eran más numerosos y hacían más bulla y despertaban más algarabía y entusiasmo que el resto de las toldas políticas de izquierda. Si me daba cuenta que había en el liceo Rodó una pequeña célula de estudiantes que se denominaban Juventud Revolucionaria Copeyana y los de la juventud de Acción Democrática no eran muy numerosos pero se las arreglaban para hacerse sentir y posicionar su presencia política, es decir física con pancartas y propaganda. Yo me dejé seducir por los que despertaban más simpatía y ellos eran los mepistas.
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