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Peces de ciudad

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“Hace mucho que no puedo sofocar mi sed cuando estoy sediento. Hace mucho que muero de hambre y no muero. No siento nada, ni el viento en la cara ni la espuma del mar”. Piratas del Caribe.

Finalizando ya el periodo estival, uno empieza a sentir la nostalgia de lo que aun no se ha ido, pero sabes que se irá, irremediablemente. Es curioso, pero también muy cierto, que puedes echar de menos un lugar, una situación, hasta encontrándote en ella, por la sola certeza de que el final está cerca. Los árboles no nos dejan ver el bosque con demasiada frecuencia.

No obstante, hoy, en mi paseo matutino de hombre de mediana edad, o más bien, como dice mi mujer, de hombre en la infancia de la vejez, disfrutando en soledad de este lugar, tierra de promisión, en el que realmente me siento en casa, me he dado cuenta de que, como dice mi querido Joaquín Sabina, “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”, y de que un lugar no es solo un punto geográfico, sino que se compone también del contexto y del recuerdo que deja impreso en ti.

Desde este punto de vista, indudablemente sesgado, he comprendido no sin cierta amargura que vuelvo y volveré a Campoamor, mientras el señor me dé vida, pero nunca volveré al lugar que fue Campoamor en mi juventud; es más, de que cada año, Campoamor es un lugar distinto, un viejo amigo al que el tiempo y los acontecimientos también afectan y que, sin embargo, te está esperando cada verano, con los brazos abiertos, para contarte, con cierta amargura, los sinsabores del año, como hace cualquier amigo. Puede que sea yo el que cambia, el que cada año trae una mirada nueva, una luz diferente, un matiz filtrado, pero hoy me he dado cuenta, inopinadamente, de que no volveré al lugar que tanto amé.

Probablemente es una consecuencia lógica; el hombre, al contrario del buen vino, no siempre mejora con los años, afectado de experiencias y vivencias varias y es precisamente la mochila que acumulamos la que muchas veces no nos deja disfrutar como lo hacíamos cuando éramos adolescentes. Ese oro azteca de Hernán Cortés que nos ha entregado la llave de oro, pero nos ha puesto las cadenas que nos impiden volar.

Igual que el capitán Barbossa, yo daría cualquier cosa por volver a disfrutar la alegría, el nerviosismo, la ansiedad incluso, que precedía a los días de playa, cuando me ponía malo, literalmente, solo de pensar que un año más vendría a este lugar. Esa pérdida de la ilusión, ese adormecimiento de los sentidos que acompaña a la madurez es el precio que pagamos por nuestra estabilidad.

Yo pagaría por recobrar la sensación que, hace apenas unos años, me producía el olor de la hierba cortada, el primer día de vacaciones, ese primer baño en el mar, sabiendo que tenía un mes por delante, la felicidad, la incertidumbre, la ilusión de la juventud.

Recuerdo que más de una vez, los días antes de venir a la playa me ponía literalmente malo, por los nervios y la ansiedad de saber que volvía a este lugar. Es una lástima perder ese sentimiento, que ya no recobraré hasta el final de mis días.

Decía Benjamin Disraeli que “la juventud es una locura, la madurez una lucha y la vejez un lamento”. Atendiendo a esta reflexión, coincido con él, con la matización de que la madurez es sobre todo una lucha interior, contra aquello que te hace cambiar sin tu quererlo; ese viento que, en lugar de avivar tu hoguera, la va apagando, a medida que pierdes los objetivos que te marcaste en la juventud, o bien por haber llegado ya a ciertas metas o bien por tener la certeza de que nunca llegarás. No obstante, habrá que pensar que estamos en la mitad del camino y, si bien la luz no es tan viva, los olores tan intensos, las pasiones tan fuertes, el camino sin embargo es más llano y empieza a verse la meta.

Por mi parte, y tratando de ser objetivo, sin embargo, en estos días finales del verano, disfruto de la ventaja de que también los momentos otrora amargos se han atenuado, y por lo tanto la cercanía del regreso a Madrid, como el pez de ciudad que en realidad soy, tampoco me angustia como me ocurría antes.

Así pues, un año más, diré hasta pronto a esta patria pequeña y fugaz que echaré tanto de menos, con su recuerdo en el alma y el corazón, hasta que, el año que viene, la vida nos vuelva a juntar.

“Y desafiando el oleaje, sin timón ni timonel, por mis sueños va, ligero de equipaje sobre un cascarón de nuez, mi corazón de viaje”. Joaquín Sabina.

¿Y como hacer, cuando no quedan islas para naufragar?

@elvillano1970

 

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