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Cuatro honorables matronas

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Si Francisco Herrera Luque estuviese vivo y le diera en la inspiración por escribir un nuevo volumen de esa excelente novela histórica titulada Los amos del valle, todo ese desarrollo real desde la década de los setenta del siglo XX hasta la actualidad revolucionaria le hubiera dado suficiente para escribir otro tomo bastante abultado y en sintonía con la realidad venezolana de la formación de la Caracas de la conquista y la colonización como centro de poder político, económico, social y militar en torno a las familias.

Medio siglo ha servido para retratar de cuerpo entero el resultado de la combinación de las ambiciones de poder, del largo inventario de prosapia, de la colocación en la vanguardia familiar del escudo del linaje para asaltar las rejas de Miraflores y retomar lo que se perdió desde la revolución de octubre en 1945 y que al final solo sirvió para allanarle el camino al teniente coronel Hugo Chávez y a la revolución bolivariana. Tanto como si dijeran: aspirábamos a reeditar la revolución libertadora que se perdió en la batalla de La Victoria en 1902 y solo se obtuvo la revolución bolivariana de 1992. Esa antesala del libro que se abre en una invitación que te atrapa desde que lo inicias con “…Veinte somos los Amos del Valle: Blanco, Palacios, Bolívar y Herrera… ­—va musitando en su silla de mano de cuatro esclavos, damasco y seda—. Gedler, De la Madriz. Toro, Tovar y Lovera…” muy bien puede constituirse en un zaguán de referencia en una tertulia y sus temas cordiales.

La novela de Herrera Luque es como un mural bien largo y ameno que cruza toda la autopista Francisco Fajardo donde se distingue, en el estilo muy particular del narrador, del psiquiatra, del historiador, del escritor – con toda la licencia de la ficción y el manejo de la ucronía y de la realidad – todo el proceso de fundación de la capital; y como en torno a un reducido núcleo de familias se distribuyó el poder. En ese lienzo vial están ilustrados los vicios y las virtudes del ejercicio del poder desde muchísimo antes del 19 de abril de 1810 y pueden proyectarse con casi una estrecha exactitud con los eventos que desembocaron en el 4 de febrero de 1992.

Alrededor de una mesa donde departían cordialmente cuatro señoras frente a delicadas galletas de anís recién horneadas y té de jazmín en una sobremesa de almuerzo, se podía graficar fácilmente con los hilos genealógicos de los ascendientes de tan honorables matronas más de trescientos años, y hasta mucho más, de la historia de la Venezuela. Frente a las humeantes tazas había todo el trazado de un historial de migraciones de corsos, de vascos, de irlandeses, de alemanes, de ingleses, de franceses. También se podían graficar los asentamientos económicos de sus ancestros en torno a la consolidación de la tierra, a sangre y a fuego, para establecerse definitivamente en Santiago de León de Caracas. Después de 1810 es difícil no conseguir en la punta de una espada que chorrea sangre o a lomos de un brioso caballo el sudor generacional de un parentesco en la Guerra de Independencia, en la Guerra Federal, en la larga guerra de hacendados ascendidos a generales y a coroneles caudillos geográficos y en la revolución libertadora de 1902. La invasión por el estado Táchira y la llegada de los sesenta campesinos andinos a la capital a partir de 1899 también les abrió espacios de acercamientos para mantenerse en el poder. Hasta que llegaron junto con el petróleo y el 18 de octubre de 1945, los militares surgidos de las escuelas profesionales y los adecos; y muchas cosas empezaron a horizontalizarse, entre ellas el poder político y el económico. Y la sociedad caraqueña empezó a abrir espacios para la igualdad y la parejería de los advenedizos y extraños a la clase dominante. La gran autopista para escalar socialmente se amplió en canales y el negro que llevaba en jadeos al amo en angarillas y palanquines vio su oportunidad para cambiar.

Mas adentro, aislados en los amplios espacios de la dilatada y surtida biblioteca, frente a tazas vaporosas de café, los cuatro esposos intercambiaban de cosas políticas, de cosas económicas y de asuntos militares. Cuadros solemnes del general Guzmán Blanco, del general Manuel Antonio Matos, de Ana Teresa y de Anastasia Ibarra, y los 34 tomos de las memorias de Daniel Florencio O’Leary le daban un toque solemne que preside un Bolívar majestuoso en el retrato de José María Espinoza.

Las cuatro consortes, todas ex primeras damas en cada uno de los ejercicios de poder de sus respectivos maridos siempre ocuparon el reservado y discreto espacio de la prudencia y la circunspección. Desde la república, desde el ejército, desde Pdvsa y la CVG, y al frente de la intelectualidad criolla; todas dieron en su momento un paso atrás, mientras sus cónyuges ejercían el poder. Como en ese momento en que nada más trasponer hacia esa biblioteca personal, el tema que se debatía era arreglar el país al que la chamboneria, el barraganato, la corrupción y el arribismo, y la ordinariez, estaba empezando a minar y a destruir. Y para eso había que poner de acuerdo esas cuatro mentalidades notables de la elite política, intelectual, gerencial y militar. Y ese era el cometido de esos almuerzos, en esos exclusivos predios caraqueños.

“Plaza y Vegas llegaron tarde; al igual que Ribas y Aristeguieta. Cien años es poco o nada para las glorias del Valle. Caracas es Covadonga, Esparta, isla de Francia, Alba Longa. Matriz de sangre y de pueblo que en el filo de su espada hicieron mis siete abuelos.” Usted empieza a tirar del hilo de la confabulación que llevó a los 24 años de la revolución bolivariana, al 4 de febrero de 1992, a toda la conjura iniciada a partir del 23 de enero de 1958, y a los 10 años de perejimenismo y probablemente tendrá que hacer un alto para tomar aire y continuar en la  ruta hasta los 27 años de la dictadura del general Gómez, cruzar el atajo de la revolución libertadora del general y banquero Manuel Antonio Matos, los largos años del guzmancismo desde 1863 y el paréntesis del paecismo desde 1830. Desde allí hasta mucho más atrás, la exclusividad se va reduciendo en apellidos. Mientras el café se enfría en la biblioteca y afuera se renuevan las tazas del té de jazmín y las galletas, a través del humo que se difumina y se desaparece en el aire desde las faldas del Ávila, se verán los mismos apellidos en la sombra a la hora de pelear, de maniobrar y de ejercer el poder desde Caracas. Como en este almuerzo, de muchos otros que se hicieron.

“La silla dorada va navegando. Los portadores color de buzos cruzan el río color de fango. ‑¡Miguelito, diles a los negros que anden con más cuidado!, adentro está anegado. La silla emerge, la silla trepa por el barranco.

—Voy a echar el bofe si el Amo sigue engordando.

—Calla la jeta, negro mandinga, y mira el suelo que vas pisando.”

Desde esa montaña de libros en un perfecto orden cerrado y alineación, se atestiguaron los borradores mecanografiados y salieron las líneas para civilizar a los militares después de muchos ruidos de sables y en esas eternas pasantías de asonadas cuarteleras, después que la vaca sagrada surcó los cielos caraqueños rumbo a la Republica Dominicana y al exilio del dictador. El plan Andrés Bello que corrió paralelo a la política de pacificación para los guerrilleros, era originalmente para amansar políticamente a los uniformados. Sobre ese diseño, de hacer de todos los cadetes un número uno como ciudadano y como militar; se mimetizó en los programas académicos otro de poder a largo plazo que rindió los frutos equivocados el 4F. Como si el negro mandinga de Herrera Luque que llevaba al amo en las parihuelas y lo cruzaba en los ríos crecidos y a través de las montañas, se invirtiera en los roles y asumiera el mando. Recuerden que la Academia Militar de Venezuela es la cuna de la revolución.

Si alguna de las portadas cuidadosamente seleccionadas en la iconografía de Alfredo Boulton para presentar cada uno de los 34 tomos de la colección O’Leary se animara a compartir las experiencias – a echar el cuento lo llaman – y los testimonios de esos estantes forrados de historia de conversaciones, de intercambios, de secretos y de proyectos, probablemente priorizaría el paréntesis político de lo que pudo haber sido y no fue con la esperanza que se monta en torno a una posible presidencia de Renny Ottolina, calificado como el número uno en su especialidad y también como ciudadano. Su campaña electoral y algunos trazos de su gobierno deben haber sido allí, tema en algún momento. Después hablaría de la reedición de la revolución libertadora con la mutación imprevista hacia la revolución bolivariana. El inesperado accidente aéreo donde perdió la vida el animador de la televisión fue un duro golpe familiar para el dueño de la casa. Un hermano estaba en la comitiva.

Aquella repisa donde se sostiene el busto serio y grave del general Antonio Guzmán Blanco en algún momento vio a un curioso e indiscreto teniente Hugo Chávez con su infaltable agenda de notas en la mano y su entorchado cordón de servicio colgado desde el hombro derecho – era ayudante protocolar del general director de la academia militar y propietario del inmueble – curucutear sorprendido ese cerro bibliográfico de autores y títulos en correcta formación, mientras por allá, cordiales, su jefe y el general Alfonzo Ravard intercambiaban cosas académicas y profesionales de los cadetes y de los oficiales recién graduados.

El tiempo siempre se encarga de poner las cosas en su justo lugar. Sobre todo en esos asuntos de la historia que se remontan a consejas, leyendas, cuentos de camino y que arriman bastante hacia la verdad que muchas veces se ventila informalmente. En una entrevista de Rafael Arráiz Lucca a Arturo Uslar Pietri que acertadamente tituló “Ajuste de cuentas” publicada en el portal de Prodavinci, el autor de Las lanzas coloradas expresa textualmente de su relación con Rafael Caldera: “Recuerdo que en una época aquí hubo gente que trató de ponernos de acuerdo a Caldera y a mí, pero no se logró nada. Una señora muy amable y gentil organizó unos almuerzos en su casa, en los que nos encerraban a Caldera y a mí para que habláramos y nos pusiéramos de acuerdo alrededor de un proyecto político, pero no se alcanzó nada”. La revolución bolivariana ha avanzado bastante y ese grupo elite de civiles y militares identificados como Los Notables ha tratado de mimetizarse ante la opinión pública para distanciarse de la gran herida política, económica, social y militar, que le sigue haciendo el régimen vigente a la nación venezolana. La gente, el común, si siente que se pusieron de acuerdo en todo, pero el negro ladino de la silla de manos se les adelantò y les jugó quiquirigüiqui al final.

El compromiso del almuerzo y las conversaciones empiezan a languidecer a medida que avanza el reloj y el tema principal decae. Mientras se inician los desfiles de las rápidas y secas despedidas entre los maridos atropellados por los horarios estrictos de las agendas y los compromisos del faltante del día, los contrastes educados y amables entre las señoras ayudan a distender y a distinguir ese momento para facilitar las cortesías de salida. La esencia que se ha venido proyectando familiarmente desde los hereditarios tiempos de la colonia en la llegada de los corsos a Carúpano y Rio Caribe, los alemanes a La Guaira, los ingleses a Maracaibo y los franceses a Puerto Cabello se resumen de manera conservadora y mesurada en esa mesita donde se tomaba té de jazmín. Por los predios del café solo era puro ejercicio de poder.

Definitivamente, Herrera Luque hubiera redactado el otro volumen, después de esos almuerzos.

 

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