Bastante se ha dicho con relación a la efectividad o no de las sanciones internacionales y acerca de cuáles son las que más sirven para el logro de los objetivos que se proponen. Otra discusión –que no se dirimirá aquí– es el derecho de algunos Estados u organizaciones internacionales de imponer sanciones a otros.
Como es natural, muchas personas opinan que tales sanciones no sirven de mucho, toda vez que gobiernos dictatoriales o autoritarios se mantienen en el poder. Otros piensan que la única opción es la militar, y finalmente están los que creen que las sanciones que resultan exitosas son aquellas que causan dificultades a la actividad económica, además de que puedan potenciar el aislamiento político de los gobiernos infractores. El tema ofrece multiplicidad de aristas para su abordamiento.
Es evidente que una sanción tendrá diferente efecto según la importancia económica, militar y política del gobierno que la impone y las mismas consideraciones valen respecto de aquel que las recibe.
Así, por ejemplo, es muy distinto que el que imponga la sanción sea Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia o China a que si ello lo decide un país de menor relevancia concreta en el concierto mundial. Lo mismo es válido para el que resulte sancionado. Una cosa es imponer castigos a Venezuela, Nicaragua o Zimbabue, y otra muy distinta hacerlo frente a Estados Unidos, Rusia o China.
Como hemos dicho, la sanciones políticas pueden aislar o avergonzar, pero son las económicas las que funcionan en el mundo globalizado de hoy cuando ninguna nación está al margen de la interacción con otras, e incluyen los mecanismos de retaliaciones comerciales como el que desde hace algunos meses se viene escenificando entre Estados Unidos, China y la Unión Europea con un potencial de consecuencias de tal envergadura que hasta los mismos adversarios ya se están asustando.
Es evidente que la opción militar, sin ser descartable, es la menos deseable. Sin embargo, existen razones políticas –válidas o no– que hacen que tal alternativa sea utilizada en zonas del planeta que por diversas razones no son capaces de entenderse de otras maneras, ya sea por la testarudez, sanguinariedad, enconos históricos, etc. Tales son los casos del Medio Oriente, Yemen, Afganistán, conflictos tribales en África y otros. No significa que ello sea bueno, es una desgracia casi consubstancial con la dinámica de algunas regiones.
Pero lo cierto es que por el lado económico es como las sanciones suelen funcionar con mayor probabilidad, aun cuando con distinta efectividad según sean las circunstancias de las partes. Veamos el caso de Rusia, gran potencia, que ha sido sancionada por Estados Unidos por razones que no son del caso analizar aquí. Las medidas impuestas para castigar su sistema financiero, sus negocios petroleros, sus exportaciones de gas, fueron objeto de intensas polémicas y encendidos debates, pero lo cierto es que la gran Rusia tuvo que rectificar –lo menos que pudo cierto– algunas prácticas. Irán, gran nación petrolera con ambiciones de hegemonía regional, tuvo que “consentir” poner su programa nuclear bajo vigilancia y restricciones una vez que el cerco económico la fue asfixiando, y así otros casos.
En el caso de nuestra Venezuela está visto que las sanciones políticas (OEA, Grupo de Lima, etc.) no son las que van a desplazar a la dictadura del poder, pero ellas constituyen parte de los fundamentos que dan pie para que Estados Unidos imponga medidas que impidan la utilización del sistema financiero norteamericano para las necesidades del gobierno venezolano, sus empresas y sus funcionarios, lo cual ya está dando como resultado el incremento exponencial de los inconvenientes al funcionamiento normal de sus actividades y la posibilidad de presiones sociales cuya consecuencia es impredecible.
La reciente medida adoptada esta misma semana por Washington que permite que los tenedores de bonos de Pdvsa (sancionada), cuya garantía es 51% de las acciones de Citgo, puedan exigir judicialmente el pago de sus acreencias en tribunales norteamericanos en caso de falta de pago, pone al gobierno venezolano en la disyuntiva de tener que desangrarse para honrar la cancelación de esas obligaciones o perder el control del mayor activo gubernamental en el exterior. El resultado es que con el esfuerzo que sea Caracas tendrá que reordenar sus prioridades de pago para evitar perder la gallina de los huevos de oro. Eso significará restricciones y carencias que en definitiva afectarán aún más al sufrido pueblo. Será responsabilidad del gobierno decidir el rumbo a tomar para resolver el dilema. Conste aquí que no estamos reflexionando acerca de la moralidad y justicia de estos esquemas, sino solamente de su efectividad.
Se dice –no sin cierta razón– que las sanciones contra el gobierno las sufre el pueblo. Es cierto. Lo mismo ocurre en una familia cuyo jefe opta por ser delincuente y cae preso. Sus dependientes sufrirán la consecuencia de la mala conducta de su referente al verse privados del ingreso que este proveía. Similarmente, las acciones de un gobierno con legitimidad de origen (que vencerá el 20 de enero de 2019) “representa” al pueblo venezolano que lo eligió, y si aceptásemos que la elección del 20 de mayo hubiese sido limpia y válida, pues, la conclusión es que lo que ese gobierno decida hasta 2025 sería la expresión de la voluntad popular. Como tal cosa es demencial, solo cabe exigir que haya rectificaciones o cambio de gobierno o nuevas y transparentes elecciones que permitan verificar si esa representación popular, revolucionaria, bolivariana, antimperialista y chavista es mayoritaria o no.
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