No recuerdo el día en que comencé a leer y visualizar párrafos completos, pero en ese momento las palabras se volvieron gente y lugares en completa conmoción.
Eso fue como respirar al son de las palabras: mi mente se abrió ante las emociones que contienen los libros. O mis emociones se despertaron gracias a la memoria que el lenguaje construye.
Cuando se quemaba de nuevo la biblioteca de Alejandría y no tenía libros en mi cuarto, leía cualquier cosa. Me sentaba en la barbería de un barbero amigo de la familia y hojeaba las revistas y los periódicos viejos. Me parecía extraño que los adultos prefirieran leer periódicos y revistas y nunca hablaran de algún libro.
Un día le pregunté a uno de mis tíos por qué leía siempre periódicos y revistas haciéndole mal modo a Canaima, a “El diente roto”, a Las lanzas coloradas, a Los miserables, a Frankestein y me respondió “porque las revistas y los periódicos muestran la vida real” y eso me confundió sobremanera porque yo sentía que los libros eran instrumentos o muestrarios de la vida que fluye callejera.
Uno podía entrar, ignorante y medio analfabeta, en las mentes maravillosas de Conrad, de Cervantes, de Antón Chéjov y ellos, que habían muerto tanto tiempo atrás, seguían de todas maneras regalándole a uno pequeños o grandes retazos de su magia, de sus conocimientos y eso ayudaba mucho a la formación que se necesitaba para asumir los retos de cada etapa.
(Para mi corto conocimiento las etapas de la vida eran: la adolescencia masturbadora, la juventud comunista o beisbolera, la adultez de trabajar duro para tener sexo, la madurez para desengañarse y jugar dominó y la vejez para quedarse jorobado ante el abandono y el cáncer).
Los periódicos no me decían mucho, aparte de los escasos comentarios sobre el béisbol y el boxeo, hasta que un periódico se reveló diferente en todo: era grande y vertical como una toalla y se había conectado con el lenguaje sorprendente y conmovedor de Stevenson, de Pedro Emilio Coll, de Mark Twain, de Víctor Hugo, de Salgari, de Mary Shelley, que eran mis lecturas de adolescencia. Ese periódico estándar que apareció todo moderno y desenfadado, atrevido y carismático, llegó hasta mi casa y se llamaba El Nacional.
Crecer con un diario
El Nacional desarrolló su estilo informando con sus corresponsales y demás colaboradores de cada región lo que sucedía en Venezuela. También traía el ancho mundo en sus páginas y algo más importante: aquel periódico trataba de mantenernos al día en cuanto a conocimientos científicos y culturales.
Entre sus primeros corresponsales silvestres, tuvo a dos estudiantes de bachillerato que se llamaban Guillermo Morón y Domingo Francisco Maza Zavala.
Desde sus inicios El Nacional fue el reflejo de quienes lo escribían, lo fotografiaban y lo dibujaban; de quienes lo diseñaban y lo imprimían. El Nacional fue siempre una impresionante comunidad de nombres.
Mencionarlos a todos llenaría una edición completa. Pero en esa multitud de talentos bulle la causa de tanta fuerza comunicacional. Sus directores, redactores, colaboradores, fotógrafos y diseñadores hicieron historia.
En plena juventud me la pasaba reporteando y escribiendo por el interior del país, conociendo a los voluntariosos y creativos corresponsales de El Nacional, con quienes me gustaba hablar de ese periodismo que ellos hacían. Así conocí al escritor y reportero vasco Juan Manuel Polo, quien se destacó por sus reportajes de toda Venezuela y como jefe de los corresponsales.
Juan Manuel Polo fue uno de los periodistas más auténticos y sabios de América Latina. Él me enseñó pacientemente la humanidad del oficio. Una noche llamó a mi casa con una noticia que me produjo insomnio: “Miguel Otero Silva me dijo que te traiga para El Nacional. Quiere que trabajes conmigo”. Me quedé pasmado. ¿Cómo estar a la altura de quienes hacían ese diario? Eso era lo que más me preocupaba. Ni siquiera pregunté qué es lo que iba a hacer con Polo, quien no necesitaba ayuda para escribir sus reportajes o sus cuentos.
Unos días después me lo aclaró: “vas a ser mi asistente con los corresponsales”. En eso estuve un tiempo hasta que Miguel Otero Silva me puso a dirigir la sección de Arte. Lo demás era existir todos los días con una impresionante comunidad de profesionales haciendo el trabajo más extraño que uno pueda imaginar: comunicar a las personas para que comparen sus vidas y sus sueños y se enteren de algo crucial: cualquier tontería puede cambiar la historia de una persona o de un país.
Lo que deseaba contar, en realidad, es que en El Nacional, un ámbito histórico donde han coincidido tantos periodistas y columnistas de elevado oficio, conocí a tres personajes que sobresalían. Como los reyes magos. Tres redactores que impactaban con su manera de escribir para un espacio determinado del periódico. Un recogimiento de palabras que los lectores buscaban hasta con cierta ansiedad. Cuto Lamache, Oscar Guaramato y Juan Manuel Polo.
Tres muestras
Coloco ejemplos de cómo escribían, aclarando que, inclusive, escribían mejor que eso cuando los días se tornaban pasionales:
Juan Manuel Polo:
“Uno nunca acaba de conocer Venezuela. Allá donde vive un ser humano está sucediendo algo”.
Cuto Lamache, hablando de La República del Este:
“¿Quiénes son, de dónde vienen y qué se proponen los republicanos del Este? Yo diría que son hijos del aburrimiento, que vienen de la frustración y que se proponen lanzar su propio grito. Explico. El país es un inmenso tedio, su democracia un engaño público y su porvenir una evidente incógnita”.
Óscar Guaramato en el cuento “Dobleazul”:
“¡Qué fría es esta mar, morocho!
Cuando aquel paquidermo de arena y humo nos lanzó a las aguas y pataleamos nuestra desesperación, yo traté de asirte, pero mi mano dañada apenas te rozó.
Mi mano de cuatro dedos. Mi mano sin anular.
Sabés que la tabla cortó de un solo tajo y con el dedo también se fue el anillo que me comprometía con Marialaura Altuna”.
Una vez los describí
Es que ellos eran seres que vivían para escribir. Cuto era elegante, caminaba todos los días desde Chacao al periódico y se regresaba a pie adonde vivía en estricta soledad. Amaba a una novia de juventud que había desaparecido de su vida y era un proyecto de novela que nunca vio luz. Un día pensé en los tres y los describí:
Ahí está Cuto Lamache, balanceándose como un velero a la deriva; con su sonrisa nerviosa y sardónica; un moreno de fluxes oscuros, camisas blancas sin corbata y cabello peinado como para bailar tango. Era una aventura saludarlo: “¿Cómo estás, Cuto?”, se le preguntaba. Y él podía responder: “¿Y a ti qué te importa?¿Quieres saber cómo estoy de verdad? ¿O estás haciendo relaciones públicas?”. Su columna era fundamentalmente política y expresión de una moral tan afilada como una navaja de barbero. Cada frase era una delicia perturbadora.
Ahí está Juan Manuel Polo, el vasco que se enamoró de Venezuela para siempre. Con su nariz puntiaguda como cacho de rinoceronte, caminando dos pasos adelante, con un tranco de hombre que siempre quería acortar distancia. Daba la impresión de que se movía llevando a sus espaldas un morral de explorador. Si los dioses escriben, Juan Manuel Polo escribía como los dioses. Nadie ha hecho más reportajes sobre Venezuela, ni hurgó en cada población como él. No quedó un solo lugar que Juan Manuel Polo no retratara con su verbo. Algo tiene que haber significado ese apellido de Polo, porque cuando llegaba a la redacción todos lo acogíamos y lo mirábamos, con el suspenso de un pueblo que espera noticias encantadas, relatos de sitios fabulosos, especias de un nuevo mundo.
Ahí está Óscar Guaramato, de cara colorada en su conjunto, de piel como cera rosada en sus detalles. El cabello blanco, la sonrisa crispada del incrédulo que debía averiguarlo todo. Un hacedor de frases breves, hermosas, contundentes, que podía combinar las palabras más disímiles y expresar con ellas una situación, un sentimiento y una idea de un solo brochazo.
Nunca he vuelto a leer algo así como lo que ellos escribían. Generaban opinión y lectores. Y cuando desaparecieron demostraron que es cierto lo que se ha dicho respecto al país: la facilidad para olvidar es una característica de Venezuela, del venezolano. Cuto, Polo y Guaramato solo son recordados en un momento como este.
Cuando hay demasiada gente que no sabe de qué diablos estoy hablando.
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