Cuenta Antonio Arráiz, primer director de El Nacional, que fueron pocos los que estimaron que Henrique Otero Vizcarrondo lograría traer a puerto venezolano la máquina de imprimir, los insumos de producción y el papel necesario para poner en circulación un nuevo diario en Venezuela. En 1942 esa travesía constituía un peligro real. El 16 de enero de ese año, el buque petrolero Monagas, propiedad de Mene Grande Oil Company, cuando navegaba a solo siete millas de la Península de Paraguaná, fue destruido por un submarino alemán, matando a sus 30 tripulantes, mayoritariamente venezolanos. Durante la operación, otras seis naves sufrieron ataques con torpedos. Aquella fue la primera incursión militar de las fuerzas alemanas en el hemisferio occidental durante la Segunda Guerra Mundial. A partir de ese momento, pululaban los que pronosticaban próximos y mortíferos ataques. Los rumores eran constantes. “Pero no conocían al viejo Otero”, dice Arráiz. “Los permisos fueron obtenidos; la maquinaria para el periódico se embarcó fraccionariamente, en diversos barcos de mediano porte, sin seguros. El papel se obtuvo, a punta de tenacidad, en el Canadá”.
Los primeros años cuarenta del siglo XX venezolano son de expectación. Juan Vicente Gómez había muerto en 1937: el país se sentía más liviano. Quizás más dispuesto a modernizarse, una vez que había comprendido que, a lo largo de los años del gomecismo, Venezuela se había rezagado. El funcionamiento de las instituciones existentes, la visión del mundo que imperaba y hasta la actualidad de las noticias que circulaban, lucían como expresiones de una sociedad que llegaba tarde a la modernización. Copio un elocuente párrafo de Arturo Uslar Pietri que habla de aquellos años: “El presupuesto general de la nación llegaba apenas a los 200 millones de bolívares anuales, se carecía de técnicos y especialistas en casi todas las ramas de la actividad nacional, se iba a tientas y tropezando, pero todos se sentían como iluminados por la fe interior de que era posible vencer los obstáculos y transformar el viejo país dormido y necesitado en una nación moderna”.
En la Venezuela pobre y atrasada, el optimismo recorría las prospecciones que circulaban entre las elites ilustradas. La noticia de que el gobierno de Medina Angarita lograría que las petroleras aumentaran el pago de regalías y construyeran refinerías había calado en mucha gente. En julio de 1942 había sido creado el Impuesto Sobre la Renta, que las petroleras comenzarían a pagar a partir de septiembre de 1943. El impuesto en cuestión ya se aplicaba en otros países. Sus promotores se referían a él como un agente modernizador. Después de sortear dificultades y tentativas, rodeado del escepticismo de algunos y los buenos augurios de otros, el 3 de agosto de 1943, finalmente El Nacional salió a la calle.
Núcleo de talentos
En enero de 1943 –faltaban todavía siete meses para que el diario comenzara a circular–, Miguel Otero Silva visitó a Antonio Arráiz en su oficina y le propuso dirigir El Nacional. Arráiz no fue la excepción. Otero Silva, que entonces tenía 34 años, se entregó a la tarea de visitar a las personas que integrarían el primer equipo del periódico. Los escuchaba. Las ideas fluían de todas partes. Se contagiaban el entusiasmo y el deseo de innovar. Desde un primer momento, El Nacional se mostró orgulloso de contar con los mejores. El 8 de agosto, solo cinco días después del lanzamiento, en la página donde se congregaban los artículos de opinión, fue publicada la información que anunciaba la aparición del Papel Literario. El texto es emblemático del espíritu que reinaba en la casona ubicada entre las esquinas de La Pedrera a Marcos Parra, primera sede del periódico: el acento recaía en la promesa que encarnaban los nombres de Rómulo Gallegos, José Rafael Pocaterra, Pedro Emilio Coll, Andrés Eloy Blanco, Jacinto Fombona Pachano, Alejandro García Maldonado, Carlos Augusto León, Guillermo Meneses, Gustavo Díaz Solís, Otto de Sola, Alirio Ugarte Pelayo, Aquiles Nazoa y otros, “amén de Antonio Arráiz, Miguel Otero Silva y Juan Liscano que estarán presentes permanentemente en la realización de la página”.
A lo largo de las décadas, en las páginas de El Nacional es rastreable la constante presencia de los ciudadanos más destacados y reconocidos de los más diversos ámbitos de la vida pública venezolana. Quien se propusiese elaborar un listado, vería sus expectativas rebasadas. Centenares y centenares de los más decisivos humanistas, intelectuales, historiadores y periodistas fueron, en períodos decisivos de sus vidas, hombres y mujeres de esta casa. Baste con citar los nombres de Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón Salas, Ramón J. Velázquez, José Ramón Medina y Pedro León Zapata, para reconocer que esta confluencia ha sido, cuando menos, extraordinaria, constante e inusual.
Y digo inusual por esto: Miguel Otero Silva y Miguel Henrique Otero, los timoneles de estos 75 años, no han temido al talento. Es un rasgo de las empresas familiares rodearse de obediencia y no de brillo: la inteligencia es siempre riesgosa por su constante inclinación a la autonomía. Los Otero son una rareza: mientras ha sido posible, se han vinculado a mentes descollantes, sin establecer requisitos de afinidad ideológica o política. Y esa ha sido, me parece, la compleja corriente que potenció a El Nacional desde que nació, hasta adquirir la categoría de “institución nacional” como la calificó Uslar Pietri.
El periodismo
Pero sería un error de perspectiva pensar El Nacional bajo la luz exclusiva de los prohombres que han formado parte de su historia. Este es apenas un componente de lo sucedido. Lo primordial ha sido y será el periodismo. La aparición de El Nacional en 1943 constituye el inicio de una etapa en la historia del periodismo venezolano, cuya proyección todavía alcanza a nuestro tiempo. Aunque con alguna frecuencia se menciona de pasada, todavía está por revisarse a fondo cómo cambió el periodismo venezolano, en sus métodos y formas, a partir de los aportes surgidos y puestos en circulación por El Nacional.
Anotaré aquí algunos ejemplos: ¿se ha indagado, de Miguel Otero Silva a Argenis Martínez, en la significación estilística, metafórica, política e histórica de la mancheta como género de opinión? ¿Se ha detenido alguien a considerar el logro alcanzado por Ida Gramcko como incomparable pionera del reporterismo social en nuestro país? ¿Recordamos los extraordinarios reportajes firmados por Gonzalo Rincón Gutiérrez sobre las inundaciones en la región sur de Venezuela, que marcaron la creación de la sección “Regionales”, desde el primer día del diario? ¿Tenemos conciencia de la reinvención del periodismo deportivo que se produjo en las páginas de El Nacional, una vez que Miguel Otero Silva incorporara a Abelardo Raidi al periódico? ¿Se ha estudiado el modo en que el influjo de Juan Liscano abrió las páginas de El Nacional, a lo largo de los cuarenta y buena parte de los cincuenta, al indigenismo, la negritud y las tradiciones venezolanas? ¿Hemos ido más allá del elogio a las entrevistas realizadas por Miyó Vestrini para comprender qué hipótesis se escondían en su modo de hacer preguntas? ¿Hemos reconocido la contribución que Germán Carías hizo para adaptar el periodismo policial, de clara estirpe anglosajona, a las realidades venezolanas? ¿Se ha puesto la debida atención al curso que tomó en Venezuela el periodismo especializado en el hecho cultural, una vez que Pablo Antillano dirigiera las páginas de Arte de este diario?
Podrían formularse varias decenas de estas preguntas referidas al periodismo económico, a la información internacional, al ambiente y la ecología, la educación, la historia, las tendencias, la gastronomía, la literatura y las artes, el periodismo de investigación, de opinión, las empresas, los productos y servicios, el entretenimiento, internet y las nuevas tecnologías, y tantas cosas más. En 75 años, El Nacional no ha perdido su nervio. Como toda larga vida, ha tenido éxitos y ha sufrido derrotas. Ha acertado y se ha equivocado. Miguel Otero Silva y Miguel Henrique Otero, cada uno en su tiempo, han garantizado que ese espíritu expansivo, abierto, plural, innovador, luchador, independiente y creativo, se haya proyectado década tras década, y se haya mantenido vivo incluso en las circunstancias más adversas.
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