Franck Khalfoun es un director, guionista, editor, productor y actor francés de filmografía prescindible inclinado al terror psicológico –(Parking 2, 2007; Maniac, 2012; Amityville: the awakenning, 2017)– y al cine negro. A este subgénero pertenece Wrong Turn at Tahoe (2009), cinta irregular salpicada de guiños a Tarantino, Scorsese y De Palma, titulada en español al menos de tres maneras distintas, todas pensando en la taquilla y alusivas al homicidio –Asesinato en la mafia, A un paso de la muerte, Engranaje mortal–, el más definitivo de los crímenes, delito perpetrado en Venezuela con asiduidad asombrosa e impunidad garantizada por los cuerpos de (in)seguridad del gobierno (no del Estado) y sus compinches habituales: paramilitares, colectivos y pandillas armadas, validando el lugar común según el cual “la realidad supera la ficción”. Emitida con la reiteración propia de los canales de cable, pudimos verla a pedazos en tres o cuatro sesiones. De ella recordamos unas líneas de Joshua (Cuba Gooding Jr.), recaudador al servicio del brutal jefe de un gang de poca monta (Miguel Ferrer), enfrentado a un poderoso y despiadado capo de la droga (Harvey Keitel): «Hay dos verdades; la obvia –el cielo es azul, el prado es verde– y la intangible, fundamentada en la fe del creyente. Es la verdad de la religión y las teorías conspirativas». Recuerdo la frase por haberla vinculado de inmediato con la opinión del cabecilla de la organización mafiosa encargada de administrar nacionalmente el soborno alimentario. Nos referimos, el lector habrá adivinado, al «protector» del Táchira y las bandas repartidoras de sobras y migajas, denominadas comités locales de abastecimiento y producción (clap).
Una semana antes de iniciarse el IV congreso del partido socialista unido de Venezuela (jornada de despropósitos mayúsculos, merecedora de minúsculas hasta en las siglas psuv), el ex policía metropolitano que juró, con el perdón de don Francisco de Quevedo, amor constante más allá de la muerte al iluminado de Sabaneta, lanzó el anzuelo de la autocrítica a las turbulentas aguas del aquelarre en pleno desarrollo, como diría el pirata de las noticia, y, ¡cómo no!, la carnada del legado chavo-bolivarista, a fin de pescar adeptos ante eventuales rupturas, expulsiones y divisiones. Estas y peores cosas pueden ocurrir en los plenarios partidistas. El XX congreso del partido comunista soviético supuso, al menos en teoría, una ruptura con el estalinismo. Solo en teoría: en la práctica, las perversiones expuestas en febrero de 1956 por Nikita Jruschov en su celebérrimo Discurso secreto –despotismo exacerbado, culto a la personalidad, penalización de la disidencia– no han desaparecido, al contrario, se han refinado y está, a la vista, para corroborarlo sin necesidad de anteojos, el desempeño del triunvirato dictatorial Maduro-Cabello-Padrino.
Descubrió la pólvora Bernal al exponer una verdad evidente en mensaje redundante y sin destinatario específico: «Me da hasta vergüenza. Hemos perdido incluso gobernabilidad y somos responsables de ello, no es responsable la cuarta república, no. No es responsable Carlos Andrés Pérez, no: somos responsables nosotros porque tenemos 19 años en revolución y somos responsables de lo bueno a malo de este país». ¿Se debate esta obviedad en las sesiones del cónclave socialista en curso? Posiblemente no. Allí no se discute; se aprueba, por unanimidad, y con la señal de costumbre, lo convenido de antemano por el cogollo. El mea culpa se remitirá, previo jalón de orejas, a la comisión de asuntos sin importancia. Atención privilegiada se les dispensa solo a las verdades intangibles, las reveladas por Maduro y atinentes a «un nuevo comienzo». En su afanosa búsqueda de la legitimidad perdida, el usurpador se decanta por «un congreso vivo que nos empuje cada vez más a las catacumbas del pueblo». La metáfora es infeliz y obliga a preguntar dónde carajo se encontrarán tales catacumbas, y qué pito tocan «en el proceso de construcción de la economía productiva», punto neurálgico de la ensalada temática a considerar en función del demencial reinicio de una aventura sin porvenir. Se necesitan sacos de fe, mochilas de esperanza y una sobredosis de ingenuidad para continuar creyendo en la cacareada guerra económica –coartada de la ineficiencia– y en improbables e imaginarias conjuras orquestadas por grupos dispares y excluyentes.
Mientras los rojos preparaban su cónclave, el otro país, el auténtico, el carcomido por la hiperinflación –pronto, sin importar los anuncios del reyecito ni los ceros suprimidos, romperá la barrera del millón por ciento (1.000.000%)– y estrangulado por la codicia de mercaderes boliaburguesados decididos a lucrase mediante la especulación desmedida –no hay proporción entre la evolución del mercado cambiario y el vertiginoso ascenso de la curva de precios–, reacciona con las únicas armas a su alcance: la protesta y la interrupción parcial o total de actividades. Por esta vía, manifestaciones localizadas, pero numerosas, y huelgas sectoriales provocadas por las menesterosas condiciones de vida de los trabajadores presagian un paro general indefinido y una espiral insurreccional de pronóstico reservado. ¿Desbordará la insurgencia popular a un liderazgo opositor, perplejo y fragmentado, de menguado poder de convocatoria, atragantado con sus logros, apabullado por sus yerros, e inmerso en el análisis bizantino de verdades ignotas para las mayorías, sin definir líneas en sintonía con las aspiraciones ciudadanas? La gente tiene repuestas: en días pasados, enfermeras en paro rechazaron la presencia de María Corina Machado en el hospital Pérez Carreño, a fin de no «politizar» sus exigencias. ¿Se molestó la líder (lideresa, según el Diccionario Panhispánico de Dudas) de Vente Venezuela en explicarles a las dirigentes del sindicato de la salud que su lucha trascendía el ámbito gremial, y se inscribía en el marco del descontento nacional con la gestión del régimen y, por tanto, ellas estaban haciendo política? ¿O arrimaba MCM la brasa a su sardina con intenciones proselitistas?
En medio del caos generado por la errática gestión de la economía, Maduro decide petrovirtualizar y desceroficar el soberano –los neologismos son una modesta contribución a la revolución semántica chavista– eliminando no tres sino cinco ceros en el nuevo cono de su madre patria. Decisión de consecuencias francamente perniciosas, tal el redondeo en los precios y cuentas a cobrar. La reconversión es un placebo y no alivia el mal inflacionario. Así lo dictaminan diagnósticos y reparos de economistas serios –«en febrero los nuevos billetes valdrán cero», sentenció José Guerra– para Maduro, sin embargo, es un acierto incontestable, otra dogmática verdad roja. Debemos creer ciegamente en ella. ¿Y santo Tomás? ¡Un majadero! Pregúntenle, si no, a Bernal; él vio luz. O a la contra que, en la oscuridad de la desunión, delibera sobre la sexualidad de serafines y querubes.
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